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Edgar Allan Poe |
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3 de
agosto, 2023
Edgar Allan Poe
La máscara de la
muerte roja
2ª Parte
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o
colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni
candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero
en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se
alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se
proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban
brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de
resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente,
la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de
sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto
terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros
de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para
poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se
apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un
resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado
su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del
mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su
tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la
orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución
para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus
evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el
desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era
posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y
reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una
confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del
todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre
sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en
voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una
emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos
segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez
nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos
singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores
y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran
audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor.
Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que
no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad
de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran
parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta,
su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el
esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco,
con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes,
como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se
movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se
contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los
aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el
eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por
un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj.
Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del
tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a
medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música,
viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las
cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al
oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más
roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la
tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la
sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más
solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana
alegría de las otras estancias.
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