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CHIHUAHUA…
DE MIS RECUERDOS
parte
1
Román
Corral Sandoval
El
Cerro Grande
Desde la plaza pública de la Colonia Dale, lugar favorito de nuestros
juegos y reuniones admiraba el Cerro Grande, al cual veíamos difícil
escalar algún día: era el Everest de los pobres, por inalcanzable,
testigo a distancia de nuestros juegos. Esta gran mole de piedra o
gigante dormido esperaba pacientemente de que algún día lo fuésemos a
visitar o a escalar; tendría que esperarnos, porque tanto mis amigos de
infancia como yo éramos alumnos del primer grado de la escuela primaria
“Juan Alanís” a la que ingresamos en septiembre de 1957. Éramos pequeños
para realizar tal proeza, nuestras piernas no eran fuertes para subir
este gigante rocoso. Cada día al levantarme y salir a la calle era este
cerro lo que dominaba nuestro horizonte visual, permanecía en el mismo
lugar desde hacía millones de años y bien podría “esperarnos” dos años
más a que subiéramos hasta su cima, lapso que era seguramente
irrelevante para su edad, pero importante para nosotros porque
prácticamente acabábamos de nacer y requeríamos acumular fortaleza
física y de la fortaleza espiritual ni hablar. Mis hermanos mayores y
sus amigos, adolescentes por cierto, nos presumían el haber caminado
cuesta arriba por la vereda ancha que conducía hasta la cima donde se
respiraba aire fresco y se admiraba panorámicamente a la Ciudad de
Chihuahua. Frente al panteón municipal existía un camino ancho de
terracería, desde el cual se admiraban extensos mezquitales y el Cerro
Grande lucía majestuoso con su tono gris inconfundible, al que juré
escalar algún día, cuando tuviera más edad, ya que siempre fui un
caminante pertinaz por necesidad y después por placer. Después esto lo
comprobé varias veces: en efecto, un fresco viento ligero pegaba en las
frentes sudorosas de los caminantes que extasiados admirábamos el lejano
paisaje urbano desde estas alturas; esa brisa era un bálsamo para los
cansados y agotados “exploradores” que osábamos posar nuestros pies en
la cima de este gigante de roca. Pero como no hay fecha que no se llegue
ni plazo que no se cumpla, en 1959, dos años más tarde de estas
conversaciones con mis hermanos mayores, junto con mis amigos de
infancia me decidí un sábado por la mañana, a realizar tal aventura:
conquistar el cerro más grande de la Ciudad de Chihuahua, situado en la
zona periférica sur que forma parte importante de mis recuerdos.
Comprobé que la panorámica de la ciudad era grandiosa y era verdad que
se podía respirar el aire fresco en la cima de esta solitaria montaña de
origen volcánico o diastrófico: por primera vez experimenté una
sensación de libertad y de insignificancia ante la majestuosidad del
Cerro Grande que para nosotros era un gigante dormido. Comparé mi
pequeña humanidad con su grandeza. Lo mismo volví a sentir el sábado 19
de septiembre de 1970, cuando por primera vez volaba en avioneta sobre
los cañones profundos y abismos enormes de la Barranca de Batopilas.
Volaba desde Creel rumbo al Poblado de Batopilas para iniciar una nueva
etapa de mi vida: la de maestro rural en la Sierra Tarahumara, que me
hizo dejar atrás la Colonia Dale, barrio más ligado a la historia de mi
infancia y adolescencia, donde viví de 1956 a 1970, en forma permanente.
De 1970 a 1977, prácticamente viví en la Sierra Tarahumara, laborando
como maestro rural en los municipios de Batopilas y Namiquipa y sólo en
periodos vacacionales regresaba a la Colonia Dale, el barrio de mis
recuerdos más claros de mi infancia. Recuerdo que en las faldas de este
cerro, que se puede observar desde cualquier punto de la Ciudad de
Chihuahua, existía una espesa vegetación compuesta por mezquites,
cactáceas como: nopales, cardenchas, biznagas y otras especies de
plantas rastreras, así como tecomates; cuando pude tener contacto
directo con sus alrededores que son unas pequeñas lomas subí a su cima
acompañado por algunos de mis amigos de la escuela primaria (o por mis
primos-hermanos que vivían en la calle 34ª # 5209); fue entonces cuando
conocí su gran diversidad de fauna, como arácnidos, víboras de cascabel
y otras especies de serpientes, grandes lagartijas con franjas de
colores, camaleones, liebres, coyotes, diferentes especies de insectos
como escarabajos y chapulines y de aves como: palomas, corre-caminos,
torcazas, chirulos, cuervos, zopilotes, aguilillas, gavilanes, y otras
aves de rapiña; batracios como: ranas y sapos que emergían de los
enormes charcos que se formaban con las lluvias del verano y que sus
croares se escuchaban hasta las viviendas, sobre todo al anochecer.
