De mi visita a Acaxochitlán,
Queta Navagómez
Llegué a Tulancingo
Hidalgo para participar en el 4º Encuentro Latinoamericano de
Escritores. En el recibidor del Hotel Colonial, donde se me
había reservado hospedaje, encontré a María Eugenia Rodríguez
Gaitán y María Elena Solórzano, apreciadas amigas y compañeras
del club de La Pluma del Ganso. Ellas iban a Acaxochitlán y me
invitaron a sumarme al grupo, porque debido a un paro de
transportistas, los escritores que asistirían a ese lugar, no
habían podido llegar. Dejé mi maleta y bajé de prisa. Ya nos
esperaba una camioneta. Se nos sumó el pintor Felipe Gaytán
Gaytán
Abril resplandecía.
Al dejar atrás las soleadas calles de Tulancingo, la carretera
nos mostró zonas muy áridas, montes con poca vegetación, plantas
que se aferraban al suelo seco en su intento por sobrevivir. Me
dan tristeza los paisajes áridos. Recordé las escenas de sequía
en el norte de nuestro país que en días anteriores había visto
en la televisión, la angustia de los ganaderos al ver la muerte
lenta de su ganado, la desesperación de los campesinos ante una
siembra que se marchita.
Poco a poco,
manchones de pinos y ocotes empezaron a verse a uno y otro lado
de la carretera. Un alegre color verde fue sustituyendo al color
cenizo de la tierra sedienta. Nos gustó ver huertas en que
árboles de manzana con el verde tierno de sus hojas. El
conductor nos dijo que así era Acaxochitlán, un lugar fresco,
agradable y mágico, rodeado de árboles y flores. Calles adelante
la camioneta se detuvo y bajamos en la escuela secundaria número
treinta y dos.
Un maestro salió a
recibirnos y nos llevó con el director de la secundaria. Me
sorprendió agradablemente esa escuela con muchos jardincitos
rodeados de pequeños arbustos a manera de valla, con rosas, con
árboles. Sombra y más sombra bajo los árboles de manzana, de
durazno, de pera. Patios en desnivel enmarcados por flores y al
fin el auditorio en que ya nos esperaban los alumnos del tercer
año. Recordé aquellos tiempos en que siendo alumna de secundaria
me encontré en la biblioteca un libro que leí deslumbrada, ”El
llano en llamas”, de Juan Rulfo. El primer libro que leí
completo, y que marcó mi rumbo como narradora.
Ahora me tocaba
estar frente a los a los muchachos, compartiendo la mesa con
María Elena Solórzano excelente poeta y cronista, con María
Eugenia Rodríguez poeta de versos claros y brillantes como las
copas de cristal, con Felipe Gaytán Gaytán, pintor muy dispuesto
a mostrar su obra, que había mandado hacer un soporte especial
para colgar su pintura. En su cuadro, una mujer se maquillaba
tranquilamente sin notar que atrás de ella había surgido un
dinosaurio. De los muchachos, algunos se notaban aburridos,
otros resignados y los demás expectantes. Seguramente los habían
obligado a asistir. Estaban ahí esperando nuestras palabras.
Felipe Gaytán Gaytán
empezó a hablar de su cuadro, de la mujer que no sabe que al
maquillarse convoca a los dinosaurios; de cómo unos crayones le
abrieron el camino a lo que sería su vocación. Mientras él
hablaba el ambiente cambió, los muchachos de verdad se
interesaron en lo que decía y querían saber más del que siendo
niño una vez se encontró unos crayones y empezó a dibujar.
Siguió María Eugenia
con sus poemas, con su concepción del amor y de la belleza
simple de lo cotidiano, con sus delicadas metáforas. Los
muchachos guardaron un silencio respetuoso que rompieron al
aplaudirle.
María Elena
Solórzano habló de sus crónicas, de su infancia en un barrio
citadino, en cómo las pequeñas noticias se sufrían o festejaban
e hizo que los muchachos rieran al contarles anécdotas
familiares.
Yo escogí mis
cuentos de humor, buscando divertirlos, quería que se dieran
cuenta que la literatura no es aburrida. Dos rondas de de 10
minutos cada uno y al finalizar la primera el interés de los
muchachos pedía más cuentos, más poemas, más plática.
En la segunda ronda
las tres nos metimos a la poesía y Felipe siguió hablando de
pintura. Nos los ganamos por nocaut. Se quedaban pensativos ante
un poema triste o amoroso. Su espíritu iba de una a otra
emoción.
Inició la sesión de
preguntas y respuestas y decidimos ser sinceros. La cordialidad
y el interés estaban sentados en las butacas. Se levantaron
muchas manos y todas querían indagar sobre nosotros, sobre cómo
es que empezamos a escribir o a pintar. Llevábamos como objetivo
interesarlos en la lectura, en las letras, en la palabra, en el
arte, y el objetivo se cumplió.
En esos momentos me
sentía plena, pero faltaba lo mejor. Una chica, quizá de
dieciocho años, se puso de pie y nos dijo que hacía tres años
ella era alumna de esa secundaria cuando, como parte del Primer
Encuentro de Escritores, visitaron la escuela unos poetas. Los
escuchó y algo removieron en ella, su sensibilización fue tanta
que empezó a escribir. Llevaba tres años haciéndolo y ahora
estaba ahí porque quería leernos lo que había escrito inspirada
en la lectura de una novela. Nos regaló una prosa matizada de
imágenes brillantes en que las metáforas se abrían como flores.
Su voz y su emoción nos cautivaron.
Cuando Moraima
Guadalupe Sánchez Palma terminó de leer, queríamos tender los
brazos y arropar a la que iniciaba un largo viaje por las
letras. Le hicimos ver que la escritura es un don que brinda la
vida y la manera de agradecer ese don, es cultivándolo. Moraima
Guadalupe subió al foro y todos la abrazamos.
Salí de Acaxochitlán
satisfecha, convencida de que los encuentros de escritores son
necesarios. Se parecen a las faenas compartidas de siembra en
que cada cuento, cada poema es una semilla que cae en el alma
de alguno de los oyentes y allí se guarda. En algunos germina,
crece, forma pétalos. Los poetas que fueron hace tres años a
Acaxochitlán, no saben que una de sus semillas ha florecido.
Nosotros no sabemos si alguna de nuestras semillas tendrá la
suerte de caer en terreno fértil.
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