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más de José Antonio Durand
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“La suya era una
oscuridad impenetrable. Le miré como
uno observa a un hombre
que yace en el fondo de un precipicio
donde el sol no brilla
nunca...vi la
expresión del orgullo
sombrío, del poder
despiadado, del terror pavoroso; de una
desesperación intensa y
desesperanzada... gritó dos veces, un
grito no más fuerte que
una exhalación: ¡El horror! ¡El horror!”
Joseph Conrad
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En la muy libre adaptación cinematográfica de la
espléndida novela de Joseph Conrad El Corazón
de las tinieblas, realizada genialmente por
Francis Ford Coppola con el título de
Apocalipsis now, no hay nada más apropiado
que un breve pero intenso recorrido por la
guerra de Vietnam, para penetrar en las entrañas
mismas de la oscuridad, en esa parte gris y
negra del corazón del hombre.
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Los horrores de la guerra de Vietnam
constituyen el rostro sin maquillaje del
verdadero infierno donde la locura encuentra su
nicho bajo el cobijo de la penumbra de una selva
casi impenetrable, a la cual sólo se accede -con
total incertidumbre- a través de un peligroso y
traicionero río que, como serpiente, acecha
pleno de misterios a delirantes personajes
descritos con elocuente maestría por el trabajo
cinematográfico de Coppola quien, paralelamente,
contribuye a conformar el testimonio fílmico de
una de las páginas más vergonzosas –de las
muchas que tiene– la historia de los Estados
Unidos de Norteamérica. |
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En el significado simbólico que se
encuentra en el fondo del viaje a la selva, se
halla el miedo a lo nuevo, a lo desconocido, al
protagonismo en una historia de brutalidad y
salvajismo que en la novela de Conrad aparece
como proyecto de “Supresión de las Costumbres
Salvajes” a las cuales, ya en la libre
interpretación de Coppola, sucumben de manera
irremediable los personajes en el contexto de
locura al que remite el horror de la guerra,
suprimiendo todo vestigio de humanidad en el
hombre para hacer de él un verdadero animal
salvaje en su más vil expresión depredadora. |
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En la misión que Coppola asigna al
siniestro personaje con licencia de sicario en
Apocalipsis now, es como si una historia
personal muy íntima le hubiera sido comunicada a
un intruso que irrumpe con su encargo justiciero
en un mundo tormentoso y desequilibrado,
habitado y construido con la implantación del
terror por un Marlon Brando convertido en deidad
de carne y hueso. |
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Al parecer, los antecedentes de la historia
del dios Brando le cerraban al encargado
de matarlo alguna posible salida. Era como si
todas las puertas le hubieran sido cerradas y
mantuvieran al asesino en una encrucijada aviesa
donde el río, esa serpiente amenazante, tiene
como único destino el centro mismo de la
oscuridad, al que debe llegar el sicario
atendiendo la voz salvaje del corazón que se
esforzaba por rebelarse a una verdad de dolor
inconmovible. Porque cumplir esa misión de
guerra es acudir al deseo infamante de descender
a la más baja condición del ser humano, es
llegar a ese lugar selvático donde la animalidad
se sobrepone a la conciencia y la suprime. |
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Las convicciones del militar criminal descansan
en las creencias que integran su verdadera
personalidad y que cumplen sus deseos genuinos
en tanto que: obedecen a un proyecto de
trascender matando; satisfacen intereses
permanentes de un país que fomenta la guerra con
una economía de Estado basada en la producción
de armamento; otorgan un sentido a su vida y son
en suma las razones tenebrosas que tiene el
corazón hambriento de poder y que la razón no
conoce. |
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Willard
–tal
es el nombre fílmico del personaje con encargo
de matar–,
en una actitud enfermiza, encuentra en el
sometimiento de sus ideas los juicios de un
sádico placer comparable con las dulces
sensaciones que experimentaba al ser flagelado
su cuerpo, por torturas provenientes de sus
propias manos, en un ritual de extravagantes
dispositivos y de rudimentarias tecnologías
concebidas bajo los influjos de las drogas y el
alcohol, en medio del hastío de una vida de
segunda de un militar igualmente de segunda;
tecnologías desplegadas con el enfermo afán de
proveerse el dolor físico que le resultaba tan
necesario e indispensable, como cualquier droga
al vicioso, para poder acudir a la cita con la
historia. |
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Haciéndose Willard el mayor daño posible,
agrediéndose a sí mismo como fórmula inequívoca
de una relación libremente elegida consigo mismo
y plenamente aceptada como única posibilidad de
encontrarle sentido a la vida en una muerte
lenta, pero de degradación creciente en tanto
que pudiera ofenderse más aún la condición
humana en una empresa de guerra tan desigual
como la que emprenden los Estados Unidos contra
el país asiático. |
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Si en algo alivia, puede considerarse que
cuando a Willard le comunican su misión de
homicidio no había ya posibilidad alguna de
recuperar en el dios Brando el mínimo
vestigio de respeto que un ser humano se debe a
sí mismo. |
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Que Willard matara al dios Brando
era, para este último, un acto de humillación
terrible en el sometimiento de un deseo
afiebrado a una voluntad impertérrita, venida de
la comodidad del escritorio de una oficina desde
donde dan las órdenes los altos jerarcas de la
milicia o de la política y de las cuales, en no
pocas ocasiones, depende la vida de mucha gente
como fue el caso de los múltiples crímenes
cometidos en Vietnam en la década de los
sesenta. |
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La relación entre Willard y Kurtz –nombre
este último del personaje que actúa Marlon
Brando– era el juego azaroso de las
dominaciones, donde ambos habían descendido ya a
los más bajos fondos de la miseria humana. Y esa
era, justamente, su razón de ser ante la vida.
