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“Ah, como serás
pendejo, pégame, güey”, me dijo
Olegario, el crucificado, bueno, el
escogido para subir a la cruz.
Aprovechaba que la gente cantaba
“Hosanna en las alturas, bendito es el
que viene en nombre del Señor”. “Pégame,
pedazo de güey” me repitió. Claro, a él
no le dolían los latigazos de papel que
le dábamos, pero a nosotros sí nos
dolían las pedradas y los huevazos de
harina que nos atizaba la gente. Era la
primera caída y sí, recordaba, según
programa, que ahí teníamos que pegarle
entre los dos guardias pretorianos que
íbamos con él, para que se levantara. El
látigo de papel estaba embarrado de
pintura roja para que pareciera que a
cada golpe le sacábamos sangre. Pero yo
no quería atizarle. Ni el otro güey que,
caminábamos, uno a cada lado del Cristo,
al frente de un escuadrón de
pretorianos. La gente nos había traído a
pedradas y escupitajos por golpear al
crucificado con el chicote. Luego, en
vez de pegarle le ayudé a levantarse de
la primera caída porque me empezaron a
llover limonazos y jitomatazos que el
dueño de un puesto de verduras de la
esquina había repartido entre la gente.
Y el cabrón del Olegario, el Cristo, se
me acercaba y en la cara me decía
“pégame, pendejo, pégame, chingá, en vez
de que me ayudes, pégame, güey”, y
trataba de que nadie se diera cuenta; y
la gente gritándonos “malditos asesinos”
y las señoras hincadas llorando y
rezando y los chavos mentándonos la
madre y uno que otro borracho gritando
quesque para poner orden y los turistas
o algún reportero que se atravesaban
para tomarnos la foto y los policías
divirtiéndose con tanta chingadera y los
pretorianos de a caballo, según ellos,
nos iban cuidando, pero casi nada podían
hacer por más que les echaban encima el
animal a los estorbosos, pero de repente
a ellos también los apedreaban. Se
levantó el Cristo diciéndome “Chingada
madre, eres rependejo, cabrón, o te
faltan güevos o qué chingaos”,
acercándoseme para que no lo oyeran y
acomodándose las barbas postizas y la
corona de espinas que no tenía espinas
porque era de ramas de pirul. Y así
seguimos avanzando bien sudados,
empolvados y bañados porque no faltó un
hijo de su chingada madre que sacó su
manguera desde la azotea de su casa y
nos echó agua, según para refrescarnos;
nos alcanzó a bañar el hijo de la
chingada y no podíamos decirle nada,
hasta que un pretor jinete le gritó “No
eches agua, cabrón”. “Pos es para que se
refresquen”. El Cristo le dijo al pretor
“Dile a ese hijo de su puta madre que no
nos moje”, se le iba cayendo el
maquillaje que le pusieron para que
simulara la sangre. El pretor le dijo
“Ciérrale a tu chingadera porque te voy
a echar a la policía”. Y le cerró, pero
ya nos había bañado. El nazareno iba
bien emputado cargando su cruz después
de que lo bañaron. Con el agua se empezó
a deshacer mi casco de romano, se
arrugaron las cintas de guerrero que
usaban como faldita y que me las hice de
cartón lo bueno es que en el rayo del
sol nos secamos rápido, avanzando entre
los gritos y los lloriqueos, gente que
nos insultaba y gente que lloraba por el
martirio del Cristo y gente que cantaba
“Oh, María, madre mía, oh consuelo del
mortal. Amparadme y llevadme a la patria
celestial” porque la virgen María,
acompañada por la Magdalena, que era su
amiga, santa Marta que le puso el santo
sudario al Cristo, santa Isabel que era
su prima y santa Ana, su mamá; habían
pasado quizá un minuto antes que
nosotros en un carro alegórico lleno de
niños disfrazados de angelitos y
lanzándole flores a la gente. |
Yo iba sudando debajo del casco de
romano que era un casco de albañil al
que le pegué el penacho y el barbiquejo
de papel plateado y que ya se iba
deshaciendo, el traje de romano ya lo
traía desgarrado porque, apenas saliendo
