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Intervención
del poeta hidalguense Jorge Antonio García en el II Encuentro Latinoamericano de Escritores Valdivia 2008,
el pasado 3 de noviembre.
COMO EL
MUSGUITO EN LA PIEDRA
(En Valdivia, Chile,
Noviembre de 2008)
Testimonio
(un poeta mexicano
en Chile)
¿Qué
representa Chile para mi generación desde México? Les contaré:
De
niños, leímos libros y poemas antologazos por una maestra llamada
Gabriela Mistral que José Vasconcelos invitó a colaborar en México.
En
nuestra adolescencia no faltó quien enamorara a la novia diciendo “me
gustas cuando callas porque estás como ausente, / y me oyes desde lejos
y mi voz no te toca”.
Por si aquello fuera
poco, la década de los 70’s pintó de color chileno nuestro corazón. Eso
cuento:
En 1973 yo tenía 17
años de edad, en la Escuela Preparatoria teníamos un maestro de
Matemáticas, Alfredo Ramírez, muy especial él; no por sabiduría y fervor
por los números, que no era poca, sino porque tenía la peculiariedad de
alternar, cada tanto: los complejos problemas de una o dos incógnitas
con charlas y discusiones sobre los acontecimientos políticos de la
época. Así, la política nacional e internacional avivaban la sesión de
las equis y las yes. El maestro nos instaba a informarnos, a
inquietarnos, a acceder a algún medio más allá de la prensa oficialmente
callada o comprada. Se aventuraba a comentarnos un buen libro, en sus
páginas más decisivas, incluso, nos traía casetes y discos de acetato y
ponía a nuestra consideración a algún cantautor rebelde, o bien, se
atrevía a leer a los imberbes estudiantes, algún poema, llamado, de
protesta social.
En
alguna de esas sesiones entró el caso de la lucha del pueblo chileno:
acontecimiento político que nos había estremecido: hacía un año que el
país más austral de Latinoamérica, luego de un golpe militar, había
sentido ahogar con sangre lo que los analistas llamaban la “Vía chilena
al socialismo”. Muchos sureños habían tenido que emigrar de ese país; un
exilio obligado para salvarse de la persecución y la muerte. Sonaba tan
fuerte, tan dramático para nuestros jóvenes corazones que parecía
necesario hacer algo, decir algo, pensar, opinar.
El gobierno mexicano
–en un gesto contradictorio para esos años, pues acababa de reprimir en
1968 y en 1971 a cientos de estudiantes en la Cd. De México- optó por
abrir las puertas solidariamente, recibiendo a miles de chilenos y
creando, como una especie de Embajada de la Resistencia en el exilio, la
Casa de Chile en México.
Esa fue una
coyuntura para que el maestro Alfredo y un grupo de los más apasionados
y entusiastas planeáramos hacer en el plantel, un acto político cultural
de adhesión al pueblo chileno, o por lo menos a los exiliados en nuestro
país. Así que en Noviembre de 1975 se invitó oficialmente a la gente de
la Casa de Chile en México para que hablaran ante los estudiantes y
jóvenes del pueblo sobre la situación acontecida en Chile. Fueron el
Ing. Francisco Orduña y el Dr. José Ma. Bulnes quienes hablaron aquella
tarde para una audiencia de unos 580 alumnos y maestros. El discurso de
Bulnes contaba el sueño chileno, el sacrificio de Allende y la esperanza
de sobrevivir a la intolerancia y el terror; y soñar a pesar de todo con
un país posible para la clase trabajadora. Aquella tarde participamos
nosotros recitando algún poema: “Ahí florece Cuba” y cantando canciones
mexicanas rebeldes.
La reunión obligada
de evaluación, o de celebración trajo como saldo una gran iniciativa:
formaríamos un grupo político cultural permanente; su nombre sería:
Grupo Cultural “Salvador Allende”. Grupos de teatro, trovadores y
cantores de música folclórica latinoamericana, círculos de estudios,
células políticas, teatro infantil, talleres de poesía escénica y coral
y, desde luego; romances, rupturas y sueños, cumplidos y por cumplirse.
Por la actividades que se generaron muy pronto necesitamos sede: primero
invadimos la casa de Alfredo, después rentamos un local que, además de
ser alternativa para las reuniones, dio lugar a una librería; llamada
obviamente: Librería “Salvador Allende”.
Los poemas de
Neruda, la epopeya dolorosa de Víctor Jara, el Quilapayún y el
Inti-Illimani pasaron por nuestro corazón y nos dejaron marcados.
Nuestros corridos, sones y huapangos mexicanos, de momento, pasaron a la
sombra, eclipsados de pronto por: cuecas, refalosa, huayñitos, trotes,
marchas y sirillas. Entraron a nuestras manos con la quena, el charango,
el bombo y la guitarra más latinoamericana que nunca. Coincidieron esos
años con el auge político en México de dos de los sindicatos más fuertes
de la década de los setentas: el STUNAM y el SUTERM, de los
electricistas, y más tardíamente, el sindicato de maestros cuya
presencia irrenunciable, fue frenada pero no mediatizada y dio la
semilla para que a partir de allí, se abriera el gobierno a elecciones
más o menos plurales y acabara la dictablanda de un solo partido (PRI)
que había traicionado y envejecido a la revolución mexicana de 1910-17.
