—Pues
será misa, pero Ana Bertha todavía tiene un
hombre que vele por sus intereses
—respondió
desafiante el papá de la muchacha.
—Su
único hombre aquí soy yo. Porque al fin y al cabo su hija ya fue mi mujer
—remató
De Anda.
—Esto
lo arreglamos como hombres. ¡Vamos afuera!
—sentenció
el señor Lepe con los ojos inyectados de furia, pensando en hacerle tragar
cada una de sus palabras a ese imbécil de 25 años.
El Capi Borja le dijo a Magaña, uno de los meseros:
—¡Deténganlos,
se van a matar!
—Hay
que hablarle a una patrulla
—secundó
Magaña y corrió al teléfono.
Nadie quiso o supo cómo intervenir. De Anda y Lepe bajaron las escaleras y
como buenos jalisciences se dirigieron calmadamente hacia al
estacionamiento. Agustín de Anda se volvió de pronto, no se sabe si para
sacar una pistola o para golpear al señor Lepe, el caso es que éste lo
madrugó de dos disparos. Uno que le entró a la altura del abdomen y salió a
un lado de la columna vertebral, y el otro, mortal, que le atravesó el
cráneo. Murió en la Central Quirúrgica a las 3:35 de la madrugada del
domingo 29 de mayo del 60.
Ana Bertha declaró en favor de su papá, quien únicamente purgó la mitad de
los 10 años que obtuvo por condena mientras ella enfrentaba el boicot de
buena parte de los productores de cine que casi acabaron con su carrera.
Uruchurtu arreció su campaña de moralización cateando expendios de revistas
pornográficas, clausurando casinos y haciendo razzias de greñudos en
cafés existencialistas de la colonia Roma, hasta culminar, en noviembre de
1963, con el cierre definitivo del teatro de burlesque Tívoli, último
refugio de los calenturientos de bajos recursos de la capital; todo estos
operativos se llevaron a cabo para evitar, según palabras del Capitán
Ramírez Faz, a cargo de los mismos, que “la juventud se descarríe”.
Guillermo Borja, quien fue testigo del acoso del Regente y del crimen del
joven De Anda, decidió que ya era tiempo de convertirse en su propio patrón.
Y con los ahorros de su esposa y el dinero de las propinas que tenía en el
banco, se arriesgó a montar su propio negocio. Ya tenía apartado el local,
el patrocinio de los proveedores de cerveza para refrigeradores, mesas y
sillas, e incluso se había apalabrado con amigos y otros miembros de su
familia para abrir su primera cantina. Sólo faltaba un detalle.
Cuando entró al Palacio del Ayuntamiento, a Borja lo asaltaron las dudas. ¿Y
si no lo querían recibir? ¿Y si el señor Regente no se acordaba de él? O
algo peor: ¿y si se acordaba en qué circunstancias lo conocía y prefería no
atenderlo? Así que le entregó la tarjeta a la secretaria de la recepción
esperando una respuesta negativa. La secretaria leyó la tarjeta y entró al
privado. Borja estaba a punto de irse cuando la secretaria salió para
decirle “puede pasar”.
Ahí, detrás de un enorme escritorio estaba Ernesto P. Uruchurtu firmando
unos papeles que entregó a un hombre de traje y corbata impecables. Borja se
sintió avergonzado, venía con el saco del trabajo pero con una camisa sport
y sin corbata. Cuando el hombre salió, Uruchurtu le dijo secamente.
—¿A
qué debo su visita?
—Usted
me dijo que pasara a verlo cuando necesitara algo…
—respondió
indeciso.
—Sí,
sí, ya sé. ¿Qué quiere?
—le
dijo clavándole la mirada.
—Voy
a poner un negocio. Un restorán bar. Necesito un permiso para vender
bebidas.
—Imposible
—atajó
Uruchurtu—,
ya no se expiden esas licencias desde que limpiamos la ciudad.
—Bueno,
gracias de todos modos
—contestó
Borja desilusionado y se dio media vuelta.
—Espere
–dijo Uruchurtu—,
¿por qué no pide otra cosa? Tenemos permisos para abrir restaurantes, pero
no con bebida.
Borja se detuvo tratando de explicarse.
—Restoranes
hay muchos. Lo importante es que la gente pueda comer y tomar su trago.
Divertirse. Como en La Fuente.
El Regente apretó los dientes.
—Sí,
entiendo, no necesita recordármelo… Buena comida y buena bebida.
—Y
buen show
—remató
Borja.
—Bueno...
—se
quedó pensativo el Regente—
en su caso vamos a hacer una excepción….
—concluyó
Uruchurtu, y luego escribió unas frases en una tarjeta. Apretó el interfón y
apareció el mismo señor de traje que estaba antes. Condujo a Borja a otra
oficina para que le expidieran su permiso. En el pasillo, Borja se dio
cuenta que ni siquiera había saludado de mano a “su amigo”.
Así inició Guillermo Borja una carrera de treinta años como empresario de
bares y cantinas que empezó en el Picalagua, siguió en La India de
Xochimilco, refrendó en el Recreo, El Ejecutivo Bar y la Hoja de Lata.