la procesión, un borracho me jaloneó
para que ya no golpeara al Cristo,
también traía la vaina de la espada
vacía pues en el jaloneo con el borracho
no supe dónde quedó. |
Llegamos a la segunda caída. |
Todos los guardias ya estábamos urgidos
de que aquello terminara. La gente
estaba muy agresiva, el Cristo muy
exigente con nosotros para lucirse, los
jinetes bien fastidiados de cuidar que
su caballo no aplastara a un chamaco o a
una ruca de las que llorando se hincaban
al paso del Cristo. Así que,
aprovechando que se detuvo cuando,
después de bajarse del carro alegórico
llegó Santa Marta, o no sé cómo se llama
la que le limpió la cara para que se
quedara impresa en el santo sudario, lo
más discretamente que pude me le acerqué
cuando se fue la mujer y le dije “Pos ya
tírate, cabrón, ya no hacemos la tercera
caída, te tiras y metemos al Simón
Cirineo a que te ayude a cargar y nos
vamos al cerro con dos caídas nomás y
que chingue a su madre el mundo”. Se me
quedó viendo bien emputado, de pronto se
me figuró que quería tirar la cruz y
decirnos “Vayan a la chingada y busquen
a quien crucificar”; pero no, me dijo
“Ni madres, güey, ‘ora se chingan, le
voy a decir a don Cataneo que ya le
sacaron a los chingadazos y vas a ver
que no los vuelven a meter en esto; pos
es su penitencia, cabrones, ¿o qué,
quieren todo muy fácil?”. Pero entonces
Rosauro, un centurión de a caballo, se
bajó, vino con el Cristo y le dijo
“Vámonos a la chingada, ya nos atrasamos
mucho, ya teníamos que estar allá
arriba, los que te van a crucificar ya
deben estar desesperados porque no
llegamos, agárrate de un brazo de la
cruz y yo de otro y vámonos en chinga”.
Pero el Nazareno estaba emperrado en
lucirse todo el camino y le dijo al
centurión que no, que él iba a cargar la
cruz hasta donde lo entregáramos.
Rosauro, el centurión, le dijo al
Cristo, “Pos si no la cargas tú, la
cargo yo, cabrón, pero de aquí ya nos
vamos, güey”. Rosauro, enfurecido porque
la gente lo había maltratado mucho, ya
con la urgencia de salir lo más rápido
posible del brete, cometiendo una
blasfemia, le quitó la cruz al
Jesucristo y la echó en ancas al
caballo, le hizo un nudo sencillo, se
trepó al animal y se fue a paso ligero.
Todos los guardias nos fuimos detrás de
él trotando. El Cristo se quedó parado
sin saber qué hacer, luego se fue igual,
trotando detrás del caballo. La gente
empezó a aplaudir porque así, el
centurión le estaba evitando sufrimiento
al buen Jesús. Las viejitas le echaban
la bendición llorando al caballero que
arrastraba la cruz amarrada a su
caballo. Luego Olegario el Cristo le
dijo “Ya me quitaste la cruz, ahora
déjame subir al caballo por lo menos, no
la chingues” y el jinete detuvo su
caballo que se encabritó un poco y le
dijo “Súbete pues, aquí junto a la cruz,
en ancas”. Y subiéndose las faldas de su
camisón el Cristo se subió al caballo y
así se fueron. Las viejitas estaban
felices y de pronto empezaron a
aventarle flores al jinete que había
rescatado a Olegario el Cristo. |
Así llegamos a donde había que
entregarlo. Ese era mi último trabajo en
la representación. Olegario, el Cristo,
se bajó del caballo, dos señores le
ayudaron, creerían que iba muy
lastimado. Ya descansado agarró su cruz
y se la cargó. El Simón Cireneo, que
tenía que haber entrado en la tercera
caída que ya no la hubo y que había
llegado ahí corriendo como el resto
caminó junto al Cristo ayudándole con la
cruz y yo me adelanté hasta quedar
frente a la comitiva de crucifixión que,
bien asoleados esperaban desde una hora
antes al Cristo. Me planté, me dieron el
micrófono que se viciaba haciendo un
ruido espantoso y canté mi parlamento: |
En tus manos, Cayo Flavio, romano
centurión, |
entrego al nazareno a tu consideración, |
lo vas a ejecutar en la cruel
crucifixión |
y hasta aquí llegó mi obligación.
