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Estela Guerra Garnica
Felipe Ángeles. Crónica de Seis Generaciones,
una investigación de
Estela Guerra Garnica
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2.Oct.2020
1968 Un antes y un después
crónica por Estela Guerra Garnica
(Texto incluido en la antología Flores para el no
olvido, editado por
Cecilia Figueroa Rodriguez
de Comuarte.)
En 1968 cursaba quinto año de primaria. El maestro era joven, no
muy alto, moreno, de cabello lacio y rasgos indígenas. Nos
explicaba con mucha claridad y paciencia. Hablaba mucho sobre la
importancia de que nos preparáramos, que mantuviéramos siempre
la idea de ser mejores, era realmente apasionado cuando nos
hablaba de valores como la libertad o el respeto que merecíamos
como mujeres, pues mi escuela era de niñas. También nos hacía
cantar en grupo canciones mexicanas e infantiles.
Un día faltó a clases y al siguiente, llegó muy golpeado. Él era
como muchos de su generación, idealista pidiendo lo imposible y
por lo mismo, víctima del acoso que la policía ejercía contra
todos los jóvenes, sobre todo si eran activos políticamente. Una
mañana de octubre, en las noticias del periódico que compraba mi
padre, leí que había habido problemas con los estudiantes y el
ejército, pero yo era pequeña para comprender.
En 1971 en la secundaria donde estudiaba, habían impuesto el
uniforme cuando antes no era un requisito y además, querían
aplicar una disciplina militarizada. Un día, el director nos
quiso obligar a marchar durante horas después del toque de
salida. A media tarde, con calor y hambre dábamos una y otra
vuelta con la mochila en la espalda por el gran patio. Era un
plantel donde cabían más de dos mil alumnos en cada turno. No sé
en qué grupos empezó el desorden, pero hubo un momento en el que
se deshizo la formación y todos corrieron hacia la puerta, casi
la tiraron antes de que algún trabajador pudiera abrirla. Yo iba
en medio del tumulto sin poder zafarme y sentí un gran alivio
cuando me vi fuera de la escuela. Después de eso, hubo una
huelga para destituir al director con toda su gente. Llegó una
administración que quitó el uniforme y las reglas autoritarias
que el otro había impuesto. La disciplina se relajó tanto que
quienes gobernaban ahí eran los alumnos de tercer grado, no
aceptaban límites, había una necesidad imperiosa de romper con
las imposiciones de la escuela, la familia y todo lo que
representara a la autoridad. La policía tenía prohibido entrar a
las escuelas, sólo habían pasado unos cuantos años de la matanza
del 68 y estaba fresca la del 71 en la que murió uno de mis
compañeros. Pero en las calles la violencia contra los
estudiantes era común. De hecho, era un riesgo para los
adolescentes caminar solos o en grupos pequeños, sabíamos que la
policía “apañaba” a cualquier joven con aspecto de hippie,
cabello largo o sandalias, todos eran considerados delincuentes.
Se les detenía y se les subía a las patrullas donde revisaban
sus pertenecías, eran golpeados o remitidos a las instalaciones
policíacas a donde los padres debían recogerlos. Con frecuencia,
se veía a algún compañero con huellas de golpes y comentaban
entre los amigos, “me apañó la tira, me quitaron mis cosas.”
Justo el 2 de octubre de 1978, asistí con algunos compañeros a
la toma simbólica de la Plaza de las Tres Culturas. Era un acto
político que representaba un homenaje a los caídos ahí en la
masacre de 1968. No teníamos mucho tiempo de haber llegado,
escuchábamos a algún trovador con canciones de protesta. Antes,
un orador había insistido sobre la importancia de esa toma
simbólica después de diez años. No se había intentado algo
similar desde de que el ejército acribillara a los estudiantes.
De pronto, como de la nada, apareció una nube de muchachos en
patines que casi nos atropellaron y tras ellos, corría otra nube
de policías con actitud amenazante. Al principio creí que iban
tras los niños pero cuando nos dimos cuenta que era contra
nosotros, no esperamos a que llegaran. Todos los presentes
salimos huyendo, conscientes de la posibilidad de que se
repitiera la masacre o acabáramos desaparecidos. Nos dispersamos
pero sentía que la policía nos pisaba los talones.
Luego de unas dos horas, regresamos lo más cerca que pudimos y
ya no había nada, sólo un montón de propaganda regada por el
suelo. Días después leí una nota donde el gobierno advertía que
no permitiría desafíos de esa naturaleza.
A 50 años estoy segura que hubo un antes y un después: antes no
teníamos voz, después nos callaron con balas, antes éramos
obedientes, luego fuimos delincuentes. Antes éramos inocentes,
luego supimos que nacimos donde el gobierno asesina a los hijos
del pueblo. Antes nos querían sometidos, después despertamos. Y
sigue vivo el lema: ¡Por nuestros compañeros caídos, no un
minuto de silencio sino toda una vida de lucha! |
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