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De Charles Dickens
EL MANUSCRITO DE UN LOCO
2ª
parte
Ahora no recuerdo ni las formas ni los rostros,
pero sé que ella era hermosa. Sé que lo era,
pues en las noches iluminadas por la luna,
cuando me despierto sobresaltado de mi sueno y
todo está tranquilo a mi alrededor, veo, de pie
e inmóvil en una esquina de esta celda, una
figura ligera y desgastada de largos cabellos
negros que le caen por el rostro, agitados por
un viento que no es de esta tierra, y unos ojos
que fijan su mirada en los míos y jamás
parpadean o se cierran. ¡Silencio! La sangre se
me congela en el corazón cuando escribo esto…
ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy
pálido y los ojos tienen un brillo vidrioso,
pero los conozco bien. La figura nunca se mueve;
jamás gesticula o habla como las otras que
llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho
más terrible, peor incluso que los espíritus que
me tentaban hace muchos años… Ha salido fresca
de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.
Durante casi un año vi cómo ese rostro se iba
volviendo cada vez más pálido; durante casi un
año vi las lágrimas que caían rodando por sus
dolientes mejillas, y nunca conocí la causa. Sin
embargo, finalmente lo descubrí. No podía evitar
durante mucho tiempo que me enterara. Ella nunca
me había querido; por mi parte, yo nunca pensé
que lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y
odiaba el esplendor en el que vivía; pero yo no
había esperado eso. Ella amaba a otro y a mí
jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa.
Me sobrecogieron unos sentimientos extraños y
giraron y giraron en mi cerebro pensamientos que
parecían impuestos por algún poder extraño y
secreto. No la odiaba, aunque odiaba al muchacho
por el que lloraba. Sentía piedad, sí, piedad,
por la vida desgraciada a la que la habían
condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía
que ella no podía vivir mucho tiempo, pero el
pensamiento de que antes de su muerte pudiera
engendrar algún hijo de destino funesto, que
transmitiría la locura a sus descendientes, me
decidió. Resolví matarla.
Durante varias semanas pensé en el veneno, y
luego en ahogarla, y en el fuego. Era una visión
hermosa la de la gran mansión en llamas, y la
esposa del loco convirtiéndose en cenizas. Pensé
también en la burla de una gran recompensa, y
algún hombre cuerdo colgando y mecido por el
viento por un acto que no había cometido… ¡y
todo por la astucia de un loco! Pensé a menudo
en ello, pero finalmente lo abandoné. ¡Ay! ¡El
placer de afilar la navaja un día tras otro,
sintiendo su borde afilado y pensando en la
abertura que podía causar un golpe de su borde
delgado y brillante!
Finalmente, los viejos espíritus que antes
habían estado conmigo tan a menudo me susurraron
al oído que había llegado el momento y pusieron
la navaja abierta en mi mano. La sujeté con
firmeza, la elevé suavemente desde el lecho y me
incliné sobre mi esposa, que yacía dormida.
Tenía el rostro enterrado en las manos. Las
aparté suavemente y cayeron descuidadamente
sobre su pecho. Había estado llorando, pues los
rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre
las mejillas. Su rostro estaba tranquilo y
plácido, y mientras lo miraba, una sonrisa
tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse la
mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó…
había sido tan sólo un sueño pasajero. Me
incliné de nuevo hacia delante y ella gritó y
despertó.
Un solo movimiento de mi mano y nunca habría
vuelto a emitir un grito o sonido. Pero me
asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en
los míos. No sé por qué, pero me acobardaban y
asustaban; y gemí ante ellos. Se levantó, sin
dejar de mirarme con fijeza. Yo temblaba; tenía
la navaja en la mano, pero no podía moverme.
Ella se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba
cerca, se dio la vuelta y apartó los ojos de mi
rostro. El encantamiento se deshizo. Di un salto
hacia delante y la sujeté por el brazo. Lanzando
un grito tras otro, se dejó caer al suelo.
