México proteico
México se pinta solo
Dibujos de Cristina de la Concha
Cuando el sabio Carlos de Sigüenza y Góngora trazó el primer
Mapa General de la Nueva España a fines del siglo XVII,
jamás se imaginó que más que un documento cartográfico
estaba delineando un símbolo, el espejo donde un mexicano
podía imaginarse de cuerpo entero. En esa silueta con piel
de accidentada orografía y sangre de intrincada hidrografía,
podía reconocerse el ser nacional en su condición sine
qua non: haber visto la luz primera en esta tierra, en
este suelo “bendito de dios”, como dice la canción.
Aunque aquel mapa adelgazaba a la península
yucateca y alargaba la de California, y presentaba evidentes
irregularidades en los litorales, con cabos y bahías
sumamente exagerados, era considerada la única carta
geográfica que abarcaba todo el territorio de la
colonia. Hoy, en comparación con un mapa satelital,
posmoderno hombre del vitrupio, la silueta de Sigüenza y
Góngora luce tan grotesca como la de un Australopithecus.
Sin embargo, trátese del mexicano antiguo o del más
actual, la imagen del país sigue concitando las más
entrañables fantasías, ya que junto con la bandera y el
escudo simboliza La Patria. Con forma de cornucopia, de
sarape o chile poblano, en antropomorfizada caricatura o
como escudo tricolor, en nuestro mapa se refleja el estado
de ánimo de nuestro nacionalismo.
En la poesía se hace evidente esta identificación
de La Patria. Así, por ejemplo, en plena incandecencia
revolucionaria, López Velarde pinta nuestro mapa con
sustantivos indelebles:
“Patria: tu superficie es el maíz,
tus minas el palacio del Rey de Oros,
y tu cielo, las garzas en desliz
y el relámpago verde de los loros.”
(“Suave Patria”, Ramón López Velarde).
Tres décadas más tarde, cuando el sistema político empieza a
desdorarse, el Gran Cocodrilo Efraín Huerta la describe de
manera más sombría, pero no menos séntida:
“Largo río de llanto, ancha mar dolorosa,
república de ángeles, patria perdida.
País mío, nuestro, de todos y de nadie.
Adoro tu miseria de templo demolido
y la montaña de silencio que te mata.”
(“¡Mi País, Oh mi País!”, Efraín Huerta).
Y en pleno diazordacismo, el chiapaneco Juan Bañuelos la
mira desde un ángulo en el que ya se anuncia la catástrofe
que hoy vivimos:
He mirado la patria largamente.
Se le nota la tristeza hasta en el mapa.
Las personas mayores nos explican
que es libre, sin acecho atentísimo de zarpas.
Y a punto estuve de quedarme ciego
porque a la patria la oscurecen las llagas,
la pisan botas, se le cierran puertas:
necesaria prisión con calles vigiladas.
(“El mapa”, Juan Bañuelos).
A fines de esa década nefasta, la visión es distinta y el
mexicano empieza a desligar el sentimiento de La Patria de
los significados de nuestro entrañable mapa. José Emilio
Pacheco lo declara honestamente en estas líneas:
No amo a mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
y tres o cuatro ríos.
(“Alta traición”, José Emilio Pacheco).
A la vuelta de los años nos hemos preguntado ¿qué va
quedando de La Patria? Y constatamos con tristeza que más
allá del nacionalismo matraquero del futbol y los
comerciales de tequila, nos queda mucho mapa y poca patria.
Tal vez la imagen del cono de la abundancia saqueado o tal
vez la figura de un mexicano revuelto en su propia sangre.
Cristina de la Concha, también poeta y promotora cultural,
en su faceta de artista plástica se ha ocupado de
redescubrir la patria a través de sus dibujos en un intenso
recorrido por un México que se pinta solo: 54 imágenes de un
mapa antropomorfizado y proteico que puede convertirse en
racimo de uvas o en paloma. Imágenes que hablan del dolor y
de la pesadilla, pero también de la esperanza y de la fe en
la nación. Dibujos que pintan una patria íntima y modesta
que, como dijo el poeta, con el filtro del sufrimiento se
nos ha de volver mucho más preciosa.
Jorge Arturo Borja
|