María
Encarnación Ríos Collazo
De Etnografía de los
amantes distantes
Los amantes distantes
contienen en sí todo el universo.
Los amantes distantes
contienen en sí todo el universo.
Su magnitud
deviene de la distancia y de la ausencia
que
en sus pupilas se hacen lluvia
y
multiplican el liquidámbar de los sentimientos.
Los
amantes distantes son más que amantes juntos
porque el espacio entre uno y otro lo llenan por sí mismos;
son
como un cuerpo inmenso que se crece en el aire.
De
hecho cada ave, cada pluma y cada mariposa
son
vehículos para expandir sus límites.
Los
amantes distantes llegan hasta las galaxias;
el
universo es todo de ellos,
la
distancia es su posibilidad,
la
alargan, la alargan y la alargan
en
las noches insomnes en que sus párpados
se
mantienen como conchas de nácar abiertas a la luna.
Los
amantes distantes son dueños de todos los perfumes,
de
todas las plazas, de todas las nubes, de todos los rincones.
Se
identifican con un perro que aúlla
porque saben del dolor de aullarle a alguna estrella
para
que sea piadosa y los una en suspiros.
Se
identifican con el alhelí porque cuidan su piel
para
otorgarla al otro en el sueño de la hora sumisa
de
acostarse desnudos en camas solitarias.
Se
identifican con la noche porque como ella son oscuros;
oscuros como grutas primordiales y tibias,
con
pensamientos únicos, como lúmenes uterinos,
como
soles ocultos bordados en el refajo del tiempo,
como
diamantes todavía guardados en su apariencia de carbón.
Los
amantes distantes contienen en sí todo el universo
y las
lenguas están imposibilitadas para hablar de ellos
porque nadie los ha visto.
Son
como almendras: se quitan la piel y la carne, y el corazón,
y
donde nada queda, allí están, (están allí),
“como
un recuerdo más, como una flor natural,
como
un aroma”, expandidos por todo el universo.
Los
amantes distantes son incorpóreos, por eso pueden volar,
y
tener la sabiduría de los nahuales, de los brujos, de los chamanes,
y
beberse todo el mundo en una magnífica copa de silencio.
Los
amantes distantes son solitarios.
Los
amantes distantes, herméticos, ausentes de los ruidos
son
como las gramíneas, son como los jarales;
estallan solos en la tierra húmeda de sus búsquedas.
Son
como canarios sordos, como musgos altivos;
huyen
de los ríos de asfalto que llevan cenizas anónimas;
son
egoístas porque les bastan el secreto y el silencio
para
pintar sus soles orgullosos, sus amapolas lúbricas,
sus
encantamientos de dalias resueltas a la muerte.
Los
amantes distantes son desconocidos, raros, diferentes;
a
veces se pierden para encontrarse en libros
como
flores recuerdo disecadas, (desafíos al olvido)...
Son
como hojas insumisas que sólo libres van sueltas del árbol;
son
como arenas perdidas bien lejos de su playa,
como
manos desencontradas, como dientes de león desperdigados.
Los
amantes distantes son solitarios;
se
alejan hasta del pan y enflaquecen voluntariamente
soñando con las manos del otro sobre su vientre y sobre sus costillas,
por
eso no comen, apenas beben viento y aspiran madrugada,
porque no pueden romper en un acto trivial el rito verde
del
infinito sueño del reencuentro...
Los
amantes distantes están solitarios siempre
soñando, como toros obstinados, con la vuelta del otro.
A
veces se hacen síntesis en una cruz,
en
una piedra, o en un ataúd de misterio.
Allí
abordan su inevitable regeneración.
Por
eso a veces de su cráneo brotan irreverentes
dos
colibríes en celo con un canto de lluvia.
Los
amantes distantes son polígamos.
Los
amantes distantes son polígamos;
copulan noche a noche con el silencio
en
camas amplias y húmedas;
parten besos, inventan desatinos,
y
gritan,
gritan como locos,
como ebrios,
como cocainómanos
el
nombre del amor...
Gritan hasta que agotan sus gargantas,
hasta
que las rajan como ocotes hambrientos,
hasta
que las resecan como cuevas prehistóricas,
como
tumbas egipcias,
como
cañones pétreos deglutidos por el tiempo.
Luego
flotan en ritos desquiciados
con
los ojos convertidos en cenotes de lágrimas.
Se
desvelan hasta que se vuelven locos,
invocan las presencias de los otros y no los dejan dormir.
Aún
en las placentas de la distancia se oyen sus clamores.
Inventan amapolas que no han visto,
inventan palabras que no han oído.
Se
sienten iluminados y se roban las palabras,
todas
las palabras, de todos los lenguajes,
y
todavía les parecen pocas, pobres, insuficientes,
para
decir desolación, deseo, amor, y copular con ellas
hasta
dejarlas como alondras taciturnas.
Luego, no conformes, minuto a minuto,
practican sexo oral con las flores:
las
muerden, las besan, las mastican;
se
beben un licuado de camelias,
comen
panes rellenos con pétalos de rosas,
beben
grandes jarros de aguamiel con violetas
y
comen miel aderezada con orquídeas adolescentes.
Sus
orgías no acaban...
a
veces, al canto de los gallos, se exacerba su ebriedad motriz,
entonces rompen lotos sagrados, juran sobre cruces de arena,
y
todavía se crecen invocando la herencia de todo el universo
para
justificar su insumisión.
Hasta
que la claridad del día los somete como a vampiros sin destino,
como
a palomos sin voz, como a niños enfermos,
como
a mujeres viudas o como a hombres olvidados.
Entonces dormitan un poco y parecen hormigas
sobre
una piedra de desolación.
Al
levantarse llevan colgando en sus mejillas
todos
los sentimientos del mundo.
Y
prosiguen su marcha enajenada
saludando, orando y salmodiando,
todas
las horas, los minutos, los segundos
a un
ser extraño e invisible al que llaman Futuro.
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