En 1961 Guillermo Borja se despidió de sus amigos de La Fuente. Había
empezado como garrotero en el Río Rosa, donde le alternaba el tequila y el
coñac a Lucha Reyes, antes de cada show. También formó parte del ejército de
meseros que atendía las ciento noventa mesas del Waikikí, un cabaret que
además de ofrecer variedades y mariachi, tenía el atractivo de sus mujeres,
muchas de ellas extranjeras. Cariñosas, cultas y elegantes, según José
Moselo, propietario de aquel antro, quien sostuvo en entrevista con Cristina
Pacheco que “toda mujer que entrara en el Waikikí debía estar vestida de
soireé.” Ahí encontró Memo Borja a su primera esposa, con quien procreó
tres hijos y una separación, cuya historia se perdió en el armario de los
esqueletos familiares.
En La Fuente, uno de los exclusivos centros nocturnos que podían cerrar a
las cuatro de la mañana en una época en que el regente de la ciudad mandaba
cerrar temprano, Memo Borja ascendió a capitán de meseros. En la pista de
aquel lugar vio desfilar a muchos artistas y cantantes famosos. Desde
Josephine Baker, Marlene Dietrich, José Alfredo Jiménez, Armando Manzanero,
hasta la veterana María Conesa, la Gatita Blanca, quien una noche le
obsequió unos aretes de jade.
El capitán Borja había aprendido a comportarse con la distinción de clase
que se exigía en los desveladeros donde departía la crema y nata de la
socialité: enérgico con los meseros pero solícito con los clientes más
encumbrados, que solían concurrir de smoking a divertirse. Eran los más
difíciles de complacer. Y quizá el más exigente, pero a quien Borja supo
ganarse, fue Ernesto P. Uruchurtu, conocido como El Regente de Hierro.
Uruchurtu, un sonorense de 54 años, iba por su segundo periodo como regente
de una urbe de 4 millones 870 mil habitantes. De complexión robusta, era
alto, moreno, de nariz aguileña y con un gesto permanentemente adusto que
anticipaba lo seco de su trato. Ni siquiera tenía que dar órdenes, sus
ayudantes se habían entrenado en interpretarle las miradas: “síguete de
frente”, “vete hasta el fondo”, “estaciónate aquí”, “coloca unos conos para
reservar la zona”. Y a fuerza de miradas, el señor Regente se adueñaba del
estacionamiento de La Fuente.
A Borja se dirigía invariablemente alguno de los motociclistas de la
escolta:
—Pregunta
el Señor Regente si ya terminó el show de Ana Bertha.
Ana Bertha Lepe, la jalisciense de 25 años que a los 19 había ganado el
concurso Señorita México y el cuarto lugar en el Miss Universo, era la
atracción principal del centro nocturno en esa ardiente primavera del 60. Su
danza hawaiana representaba algo exótico pero no tan indecente ni tan vulgar
como los lascivos contoneos de las rumberas. Aunque no se distinguía como
bailarina, sus caderas hacían ondear las tiritas del pau con la cadencia del
viento sobre las palmeras, despertando reminiscencias tropicales en los
viejos espectadores que soltaban el puro de la boca cuando la veían salir a
la pista. Tal vez por eso Ahmed Sukarno, presidente de Indonesia, la había
invitado a Acapulco con el pretexto de organizarle un festival
internacional de cine.
El padre y representante artístico de la beldad, Guillermo Lepe Ruiz, ya se
frotaba las manos pensando en el negocio. En cambio, faltaba la aprobación
del prometido de Ana Bertha, el actor Agustín de Anda. Estos dos hombres tan
distintos compartían la costumbre de andar armados. Guillermo Lepe, ex
capitán del ejército, disfrutaba de pasearse en su cadillac convertible
rojo, luciendo su infaltable stetson y dándose aires de millonario texano.
Agustín, el hijo mayor de la dinastía de Anda, fundada por el productor y
director Raúl de Anda, mejor conocido como “El charro negro”, había actuado
en 12 películas en menos de ocho años, y tenía un futuro asegurado en la
industria cinematográfica.
Quien no necesitaba ninguna aprobación para convivir con Ana Bertha era
Uruchurtu, que la invitaba a su limusina para “platicar”. Y hasta el fondo
del estacionamiento tenía que bajar el Capitán Borja, empolvando su
reluciente calzado, para llevarles la cubeta con los hielos, las copas y la
botella de champaña.
—Pregunta
el Señor Regente si ya terminaron su show Los Violines de Villafontana
—le
decía el motociclista al Capitán Borja, quien entendía de inmediato que
hasta el mismo lugar tenían que bajar los integrantes de la orquesta a darle
serenata a la muchacha.
Mientras el licenciado Uruchurtu instruía largamente a la guapa Ana Bertha
sobre los escollos de la carrera artística, afuera de la limusina nueve
violinistas y un chelista de frac y corbata de moño, tiesos como muñequitos
de pastel, aromaban el ambiente nocturno del estacionamiento con “Un hombre
y una mujer” o “El amor es una cosa esplendorosa” y varias de las melodías
más románticas de su repertorio.
Cuando Ana Bertha bajaba del coche, el Capitán Borja regresaba a recoger la
cubeta, los vasos y la botella vacía. Entonces el motociclista volvía a
decir.
—Pregunta
el Señor Regente si le pueden traer la cuenta.
Y el Capitán Borja, previamente aconsejado por don Francisco Aguirre, dueño
de La Fuente, contestaba con orgullo:
—Dígale
al Señor Regente que no hay cuenta. Que es un invitado de la casa.
Y entonces bajaba el vidrio de atrás y se asomaba el rostro moreno de
sonrisa magnánima de Uruchurtu, quien miraba directamente a los ojos de su
interlocutor.
—Acérquese,
muchacho, ¿usted sabe quién soy?
Borja asentía de pie, con la resignación de quien espera una tormenta sin
traer paraguas.
—Yo
pienso que en el De-Efe mando yo
—decía
el sonorense sin parpadear siquiera.
─Déjeme
seguir pensando lo mismo y tráigame mi cuenta.