Apreciable señor rector de la UPAV, Dr.
Guillermo Héctor Zúñiga Martínez,
queridos amigos, todos:
Permítanme algunos recuerdos. La
literatura fue lo primero que despertó
en mí encontradas posibilidades de
ingreso en el futuro posible. Cuando muy
niño, me leían en casa y muy pronto
comencé a leer algunos de los libros de
la biblioteca materna. Era un cordial
ámbito cultural: tías que cantaban
ópera, tíos abuelos que escribían
perdurables obras etnológicas y de
economía agrícola, Alfonso y Manuel
Fabila. El abuelo paterno, Gildardo F.
Avilés, nacido en Chicontepec, Veracruz,
estudió en la Normal de Xalapa y fue
discípulo de don Enrique C. Rébsamen, un
padre literato y maestro, René Avilés
Rojas, quien fue encargado por Jaime
Torres Bodet para trabajar con Martín
Luis Guzmán en la creación del Libro de
Texto Gratuito y una madre maestra
normalista cuyas lecturas eran
infinitas. Tal era el escenario donde
crecería, estudiaría con permanente
rebeldía, múltiples inquietudes,
concluiría una carrera en la hoy
Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la UNAM, me casaría con
Rosario (doctora en Economía) y saldría
a buscar un posgrado en París.
En ese medio inicié la redacción de
pequeños cuentos. No me vi más que como
escritor de literatura, mientras otros
niños soñaban ser médicos o arquitectos.
Pronto estuve en medio de lo que hoy
llaman familia disfuncional a causa del
divorcio de mis padres. Ello, en lugar
de crearme hondos problemas psicológicos
que los espíritus débiles suelen tener,
me enriqueció. Mi madre, siempre apoyada
en la literatura, me hizo fuerte. Entre
la disyuntiva de ser un novelista
autodidacta y uno egresado de las aulas,
ejerció una intensa presión para que
estudiara una carrera. El mundo que me
rodeaba se complicó más. Sabía por boca
de diversos autores heredados de mi
padre, José Revueltas, algunos de los
estridentistas, y Juan de la Cabada, y
por los que yo mismo conocí en andanzas
iniciales, Juan José Arreola y Juan
Rulfo, ambos maestros míos, que no
habían necesitado más que los años de la
primaria y cientos de lecturas para
convertirse en escritores memorables.
Tuve dudas y mezclé la educación severa
de la universidad y las correrías
callejeras como si fuera personaje del
novelista norteamericano Philip Roth.
Mi primer trabajo fue ser maestro.
Arranqué en alguna secundaria oficial y
de inmediato, ya con estudios
universitarios, ingresé como profesor
adjunto en la escuela donde me formé.
Desde los años universitarios iniciales,
el periodismo me sedujo. Lo he dicho,
una vez aceptado, es imposible
abandonarlo. Al contrario de las
recomendaciones de Ernest Hemingway a un
joven escritor, jamás lo deseché. Mis
mejores y más importantes premios me
vienen de esa faceta. Por ejemplo, el
Premio Nacional de Periodismo o de, años
después, presidirlo o el honor de haber
mantenido durante trece años un
suplemento cultural,
El Búho, que sólo dejé por la
censura o haber sido el último director
de la legendaria Revista
de Revistas, decana de las
publicaciones mexicanas o estar entre
los fundadores del
Unomásuno con Manuel Becerra
Acosta, dejó en mí honda huella. En esas
andanzas iniciales, siempre conté con un
decidido apoyo, el del escritor y
periodista veracruzano Rafael Solana,
parte destacada de la generación Taller,
a quien mucho le debo.
Pero si estoy casado con la literatura y
tengo relaciones amorosas con el
periodismo, es en la vida académica
donde he podido desarrollarme a
plenitud. Cuando el año pasado obtuve
simultáneamente el honor de conquistar
el Premio Malinalli como figura
literaria del año, darle mi nombre a la
Feria del Libro de la Universidad Juárez
Autónoma de Tabasco, las autoridades de
dicha casa de estudios señalaron que me
concedían tales merecimientos por ser
escritor, académico, periodista y por mi
capacidad para interactuar con los
jóvenes, lo mismo en las aulas que en
las redes sociales, me sorprendió. Nunca
había hecho tal reflexión. Hasta ese
momento yo imaginaba tener en cada una
de esas actividades un nicho peculiar.