Estos grandes charcos de las cercanías del Cerro Grande, estaban
relativamente a corta distancia de los panteones de la Colonia Dale y se
producían debido a las excavaciones que realizaban, con picos y palas
los trabajadores de los camiones materialistas. En esas enormes
acumulaciones de agua de lluvia, fría y “chocolatosa”, yo nadaba junto
con mis amigos y primos-hermanos, de las cuales surgían muchos
renacuajos, a los que llamábamos “pichicuates,” con los que jugábamos;
solíamos llenar latas viejas con cientos de ellos que se movían
velozmente para luego llevarlos a otros charcos cercanos. En los arroyos
cercanos al Cerro Grande, bordeados por grandes mezquites y arbustos,
oía junto con mis primos los bellos trinos de pequeñas aves, algunas de
colores llamativos, mientras recolectábamos los frutos dulces alargados
y secos, en forma de vaina de estos árboles espinosos, aunque también
solíamos comer algunas tunas en la temporada de verano y cazar liebres.
El Cerro Grande y sus alrededores fue el primer contacto directo que
tuve con la Naturaleza como lo tuve con el dolor en el Panteón Municipal
cuando acompañaba a mi madre a visitar la tumba de mi hermano “El
Chinito” y después a la de su señor padre: mi abuelo Ramón. Varias veces
subí hasta la cima del Cerro Grande, acompañado en algunas ocasiones por
mi padre y hermanos; todas las personas que en esa época vivíamos en la
“Dale” teníamos como reto el llegar a la cima y para lograrlo existía
una vereda serpenteante marcada por los caminantes: era parte de nuestra
identidad realizar esta acción, porque éramos “gente del cerro”, de la
periferia, para arribar después a la cima de las ilusiones y
reflexiones, de los proyectos y sueños personales. En nuestra vida
futura, buscaríamos llegar a la cima de la realización personal,
mediante una entrega constante al trabajo, invirtiendo voluntad,
constancia y sacrificio, con honradez, decencia y nobleza, cualidades
que nos caracterizan a los chihuahuenses. Una prueba de ello fue el
haber formado una familia y este texto de mis memorias de infancia que
forma parte de la historia de una gran familia chihuahuense, mi familia,
a la que desearía pertenecer si volviera a nacer. Desde la cima del
Cerro Grande contemplaba en 1959 junto con mis amigos de infancia la
panorámica de la Ciudad de Chihuahua, esta gran ciudad que nos vio nacer
y de la que nuestras familias no poseían ni un metro cuadrado de
superficie. Sin embargo, desde aquí nos sentíamos amos y señores de esta
gran urbe que ha escrito páginas completas de la Historia Nacional y
hacíamos lo propio para escribir la nuestra.
Esa historia personal, a la que casi nadie interesa, la que vive
solamente en nuestros recuerdos que afloran en el silencio de la noche o
en los rincones profundos de nuestros sueños, esa historia personal que
será sepultada junto con nuestros cuerpos inertes y que se perderá en
los confines inconmensurables de la eternidad. Distinguía a lo lejos al
panteón municipal de este barrio periférico donde yace enterrada la
parte más importante de mi historia familiar: donde descansan en paz mis
seres queridos quienes vivieron en constante lucha contra la desigualdad
y marginación social. Este gigante de roca estaba rendido ante nuestros
pies infantiles y nos servía como un faro sirve a los marineros para
escrudiñar más allá de alta mar. Por lo pronto éramos dueños de algo
tangible pero creo que también a nuestra corta edad percibíamos que lo
éramos de nuestros propios destinos, a los que debíamos darles correcta
dirección para llegar con éxito a puerto seguro en el futuro navegar por
años ignotos. Estábamos en la cima de las ilusiones que representaba la
brújula perfecta para empezar a darle rumbo correcto a nuestras
existencias. Luego de contemplar por largo rato, desde lo alto de este
cerro la panorámica de la ciudad, dirigía mi vista más cerca rumbo al
oriente, donde se encuentran los dos panteones contiguos. En la cima de
este cerro nos sentíamos libres y percibíamos con claridad, en forma
inobjetable, la seguridad de que nuestras almas tenían total cabida en
el Universo; desde estas alturas estábamos más cerca del “cielo” lo que
aprovechaba para escudriñar entre las nubes más grandes porque me
imaginaba que detrás de las mismas podrían aparecer repentinamente las
imágenes queridas de mi hermano fallecido y de mi abuelo Ramón, debido a
que mi madre y mi abuela siempre me dijeron que ellos estaban en ese
lugar o bien que habitaban en cualquier estrella brillante del
firmamento de la noche.