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Recordé que me habían advertido “Más
vale que, cuando entreguen al Cristo,
ustedes le corran, a que nosotros le
hablemos a la policía si los llegara a
agarrar la gente y que los granaderos le
vayan a pegar a la gente, ya ves que son
muy brutos, ni lo mande Dios, no vaya a
haber un escándalo, se acaba esta
tradición tan bonita. Mejor le corren y
se meten a la casa de doña Santiaga que
es la verde que se ve allá, ¿sale? De ti
depende todo, Pancho”, me dijo don
Cataneo, que fue el organizador de
lugares. |
Se llevaron al Cristo a crucificar. Les
dije a mis pretorianos “Cuando llegue el
Pancho --que era uno de los de ayuda de
a caballo-- nos vamos corriendo atrás de
él para que nos abra camino”; pero el
pinche Pancho no podía pasar porque
había mucha gente y nos estaba dejando
solos; los centuriones ya se habían
llevado al crucificado y la gente nos
estaba apedreando. Tomé la decisión de
correr con mi gente sin la protección
del caballo que no podía pasar, estaba
como a unos treinta metros de nosotros.
“¡Vámonos en chinga porque este güey no
va a llegar!” les dije a mis muchachos.
Me quedé hasta el final para que todos
corrieran adelante de mí, no quería que
se me fuera a quedar alguno. Corríamos y
nos aventaban huevos con harina o
confeti, en broma; pero también
jitomates y piedras, en serio. Ellos
iban unos ocho metros adelante de mí y a
algún hijo de la chingada se le hizo
fácil atravesarse en mi camino y meterme
el pie. Traté de esquivarlo como jugador
de futbol americano pero de seguro este
güey jugaba futbol pero sóquer porque me
aplicó al tobillo un bonito faul que me
hubiera hecho caer de pura jeta si no es
porque metí las manos. Me levanté lo más
rápido que pude, aunque todo raspado, y
se me juntó un chingo de gente. Me
agarraron del traje de romano y se
pusieron a zarandearme, “¿adónde
chingaos vas, cabroncito, corriendo como
pinche loco?”, me di el jalón y me
rompieron mi traje, me agarraron de los
brazos y traté de zafarme y entonces
empezaron a golpearme. Y cometí el error
de defenderme. Repartí unos cuantos
chingadazos, pero fueron más --como al
cuatro por uno-- los que recibí, lo
bueno fue que por golpearme me soltaron
y seguí corriendo. Alguien alcanzó a
agarrarme de la ropa, me zafé y corrí;
cuando ya llevaba un cacho corriendo me
di cuenta de que ya iba encuerado, nomás
llevaba calzones; mi disfraz ya me lo
habían despedazado y, además, ahora sí
estaba solo, ya no veía a mis
pretorianos. Entonces cometí el segundo
error, en vez de correr más fuerte me
detuve, ya iba solo, en calzones y
huaraches y estaba un poco alejado de
donde iba el Cristo para ser
crucificado. Entonces sí empezaron a
meterme una soberana madriza. Era mucha
gente la que se acercó y me pegaban con
el puño los hombres, me rasguñaban las
mujeres, me jalaban los cabellos las
señoras. Estaban como enloquecidos y se
desahogaban contra mí. Porque estaba
desnudo, porque pensarían que era un
loco drogado, depravado y violador,
porque querían desquitarse en alguien,
porque les iba mal en todo, porque
varios hombres y mujeres estaban
borrachos, porque son pobres y porque
¿qué chingaos hace un cabrón corriendo
encuerado en donde representaban la
divina pasión de Cristo?, o pensarían
simplemente que yo era el vivo Diablo,
¿por qué no? |
No sé cómo pude salir de esa corriendo
en medio de tanto pueblo y corrí con
todas mis fuerzas. Ya iba por los
lugares donde no hay tanta gente y pude
avanzar hacia la casa de doña Santiaga,
donde nos cambiamos de ropa, pero
empezaron a gritar “¡Agárrenlo, está
loco, va drogado, es violador!”. Y era
creíble porque ya iba yo completamente
desnudo y golpeado, sangrando de verdad.
