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14.Sept.16

 

El abuelo y la fábrica de galletas

Cristina de la Concha

 

 

“La palanca”. Crecí con el sonido de esta frase como si fuera parte de la vida. A los dos o tres o cuatro años no entendía su significado. Tengo un recuerdo difuso de alguien explicando: "es la casa de tu abuelito, la tienda del abuelito, la fábrica de galletas”, “La palanca del universo” era su nombre, ubicada en una esquina del primer cuadro de la localidad, fábrica que llegó a ser muy conocida en la región, y su tienda de abarrotes.

“Ir a la-palanca” era ir a ver al abuelo. Sus fonemas representaban eso. Si mi madre y mis tíos se referían a su vida en casa de sus padres, la clave era “la-palanca”, si mi madre iba por el abuelo para llevarlo a comer, sólo decía: voy a la-palanca.

La fábrica yo nunca la vi, sólo conocí el espacio vacío, ni la tienda, o no las recuerdo, sólo sabía su ubicación dentro de la casa de la que contaban historias de espantos, motivo por el que únicamente una vez me adentré, espantos que el abuelo siempre negó y que eran invariablemente el tema de conversación al final de las reuniones familiares, después de horas de carcajadas de las tías entre naipes y antojitos, cuando el abuelo ya se había retirado.

Tenía un corredor frente a un patio con muchas plantas y un árbol y, al final, la cocina. La memoria recorre imágenes de la vieja estufa de ladrillos con rejillas negras posadas sobre ella, una en que yo miraba encaramada en una silla, con fijeza, esos cuadritos y el carbón y las cenizas y el fuego dentro, que, después, nunca más volvieron a encenderse. Había un enorme metate, el de la abuela, con su metlapilli y una pata rota, y de las altas paredes pendían muchos jarros de barro formando unos picos, uno en cada una, que me tentaban a tratar de trepar y alcanzarlos.

Don Braulito, como le llamaban, era un personaje pero yo nunca me percaté sino hasta que pasé la adolescencia. A la abuela no la recuerdo. Él era adusto, serio, riguroso, inflexible, de personalidad impenetrable y, diría, un tanto áspero, no hablaba con nadie. Delgado y calvo, de nariz aguileña y grandes ojos grises o azules, fue un hombre guapo de vestimenta igual una a la otra, de tonos oscuros con excepción de la camisa clara. Le besábamos la mano al saludarlo y apenas y susurraba un par de palabras. Y teníamos instrucciones expresas de no abrir la boca en su presencia. Lo único que parecía entusiasmarle eran los naipes o algún juego de azar. La prima Magda jugaba con él a la matatena en los días de campo o ponían una mesita para el conquián y alrededor se reunían tíos y primos, y yo, después de cumplir los doce. Todos lo disfrutaban y se turnaban pero cuando no había quién, me ponían a mí a jugar con él sin hablar, lo que era una tortura porque no me gustaban las cartas lo suficiente como para mantener el pico cerrado, el cual, si osaba emitir algún sonido, mi madre callaba desde lejos.

Ella lo llevaba a comer a las casas de todas, durante una semana cada una de las tías y una en la nuestra, pues también solían repartirse las tareas de su cuidado entre las hijas, como las cuestiones médicas y lavar y zurcir su ropa, pero, por acuerdo con ellas, mi madre aprovechaba la oportunidad para cambiar las prendas gastadas por nuevas, lo que él rechazaba contundente pero ella le respondía que ya no era posible más costura sobre costuras o que, al lavar, la tela se había deshilachado, y él refunfuñaba, negaba que fuera verdad o alegaba que así se las pondría, ella se daba la vuelta simulando no escucharlo. La primera vez que la oí, le inquirí con sorpresa ¿a poco de veras se deshizo la tela? “No no… pero sólo así”.

Se levantaba muy temprano y antes del amanecer, se ponía a barrer su calle. Cuando todavía tenía los locales de lo que fuera “la-palanca”, barría toda la esquina, gradualmente fue vendiendo hasta que sólo quedó su casa, cuya banqueta lucía muy limpia cada día de esos últimos años de su vida.

Ya entrada en la adolescencia, me dije “por qué” y, sentados a la mesa, me puse a hablarle sin miramientos. Él continuó en su mutismo atento a la sopa caliente y yo recibí un regaño materno, entonces, cuestioné. Él no quería hablar, era evidente pero yo le preguntaba la razón y sobre mi abuela y cómo era el pueblo donde nació, y cómo se llamaban sus hermanos y qué edad tenía cuando llegó a Tulancingo. Él no se inmutaba, a mi mamá se le saltaban los ojos con la clara indicación de silencio dirigida a mí hasta que, por fin, él masculló: déjala, y me contestó pero casi en un grito, molesto, y creo que con desesperación, y yo seguí con mi inquisición. Así, tuvimos más o menos nuestra primera conversación. Poco a poco se fue haciendo usual que platicara con él, aunque él siempre  muy frugal, y una mañana me invitó a su casa -la única invitada en muchos años-, me mostró fotos y papeles y me advirtió que los jarritos de las paredes no debían tocarse porque tenían tanto polvo que se desbaratarían.

Rondaba los 95 cuando enfermó. Hacía un par de meses que yo estudiaba en la capital y ya no lo veía con la frecuencia acostumbrada, pero también su arteroesclerosis incidió en el fin de esas pláticas. Un día, durante su enfermedad, me asaltaron de repente aquellos fonemas: “la-palanca” que en realidad era “la palanca del universo”, los deletreé una y otra vez, porque era como si los estuviera escuchando por primera vez. ¿Por qué nunca me había detenido a pensar en ello?, y me repetía cada sílaba recreándolo en mi mente, cómo sería una palanca del universo, por qué la llamaría así, ¿en qué pensaba el abuelo cuando imaginó esa frase?, ¿en Dios? él no era muy religioso o no lo supe, ni yo tampoco ya para entonces. Me pareció un título maravilloso para un cuento fantástico, o una novela de ciencia ficción, pero ¿a él? ¿él tan severo e inexpresivo? Me resultó intrigante, me mostraba otra cara del abuelo, y fue frustrante percatarme en ese momento en que ya no podía preguntarle.

   
                 

                 
         

Muchos años después, inauguraron una calle con su nombre, Braulio Ortiz Alburquerque, honor debido a su presidencia en la Cámara de Comercio.

Y hay un recuerdo más: una foto que, por casualidad, descubrió el primo Hugo y bajo ella hemos desfilado nietos y biznietos para reconocer al abuelo, en uno de los restaurantes Carlos’N Charlie’s, en Cuernavaca. Entre docenas de fotografías antiguas, prendida a un techo cuelga la fábrica de galletas: una puerta, frente a ella el suelo de tierra y el paso de la cañería; sobre ella, el letrero La Palanca del Universo.

 

 

 

 

   
                 

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