Me hacían notar que había logrado
fusionarlas a tal grado que en mí eran
una sola tarea. Esto es, si a un joven,
mi principal objetivo en la vida
(herencia del apoyo que recibí de
familiares, escritores, maestros e
intelectuales mayores), puedo serle
útil, se debe justamente a la capacidad
de mezclar tres vocaciones, producto de
mis muchas lecturas y ayudas y al
aprendizaje adquirido de enseñar o
comunicar lo que esas actividades me han
dejado.
Con
sinceridad, las veo complementarias
entre sí. Si escribo es porque he leído
y escuchado a grandes maestros, si tengo
ante mí a alumnos, como ha sido a lo
largo de cincuenta años, puedo
transmitir mis experiencias y
conocimientos. A mi vez, luego de cada
clase, salgo enriquecido, los jóvenes me
corresponden con inquietudes y preguntas
que debo resolver en la reflexión e
investigación académica. El círculo se
cierra. Estoy pendiente de las nuevas
tecnologías. Comencé escribiendo en
máquina mecánica, fui capaz de pasar a
la eléctrica y dominar por último a
manejar lo fundamental de una
computadora. En las redes sociales me
siento cómodo, tengo blog y página web y
desde hace tiempo libros míos navegan
por el ciberespacio. Aunque esto me es
todavía extraño: lo dije con una
metáfora: es como tener un hijo
intangible o darle a una posible
conquista amorosa un link en lugar de un
hermoso libro impreso dedicado
cordialmente. Me he ajustado, pues, a
los nuevos tiempos, con tal de serle
remunerativo a la sociedad,
concretamente a mis alumnos y lectores.
De la universidad pública he recibido
todo. Es generosa y ha sido una
infatigable editora de libros míos. No
llevan directo a la fama, porque su
experiencia en ventas y publicidad
todavía le es ajena o una actividad
comercial que supone no le corresponde,
pero ya entenderá: en un mundo
ferozmente globalizado por el
neoliberalismo, es necesario vender los
libros para que sus más acabados
productos culturales o de investigación,
sean mejor conocidos y cumplan
eficazmente con la función sustantiva de
difundir la cultura en su mejor
acepción.
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Si la UAM me convirtió, por decisión del
Colegio Académico, en Profesor
Distinguido, la UPAV me honra al
otorgarme el primer Doctorado Honoris
Causa que recibo. Me honra, llena de
orgullo y conmueve, sobre todo si pienso
que mi madre, maestra normalista, fue
quien se empeñó en hacer de mí un lector
de tiempo completo y no vio con
desconfianza mi decisión de ser escritor
de literatura. La recuerdo acompañándome
con Iris, mi hermana, a recibir uno de
mis primeros premios, el de Colima,
concedido por la Universidad de tal
estado conjuntamente con el INBA, o
cuando estuvo a mi lado en Los Pinos al
recibir el Premio Nacional de Periodismo
de manos del presidente de México.
No me vi jamás como político o alto y
severo funcionario, no quise ser
deportista a pesar de que jugué futbol
americano, me imaginé escribiendo
historias fantásticas, me vi como
opositor y crítico del sistema. Siempre
contrastando con el poder. He visto al
Estado como lo que es: un monstruoso
Leviatán y no me gusta. Me preparé para
ser marxista y quizás tenga mucho de
anarquista, finalmente ambos caminos
anhelan la extinción del Estado. ¿Dónde
iba a caber una persona de mis
características? Únicamente en las
universidades públicas, hogares donde la
libertad de pensamiento y cátedra es
total. En ellas vivo, en ellas me he
desarrollado. Cuando me notificaron que
la UPAV me concedería el máximo honor
que puede recibir un académico, un
científico o un hombre de letras, ser
Doctor Honoris Causa, me produjo una
honda emoción. Más al ver que en las
invitaciones las autoridades habían
hecho imprimir algunas palabras mías que
no recuerdo dónde pronuncié: “La única
conclusión a que puedo llegar, después
de andar rolando estos cincuenta años en
la literatura, el periodismo y la
academia, es que hay que replantear
seriamente al país. No me pregunte cómo.