Podría haberla matado sin lucha, pero se había
provocado la alarma en la casa. Oí pasos en los
escalones. Dejé la cuchilla en el cajón
habitual, abrí la puerta y grité en voz alta
pidiendo ayuda.
Vinieron, la cogieron y la colocaron en la cama.
Permaneció con el conocimiento perdido durante
varias horas; y cuando recuperó la vida, la
mirada y el habla, había perdido el sentido y
desvariaba furiosamente.
Llamamos a varios médicos, hombres importantes
que llegaron hasta mi casa en finos carruajes,
con hermosos caballos y criados llamativos.
Estuvieron junto a su lecho durante semanas.
Celebraron una importante reunión y consultaron
unos con otros, en voz baja y solemne, en otra
habitación. Uno de ellos, el más inteligente y
famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que
me preparara para lo peor. Me dijo que mi esposa
estaba loca… ¡a mí, al loco! Permaneció cerca de
mí junto a una ventana abierta, mirándome
directamente al rostro y dejando una mano sobre
mi hombro. Con un pequeño esfuerzo habría podido
lanzarlo abajo, a la calle. Habría sido
divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en
juego y dejé que se marchara. Unos días más
tarde me dijeron que debía someterla a algunas
limitaciones: debía proporcionarle alguien que
la cuidara. ¡Me lo pedían a mí! ¡Salí al campo
abierto, donde nadie pudiera escucharme, y reí
hasta que el aire resonó con mis gritos!
Murió al día siguiente. El anciano de cabello
blanco la siguió hasta la tumba y los orgullosos
hermanos dejaron caer una lágrima sobre el
cadáver insensible de aquella cuyos sufrimientos
habían considerado con músculos de hierro
mientras vivió. Todo aquello alimentaba mi
alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo
blanco que tenía sobre el rostro mientras
regresamos cabalgando a casa, hasta que las
lágrimas brotaron de mis ojos.
Pero aunque había cumplido mi objetivo, y la
había asesinado, me sentí inquieto y perturbado,
y pensé que no tardarían mucho en conocer mi
secreto. No podía ocultar la alegría y el
regocijo salvaje que hervían en mi interior y
que cuando estaba a solas, en casa, me hacía dar
saltos y batir palmas, dando vueltas y más
vueltas en un baile frenético, y gritar en voz
muy alta. Cuando salía y veía a las masas
atareadas que se apresuraban por la calle, o
acudía al teatro y escuchaba el sonido de la
música y contemplaba la danza de los demás,
sentía tal gozo que me habría precipitado entre
ellos y les habría despedazado miembro a
miembro, aullando en el éxtasis que me
produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba
los pies en el suelo y me clavaba las afilada
uñas en las manos. Mantenía el secreto y nadie
sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo, aunque es una de las últimas cosas que
puedo recordar, pues ahora la realidad se mezcla
con mis sueños, y teniendo tanto que hacer,
habiéndome traído siempre aquí tan
presurosamente, no me queda tiempo para separar
entre lo dos, por la extraña confusión en la que
se hallan mezclados… Recuerdo de qué manera
finalmente se supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora
sus miradas asustadas, y sentir cómo se apartaban
de mí mientras yo hundía mi puño cerrado en sus
rostros blancos y luego escapaba como el viento,
y los dejaba gritando atrás. Cuando pienso en
ello me vuelve la fuerza de un gigante. Miren
cómo se curva esta barra de hierro con mis
furiosos tirones. Podría romperla como si fuera
una ramita, pero sé que detrás hay largas
galerías con muchas puertas; no creo que pudiera
encontrar el camino entre ellas; y aunque
pudiera, sé que allá abajo hay puertas de hierro
que están bien cerradas con barras. Saben que he
sido un loco astuto, y están orgullosos de
tenerme aquí para poder mostrarme.
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