En un santiamén regresaba el Capitán con la cuenta para despedir al
automóvil que se iba escoltado por los agentes de tránsito. De pronto se
detenía la limusina y de nuevo bajaba el vidrio del que salía la mano morena
y regordeta del funcionario obsequiándole un billete café con la cara de
abuelo resuelto del Padre de la Patria, cien pesos que holgadamente podían
hacer el gasto familiar de una semana en la casa.
La escena se repetía aunque con algunas variantes. Por ejemplo, se
presentaba el mismo motociclista a la entrada del centro nocturno un jueves
a punto de cerrar.
—Pregunta
el Señor Regente si lo puede atender el Capitán Borja en un convivio
especial.
Con un cruce de miradas, don Pancho Aguirre, su patrón, lo apuraba para
servirle al Regente. A pesar de que se extendía su horario de trabajo, Borja
iba contento tan solo con la ilusión de la propina mientras el chofer de un
automóvil oficial lo conducía a Diagonal San Antonio, en donde La Malinche,
afamada dueña de una casa de citas, recibía a funcionarios, empresarios o
líderes sindicales para arreglar asuntos con el Regente.
Cuando Uruchurtu alargaba el brazo, el Capi Borja ya estaba listo para
llenarle el vaso Old Fashioned. No dejaba que nadie más se acercara a
servirlo. El Capitán sabía combinar perfectamente la formalidad del whisky
con la liviandad del agua mineral, y hacer cascabelear los hielos con el
removedor. Después de dejar el vaso en una mesita de centro, Borja daba de
nuevo un paso atrás, para permanecer de pie, atento a las órdenes del jefe.
—¿Qué
hace usted aquí?
—preguntaba
de pronto el funcionario.
—Atendiéndolo,
señor
—respondía
Borja mirando al frente.
—Está
usted oyendo lo que estoy platicando.
—De
ninguna manera, señor.
—Haga
el favor de retirarse diez pasos.
Y desde los diez pasos reglamentarios Borja veía cómo el gran jefe se
embarraba la boca y las manos de caviar, se tiraba las copas en el saco.
Borja estaba listo para acercarse a limpiarlo con la servilleta, para
servirle otro trago, para ayudarlo a levantarse cuando los pasos del Señor
Regente marcaban el ritmo de la borrachera. El disgusto de atenderlo quedaba
más que compensado con las propinas de 200, de 300 pesos que recibía. Alguna
vez incluso tuvo que llevarlo abrazado hacia su auto.
—Me
cae usted a toda madre, amigo… amigo… ¿Cómo dice que se llama?
—Borja,
señor, Guillermo Borja para servir a usted.
—¿Qué
necesita, amigo Borja?
—Nada,
señor, gracias
—decía
el capitán de meseros de La Fuente mientras lo ayudaba a subir al coche. Y
el funcionario le metía en el bolsillo del saco un billete verde que traía
el rostro desconfiado del Siervo de la Nación, y una tarjeta más grande de
lo normal.
—Pase
a verme cuando necesite algo
—decía
Uruchurtu ya despatarrado en el sillón trasero del auto.
Y cuando la limusina, escoltada por las motocicletas, arrancaba dejándolo
en la banqueta, Borja se metía el billete al bolsillo del chaleco y se
quedaba viendo la tarjeta con el escudo oficial y el nombre de “su amigo”.
Atrás, con letras pequeñas y casi ilegibles, decía: “Para autoridades
civiles y militares, sírvanse apoyar al portador de la presente”, y abajo la
firma inconfundible del Regente.
En la tarde del 28 de mayo de 1960, Ana Bertha Lepe y su novio, Agustín de
Anda, asistieron al velorio del actor Ramón Gay, quien había sido asesinado
la noche anterior por el ingeniero petrolero José Luis Paganoni Castro de
dos tiros, uno que se le incrustó en la palma de la mano derecha y otro que
le perforó la arteria aorta.
Evangelina Elizondo, la famosa voz de La Cenicienta de Disney, bajaba del
automóvil De Soto que manejaba el galán Ramón Gay. Venían de interpretar los
papeles protagónicos de la obra Treinta segundos de amor, en el
teatro Rotonda. El ingeniero Paganoni, del que hacía una semana se había
separado Elizondo, la sorprendió con reclamos y golpes. Gay intervino para
defenderla y el ingeniero sacó una escuadra alemana Walter, calibre .380 y
le disparó. Al verlo en el suelo, Paganoni echó a correr profiriendo
amenazas para su ex: “Tú, él y yo, ¡todos nos vamos al diablo!”
En la funeraria, Ana Bertha y su novio Agustín, fueron testigos de las
amargas lágrimas que el primer actor Arturo de Córdova, protector y
“promotor” de la carrera de Ramón Gay, vertió sobre el féretro. De ahí se
fueron a La Fuente, en donde los esperaba el papá y representante de Ana
Bertha. Mientras ella fue a prepararse para su show, Guillermo Lepe y su
futuro yerno se quedaron platicando en una mesa.
Entonces ya había fecha para la boda: el 26 de junio próximo. De Anda ya
había comprado y amueblado el departamento que iba a regalar a su esposa,
corrían las amonestaciones de la iglesia y se estaban repartiendo las
invitaciones para la fiesta.
En sus declaraciones a la policía, “Papá” Lepe dijo que el joven De Anda
había expresado su molestia por el trabajo de Ana Bertha, que pensaba
sacarla del ambiente artístico apenas se casaran, y si era posible antes.
Don Guillermo Lepe se opuso y empezó la discusión.
El Capi Borja alcanzó a escuchar cómo se iban alzando las voces de ambos
hombres.
—Si
no la saca usted de trabajar entonces olvídese de la boda y de todo
—dijo
De Anda.
—Mi
hija todavía tiene compromisos por cumplir
—replicaba
el señor Lepe—,
así que mientras usted no sea su marido, yo soy quien toma esas decisiones.
—¿Cree
que no sé que Uruchurtu viene a buscarla o que Sukarno se la quiere llevar a
Acapulco?... No me juzgue tan p*ndejo.