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Las
crisis económicas recurrentes en el país y las reformas
estructurales planteadas como solución han impactado
áreas especialmente sensibles para el mejoramiento social
de la mujer mexicana. Una de ellas es su inclusión en el
mercado laboral: conforme a la Encuesta Nacional de Empleo
2000, la mayoría de las mujeres desempeñan labores de baja
remuneración y se dedican a actividades estereotipadas
como “típicamente femeninas”.
Si
bien es cierto que la pobreza afecta tanto a hombres como
mujeres, tiene a estas últimas en una situación de mayor
vulnerabilidad. Vulnerabilidad que depende no sólo del
entorno económico, si no también de las prácticas
culturales y costumbres que relegan a la mujer de las
oportunidades de desarrollo de capacidades, del acceso a
los recursos o de la participación en la toma de
decisiones dentro y fuera del hogar, por mencionar algunos
ámbitos.
La
educación es una de la variables que cobra mayor
relevancia en esta situación social. Esto es así porque,
parafraseando a Amartya Sen, se relaciona estrechamente
con el conjunto de acciones o estados que las mujeres
pueden alcanzar, y que son considerados como
indispensables para elegir formas y proyectos de vida
específicos: inclusión en el mercado laboral, decisiones
reproductivas, participación política, salud e integración
familiar, entre otras. La menor presencia de mujeres en el
campo educativo, en especial en el medio rural, sugiere,
sin embargo, que el rol social y familiar asignado a la
mujer se contrapone a su empoderamiento.
Por
lo que toca al ámbito de la salud, cabe señalar que si
bien las condiciones de salud de la población han mejorado
de manera ostensible, lo cual se comprueba con el
aumento de la esperanza de vida al nacer, no se ha
asegurado que las personas gocen de más años de vida
saludable. Uno de los mayores problemas es la falta de
acceso del grueso de la población a la seguridad social,
lo que en el caso de la mujer se refleja en la elevada
incidencia de padecimientos prevenibles como el cáncer cérvico-uterino, el cáncer de mama o la mortalidad materna
por razones obstétricas; o endémicos, como el estado
nutricio de niñas y ancianas que se traduce en mayor
deterioro funcional a lo largo de su curso de vida.
A la
vulnerabilidad socioeconómica de la mujer se suma su
endeble posición al interior de los hogares. En efecto,
limitadas por constreñimientos de orden sociocultural, las
mujeres pobres no sólo sufren los embates de un entorno
adverso, si no que en el seno familiar son usualmente
víctimas de violencia de naturaleza diversa, como la
física, la emocional o la sexual.
En
suma, las mujeres que viven en la pobreza padecen
múltiples privaciones y carecen de acceso a recursos de
importancia toral. Generalmente no se recompensa ni se
reconoce su trabajo, sus necesidades en materia de
atención de la salud y nutrición no son consideradas
prioritarias, carecen de acceso adecuado a la educación y
a los servicios sociales de apoyo, y su participación en
la adopción de decisiones en el hogar y en la comunidad es
prácticamente nulo. Esto refuerza el círculo vicioso de la
pobreza, en el cual la mujer no puede acceder a los
recursos y los servicios indispensables para cambiar su
situación.
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