No lo sé, porque ahora sólo soy una
especie de dinosaurio atrapado en el
hielo.”
De mi doble estirpe, Avilés y Fabila,
soy más Avilés que Fabila. Entre mis
familiares que del Estado de México
llegaron al DF, estaban connotados
integrantes del fantasmal grupo
Atlacomulco, cuando lo conformó Isidro
Fabela. No vivían lejos del poder. Ésta
no es mi intención. Yo sí he vivido
distante del Príncipe. El primer Avilés
que recuerdo, Gildardo F. Avilés solía
decir, entre ellos a José Vasconcelos,
que él no era subordinado de nadie y sí
insubordinado de todos. Prefiero esa
conducta, me va bien. Pero conlleva
riesgos. Por ello la obra de mi abuelo
se ha perdido. Al gobierno veracruzano
anterior le di un libro que pensé
valdría la pena reeditar (dado a conocer
por la antiquísima Sociedad Mexicana de
Geografía y Estadística): la
correspondencia entre el discípulo y el
maestro, es decir, entre mi abuelo y el
pedagogo Enrique C. Rébsamen, como
ejemplo de los méritos del antiguo
magisterio. No hubo reacción. Más bien
indiferencia total.
Mi parte veracruzana parece dominar. Me
subyuga el poema y la conducta aguerrida
del poeta Díaz Mirón, quien se
vanagloriaba de no inclinar ante nadie
su frente. En México eso tiene un costo
y se paga. Nunca he tocado puertas, pero
las mías están abiertas. Me regocijó que
el entrañable novelista Sergio Galindo
editara dos libros míos en la
Universidad Veracruzana, uno ilustrado
por José Luis Cuevas. Cuando recibí la
Medalla al Mérito Veracruzano no fue más
que un acto de cortesía de un político a
un ocasional compañero de estudios en
Europa. En breve la UPAV irá más lejos y
dará a conocer la edición conmemorativa
de mi novela
El gran solitario de Palacio,
concebida durante la matanza de
Tlatelolco que presencié, escribí en
París en 1969 y publiqué en 1970 en
Buenos Aires, aún ahora, luego de más de
cuarenta años, es crítica del sistema y
dueña de múltiples ediciones,
comentarios y traducciones.
Mención aparte merece mi amistad con el
narrador y ensayista Juan Vicente Melo,
a quien vi por última vez en esta
ciudad. Cuando en 1967, los
intelectuales de mayor peso criticaban
con ferocidad mi novela contracultural
Los juegos, él se atrevió a
defenderla y a mencionar como importante
el volumen de cuentos
Hacia el fin del mundo, escrito con
una beca del Centro Mexicano de
Escritores, bajo la dirección de Juan
Rulfo, Juan José Arreola y Francisco
Monterde, publicado por el Fondo de
Cultura Económica, junto a
El ala del tigre de mi amado Rubén
Bonifaz Nuño, nacido en Córdoba, en un
brillante ensayo que apareció justamente
en el suplemento dirigido por Fernando
Benítez, en plena pugna intelectual y
política con todo su grupo o séquito.
Sobrevivo insumiso en el capitalismo
salvaje elegantemente llamado
neoliberalismo. No he olvidado el
pensamiento de Marx, quien señalaba el
flujo y el reflujo como si fueran parte
de la dialéctica materialista, una
imagen. Como el mar, las ideas
socialistas van y vienen. Se derrumbó
una mala puesta en escena, no lo
fundamental del poderoso intelectual que
dijo, osado y seguro, algo magnífico:
Hasta hoy, los filósofos han querido
explicar el mundo, yo quiero
transformarlo. La idea, hermosa y
atrevida, sigue esperando.
Deseo agradecer públicamente a la UPAV
su gesto de hacerme Doctor Honoris
Causa. No se ha dejado llevar por la
corriente que premia y vuelve a premiar
a no más de cinco escritores cómodos a
los medios de comunicación y al sistema
político. Lo agradezco sinceramente, de
corazón.
Muchas gracias.
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