Tulancingo cultural tras los tules... Tulancingo, Hidalgo, México |
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4º Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra, Gto., 2007 | ||
7.Jul.07 |
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Amarte en toda esta incertidumbre
Reseña fotográfica del encuentro
José Quinterio Weir
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Pterocles Arenarius
Aforismos de miseria
Hay personas que padecen vidas miserables y hasta mueren miserablemente porque desconocen que existe la poesía William Carlos Williams
Eris, la diosa de la miseria, observó que Poros, el hermoso dios de la abundancia, cayó dormido, en dulce sueño, doblegado por el exceso de licor divino, luego de abandonar el jardín donde se efectuaba el banquete de los dioses. Entonces ella aprovechó el momento y gozó del inerte cuerpo de Poros. En la ilegítima y clandestina cópula fue concebido Pan, el dios del amor terreno, el que, siendo hijo de la abundancia es bienamado y sobredotado por ésta tanto como, a la vez, es presa y víctima de la miseria. Sin embargo, mientras el amor tiene momentos sublimes de esplendor, el odio, el lado negro del amor, es sólo miseria abominable. Mito griego del nacimiento de Pan.
I La miseria nos acompaña porque habitamos un cuerpo de animal. Aunque creamos actos y objetos que nos excluirían de la animalidad, nuestro cuerpo realiza las mismas funciones que los cuerpos de animales. Pero la miseria humana de principio radica en creer o actuar como si fuéramos (sólo) cuerpo, animal.
II De la animalidad que en nosotros subsiste derivan nuestras miserias. Y las glorias humanas emanan de la sublimación –desde los profundos pantanos de nuestra animalidad– de los más bajos instintos que se transfiguran en actos, sentimientos, reflexiones, bellísimos, intensos, profundos. Pero que provienen de los tremedales de la inconsciencia para ascender a los territorios de las dulces o violentas emociones, a los cielos del pensamiento reflexivo, al paraíso de la poesía, iluminado por el sol de la consciencia. Gracias a la escalinata dorada del raciocinio y sus áuricos peldaños, las palabras. Si no viviéramos para ascender desde la subterránea ciénaga de los instintos hasta los éxtasis del pensamiento, quizá de nada serviría vivir ni tuviera caso alguno.
III Extremo opuesto a la miseria es la libertad, por más que con frecuencia su ejercicio nos puede conducir hasta algún estadio de la miseria, verbigracia, el infierno de la cárcel. Y en tanto que miseria y libertad son parcialmente antagónicas, la antítesis de la libertad, la dependencia, siempre será una patética manifestación de la miseria: cárcel más aborrecible que la peor de las mazmorras.
IV La libertad, iluminada por la consciencia, es finalmente la decisión –en ejercicio del libre albedrío en magnitud directamente proporcional con la consciencia– para autoesclavizarse a la pasión más bella.
V La pasión más bella no es el dinero (el dinero se considera un bien, pero su ausencia se vuelve un mal), pues con demasiado dinero se accede al privilegio más vulgar, el privilegio del cerdo: comer y cagar y en exceso será potenciado hasta el supercerdo: comer demasiado, cagar demasiado. Una pasión vil.
VI El poder no es la pasión más bella porque su objetivo es compensar a espíritus monstruosamente inferiores, a los que su miseria los conduce a procurar el poder para ponerse por encima del resto de los humanos, tan ínfimos anómalos se autorreconocen.
VII El hambre de infinito es pasión terrible, pero cuando se satisface gracias a un vislumbre de divinidad es la pasión más bella. Puede sacarnos del mundo, volvernos anacoreta loco, delirante frenético, taumaturgo laico u oráculo virtual. O bien todo lo anterior junto más víctima de la obsesión por las palabras, es decir, poeta.
VIII Semejante apetito que los hombres padecemos suele intentar ser saciado de dos maneras esenciales, la primera espuria, vulgar al buscar poder o bienes económicos. Pero el poder o la excesiva riqueza terrenal reciben una soberbia lección para los que los acumulan: la de demostrarles a cada instante que son tan miserables como el que más, atrapados en este cuerpo de animal.