Es el cinismo que se abre paso con elocuencia
morbosa entre acciones nefastas que sólo
refuerzan más la condición de dependencia que,
de no ser así de enfermiza, podría llamarse
admiración u odio, cualquiera de los dos
extremos de la pasión del hombre en la más
intensa de sus expresiones. |
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Era sin embargo una muy productiva relación
donde el poder y el saber se daban siempre cita
puntual, entre los dos personajes, con
instrumentos del lenguaje jamás esgrimidos por
nadie. Era la enfermedad llevada a sus más
escandalosos excesos; algo así como un
caracol deslizándose lentamente por el filo de
una hoja de afeitar. |
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Todo parece indicar que
Francis Ford Coppola
pensaba que una relación, así de patológica,
resulta en extremo útil al espectador, toda vez
que genera las claves con las que puede
indagarse en los vericuetos de la incomprensible
naturaleza humana, para aproximarse a entender
de qué están hechas las emociones, los
sentimientos, el odio y el amor... ¡en el acto
mismo de matar!, y estar así en condiciones de
responder, tal vez para siempre, la pregunta de
qué rostro tiene la guerra tras la máscara con
que se ocultan los verdaderos intereses que la
mueven. |
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De regreso a la película y hacia el final
de la misma vemos el gusto cruel del
dios
Kurtz-Brando
por la sordidez, evidenciado en la escalofriante
y paradójicamente bella escena de las
incontables cabezas separadas de sus cuerpos y
colocadas en astas, con las que se “adorna” la
especie de adoratorio desde donde opera el poder
omnímodo del militar enloquecido, que resulta
para Willard (y seguramente también para su
equipo de asesinos drogados) una referencia
vulgar que posibilita experimentar nuevas
sensaciones, de mayor impacto que cualquier otra
antes vivida, y que lo lleva a buscar
afanosamente en su interior la razón que
justifica el encargo mortal, evitando así
herirse en las heridas que le causa la anomia
(compartida en la realidad por gran cantidad de
soldados que sufren el choque de la transgresión
a principios y valores morales en el ejercicio
de su función beligerante donde matar o morir es
lo mismo).
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El grito terrible de Kurtz -“¡El horror
¡El horror!”- ante el infierno de lo vivido,
ante los deleznables actos de oprobio cometidos,
es en sí el reconocimiento de su persona en el
carácter animal de apetitos abyectos, en lucha
permanente por vencer los últimos vestigios de
moralidad sobre el uso del poder y sus placeres.
Aunque irónicamente, ya que se profirió en el
umbral de su muerte, ese desgarrador grito de
Kurtz era como si fueran
definiéndose en él
–quizá demasiado tarde–
los
componentes de la ambivalencia de sus acciones y
pensamientos, componentes antitéticos de maldad
y bondad: maldad como práctica y bondad como
idea (remota) de arrepentimiento.
Provocar el horror
y después morir reconociendo en la incoherencia
de la guerra el espacio mismo de “¡El horror
¡El horror!” en el cual se participó con
cinismo y crueldad.
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Pero ahora la balanza se había inclinado definitiva y
exclusivamente hacia la maldad en una especie de aquelarre
diabólico; y la perversión de actos e ideas, como resultado de dicho
conciliábulo, se sincronizaban para dar coherencia a las tinieblas
de la guerra.
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En una forma aberrante de resistencia, decenas de bracitos de
niños que fueron vacunados por
estadounidenses, relata Brando-Kurtz,
fueron amputados por sus padres y expuestos en montículos en cada
una de las aldeas por donde cruzó la “bienhechora” campaña sanitaria
con que el enemigo deseaba, sin lograrlo, expiar sus culpas.
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“¡El horror!” referido en ese espacio de ambigüedad, es
una especie de vacío de emociones llegando al grado de ahuyentar los
pensamientos con esa voz como gemido con la que se habla para no
estar solo, y que a veces parecen ser balbuceos inconscientes
escapados del misterio profundo de los sueños en su expresión de
territorio ingobernable por la terrible congoja. Dice Conrad:
“Era como un duro peregrinar en medio de indicios de pesadillas”
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