En la cima del Cerro Grande las ilusiones y sueños parecían algo
tangibles; surgía en nuestros seres la esperanza de un mejor mañana; sin
hablar, todo lo contemplábamos desde estas alturas que surcaban algunas
aves y un viento fresco nos reanimaba como recompensa por escalar esta
pronunciada cuesta arriba, acción que a nuestra corta edad representaba
una verdadera proeza y osadía. Aquí en la cima nos sentíamos libres y
esta sensación sería inseparable de nuestras vidas; el sentirse y ser
libres sería la principal característica de nuestras vidas, rasgo
principal de nuestras personalidades, nada valdría más e inclusive
lucharíamos por el derecho de poseer esta cualidad. Este gigante
dormido, que según los geólogos fue un activo volcán, nos recibía en su
seno y como una madre amorosa nos brindaba, sin condición alguna,
tranquilidad y consuelo. La cima era el refugio seguro a la hiriente
frustración que causa la desigualdad social que ya sentíamos en nuestra
corta edad, debido a nuestra lastimosa situación; frecuentábamos este
sitio especial porque reanimaba nuestras almas: aquí nos gustaba estar,
porque abajo solamente contábamos con el amor de nuestros padres quienes
también sufrían a su modo la pobreza.
En 1964, terminé mi educación primaria e ingresé a la Escuela
Secundaria Federal Número Uno, hecho que me separó de la mayoría de mis
amigos de infancia porque otros retos me esperaban en esta nueva etapa
de mi vida. El Cerro Grande y los mezquitales que lo rodeaban era
nuestra área consentida de juego y permanencia; nos sentíamos plenamente
identificados con esta parte de la Ciudad de Chihuahua: aquí
caminábamos, corríamos, nadábamos y gracias a estas acciones en nuestra
adolescencia contamos con buena condición física que nos sirvió para
aguantar las caminatas a la escuela secundaria del centro de la ciudad
que funcionaba en el edificio histórico a donde arribó el licenciado
Benito Juárez García el 12 de octubre de 1864, que hoy ocupa el Museo de
la Lealtad Republicana o “Casa de Juárez”. Desde estas alturas, después
de habernos perdido por algunos minutos en nuestros pensamientos y en
las contemplaciones del paisaje que en forma panorámica teníamos del
caserío de adobe de la Colonia Dale y de la ciudad completa, optábamos
por lanzar fuertes gritos para escuchar el eco de nuestras voces y luego
cantábamos en coro alguna melodía de la época o de las canciones que nos
enseñaban en la escuela primaria “Juan Alanís” donde recibíamos clases
de canto una hora a la semana impartida por un maestro que tocaba un
viejo piano quien nos enseñaba la letra y la música de canciones
populares como “La Máquina 501”, que grabara exitosamente Francisco “El
Charro Avitia”, originario de Ciudad Juárez, frontera donde hoy, 27 de
noviembre de 2012, escribo estos primeros relatos de mi estancia en la
Colonia Dale, de 1956 a 1970 cuando tuve que salir de mi barrio para ir
a laborar como maestro rural a la Sierra Tarahumara y vivir directamente
la marginación social realizando caminatas de decenas de kilómetros en
las que empleábamos otros maestros rurales y yo varias horas, vivencias
que plasmé en mi primer libro titulado:
Rumbo a Batopilas. Memorias de un maestro rural,
publicado en enero de 2005.
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