Pero seguí corriendo. Parecía que me iba
a escapar, pero hubo un genio que oyó
los gritos, se hizo de una piedra de
buen tamaño, se me paró de frente y
cuando me tuvo cerca me la estrelló en
la jeta con sólo atravesarla en mi
camino. Vi algo como una enorme luz
junto de mis ojos. Quedé tan aturdido
que cuando me di cuenta estaba en el
suelo. La vista se me había oscurecido
pero traté de seguir corriendo aunque
iba a gatas; ahí me fueron golpeando. No
sentía dolor pero sí sentía los golpes,
como flashazos cuando me pegaban en la
cabeza y piquetes cuando me atinaban en
el cuerpo. Me estaban apedreando y me
daban una que otra patada. De pronto
recibí un patadón en las costillas que
sólo me hizo sentir vacío, dejó de
entrarme aire y no pude moverme más.
Entonces sí me golpearon. Alcancé a ver
que me daban con un garrote. Luego todo
se hizo oscuro y no supe más. Dicen que
los guardias que mandé primero avisaron
a los judíos, los fariseos, que ya
habían terminado su papel, y éstos junto
con otros romanos y gente del barrio
vinieron a salvarme. No creo que
hubieran llegado a matarme a golpes,
pero qué bueno que me salvaron. |
Cuando desperté estaba en un hospital
del Seguro. Me contaron que al recibirme
los médicos dijeron “Mira nomás, está
hecho un Santocristo” y supe que les
contestaron “No, si nomás era uno de los
romanos el pobre güey”; al despertar sí
tenía dolores en todo el cuerpo o más
bien un solo dolor que era mi cuerpo
entero. También estaba horriblemente
aturdido, drogado. Tenía un collarín
para que no moviera el cuello, un brazo
enyesado, una manguera metida por la
nariz hasta lastimarme la garganta, otra
manguera que, terminada en aguja se
encajaba en el dorso de mi mano derecha
y, lo peor de todo, una manguera
encajada en el culo. |
Los amigos asistieron a verme. Unos se
burlaban, otros simulaban condolerse,
pero estoy seguro que hacían chistes a
mi costa. Sabíamos que hay que salir
corriendo del lugar porque la gente no
quiere a los romanos que crucificaron a
Cristo. Y todos tenían la idea de que yo
era muy pendejo porque me quedé a que me
golpearan. |
Al tercer día vino a verme el
crucificado, Olegario Malagón, bendecido
por la gente del barrio, admirado por
los que tenían la suerte de ser sus
amigos, adorado por las viejitas que le
besaban las manos y las mejillas cuando
se lo encontraban en la calle,
entrevistado por los periódicos y, una
vez, por televisión en su propia casa
con su familia, respetado por los
señores y estimado por los padrecitos de
las parroquias de la colonia, pero, lo
más doloroso, perseguido por las mujeres
el hijo de la chingada, perseguido por
las más bonitas para darle... lo que él
les pidiera, pecando o sin pecar. Fue a
visitarme al hospital. Lo vi entrar muy
contento, radiante, lo acompañaba una
preciosa muchacha que no reconocí.
Hubiera querido decirle “Ándate a la
chingada de aquí, cabrón, qué chingaos
vienes a burlarte de uno”. Pero por la
chulada de mujer que iba con él no dije
nada. |
–¿Qué te pasó, güey –fue lo primero que
dijo. |
No le contesté. Se asustó. Me miró un
rato afortunadamente breve y se largó. |
Dijo que yo estaba muy grave, que no
podía hablar y que no reconocía a nadie. |
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