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El grupo “Salvador
Allende” existió por casi una década; ya no era necesariamente de
estudiantes, sino de abierto a las vocaciones que nacieron y se
desarrollaron, hermandades que nunca se han disuelto, hasta la fecha,
sino que sólo el tiempo y el camino que a todo mundo arrastra, nos llevó
a distintos trabajos, matrimonios, actividades y sueños que cada quién
acometió en su momento.
Mas debo decir, en
honor a la verdad, que esos años fueron
definitivos para nuestra formación.
En ese marco de
sucesos, por fuera y por dentro; para nuestro espíritu, hubo una voz,
una tesitura esencial, que en el más profundo sentido de la palabra,
enriqueció nuestras vidas. Nos enseñó algo tan simple, tan humano y tan
sagrado como dar Gracias a la vida. Sí, era la Violeta, que desde el
Sur, llegaba en entrañables discos de acetato y luego en casetes de
cinta magnetofónica. Decían que había muerto años antes, -decían que de
amor-; pero nosotros la escuchábamos muy muy viva, doliente y
apasionada, como se está cuando se ama. Signados estábamos por la
necesidad de buscar algo que nos expresara, que fuera más alto y más
hondo que nuestra simple manera de luchar y cantar. ¿Será por eso que,
desde entonces, nuestro joven corazón se vistió de color violeta?
Y “han pasado los
años,” –dice Neruda- “pisando como paquidermos, ladrando como zorros
locos. Donde pegué, me pegaron, donde me mataron caí, y resucité con
frescura. Y luego, y luego, y luego… Es tan largo contar las cosas… Vine
a vivir en este mundo. ¿Dónde estará la Guillermina?”
El caso es que hoy
al encontrarme en esta tierra, al cumplir cita con mi vida y con los
amigos escritores chilenos de la región de Valdivia, lo primero que debo
decir es “Gracias”. Gracias a la cultura chilena que nos regaló
cantautores profundos, poetas con dimensión absolutamente
latinoamericana y universal; nos enseñaron la humana herida, el vinagre
y la hiel, como ingredientes de la palabra emancipadora, la palabra de
la esperanza. Mi deuda con la cultura chilena es impagable. De ejemplo,
les pongo que mis hijas, hoy veinte añeras y casaderas, cuando eran
bebés, sin necesidad de haberse muerto, alguna vez fueron arrulladas, en
lo sagrado y tierno, con El “rin” del angelito, por ejemplo.
Por eso, hoy, venido
al sur de Chile, desde el centro de la cultura tolteca mexicana, de
Hidalgo y desde el corazón de Quetzalcóatl, mi primera y primordial
palabra es “Gracias”. Es una cita estar físicamente en Chile, porque
espiritualmente, hace mucho que estamos muy cerca. Hace un año un mes,
cuando los sureños estuvieron en Tulancingo, Hidalgo, yo dije: “Euclides
sostuvo y demostró que la distancia más corta entre dos puntos es la
línea recta”; Octavio Paz, poeta mexicano, afirmó “que la distancia más
corta entre dos puntos también puede ser el infinito.” Yo me atuve a la
sabiduría del filósofo de Güemes, Tamaulipas, un personaje que oficia su
magisterio en las cantinas; él dice que “la distancia más corta entre
dos puntos, es juntarlos.” Y eso estamos haciendo sureños y mexicanos,
gracias a la iniciativa de unos cuantos y de la extraviada y asertiva
Cristina de la Concha: mesoamericanos, centroamericanos y andinos:
juntarnos, para saber que nunca hemos estado separados. Porque al leer
al Dinko Pavlov, a Miguel Ángel Rojas y al Rodrigo Landaeta, supe que
tuve siempre unos hermanos que no conocía.
Al verificar con mis
ojos esta patria, dudo haber estado imaginando esta tierra como el gran
Kan imaginaba Europa, convocada sólo por las palabras de Marco Polo. No
sé si los nombres de Antofagasta, Iquique doloroso y Vallenar están
realmente; si ese paraíso que esta frente al mar y las viñas, es un mar
de vinos, que rivaliza con el Pacífico. Si Puerto Montt y la Mar Serena,
no serán sitios como Macondo, que evocaron los escritores y cantores. Y
si en Temuco, “la lluvia sigue cayendo con el mismo traje”; si es
cierto, acaso, que existió una ciudad que un día flotaba en las
tinieblas y que alguien llamó con dolor Santiago de Chile. Si es que
Santa María Blanca de Valdivia y la Región de los Ríos, fue catalogada
por los autóctonos, los colonos, los geógrafos y los poetas, y no es una
invención que creció del sueño de algún creador de historias fecundas.
Quiero saber si en la tierra del poeta, y de los poetas, estará allí la
Guillermina, con sus mismas trenzas de trigo, sus abrazos y sus besos,
siempre jóvenes y nuevos, y esos ojos inmensos que atraviesan el tiempo
y las distancias. Y si el sabor de la menta y el olor de la araucaria,
pueden lograr que un poeta pueda, después de vivir medio siglo, volver a
los diecisiete, con sólo pisar tierra chilena. Esa es mi fe. Gracias.
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