IX La otra manera de saciar el hambre de infinito es la creación. La única que nos compara con el Creador. Es la que nos sublima y llega a elevarnos por encima de lo humano. Las diferencias son muy claras: el que desea poder promete para que le cedamos el poder y nada a cambio entrega o bien da ventajosamente: “compra barato y vende caro” dicen ellos. El creador, aristócrata del espíritu, opulento de lo intangible, potentado de sensibilidades, no promete, primero entrega su obra y si luego recibe algo material a cambio de su creación es por añadidura.
X La miseria es imposibilidad de optar. En la lucha elemental, la que asumimos animalmente para sobrevivir, combatimos contra la miseria física. Entonces la vida puede acorralarnos al hacernos creer una gran victoria, es cuando perversamente nos aconseja que la grandiosa alternativa es la riqueza, el oro, el poder. E impone así a algunos engañados la peor de las miserias: ser servidores del becerro de oro. Son ésos, cada uno de ellos, la personificación del asno de oro.
XI El dinero, el más trabajado símbolo de las peores inclinaciones de los humanos, vuelve miserables físicos a quienes padecen su ausencia y miserables del espíritu a quienes lo poseen en demasía pues también padecen su ausencia porque nunca lo tendrán en cantidad suficiente entre sus manos, estarán siempre ávidos de lo que les sobra: el dinero.
XII ¿Quién habrá con mayor vacío interno que el archimillonario, un deseoso cuya avidez sólo es comparable con la de una víctima de hambruna, un insaciable vitalicio, un desbocado por acumular lo que menos necesita: la riqueza? ¿Quién, entonces, más miserable que el eternamente insaciado e insaciable que llamamos archimillonario?
XIII Hay quienes llenan el vacío espiritual con el goce de las artes, ya con la creación, ya con el disfrute de su percepción, que es la forma de re-crearlo; otros lo intentan con la temeridad suicida; algunos buscan y dan con la locura o su simulacro: “los paraísos artificiales”, las drogas, junto con alguna rebuscada autodestrucción o al menos alguna de ambas. Pero los archimillonarios intentan satisfacer el hambre de infinito con dinero. Lo que equivale a tratar de saciar el hambre de comida con rezos y oraciones.
XIV La vida es corta. Y los ricos se van del mundo más vacíos que nunca, más vacíos que nadie. Terminan siendo los verdaderos miserables, pues en esta breve existencia no se hartarán de riquezas ni siquiera aunque se convirtieran en el sujeto más rico del mundo. Y al final, en el momento de la implacable muerte nadie lamentará más que ellos no poder llevarse al otro mundo los bienes materiales que, dicen, son sus riquezas. Entonces, ¿para qué acumular riquezas si la vida es tan corta y habremos de volver a la tierra?
XV Los ricos no necesariamente son lo peor. Los suele haber filántropos que se desprenden de un poco de sus bienes materiales para entregarlos a los pobres. Y los que nacieron ricos llegan a desarrollar el buen gusto, a moderar sus apetitos gracias al permanente contacto con la abundancia. Su creencia en la superioridad sobre los pobres no la abandonarán jamás. Las excepciones son casi irracionales: Buda, Cristo, Francisco de Asís, Gandhi, algún otro que no llega a mi memoria.
XVI Pero si los muy ricos arrastran su inmenso fardo de miseria, hay un subgénero de ellos que se debate en una miseria de la miseria. Insoportables –e inaceptados– para los ricos tanto como para los pobres: son los nuevos ricos. Ayer miserables económicos, hoy menesterosos del espíritu por su avidez insaciada e intrínseca. Acumulan los peores defectos que suelen adjudicarse a los pobres: ignorancia, mal gusto, mezquindad y cobardía ante los más poderosos. Pero también se “adornan” con los peores defectos de los ricos: vanidad, soberbia, avaricia, prepotencia. Y tanto ricos como pobres los desprecian a veces en silencio, los que tienen más poder no pierden ocasión para recordarles su calidad de advenedizos. Y los pobres, aunque sea simbólicamente, por lo menos en sus actitudes, les recuerdan siempre su estatuto de traidores.
XVII Una notable forma de la miseria física es la extrema fealdad –en especial para las mujeres–, o las anormalidades congénitas traducidas ya sea en discapacidades o bien en diferencias con lo común de la anatomía humana, una dolorosa miseria. Pero una forma de miseria lamentabilísima es la miseria que se ignora a sí misma: la ignorancia. “El que nada sabe nada teme” y hasta logra una manera de la felicidad, la más simple y, ciertamente, miserable, la felicidad animal.
XVIII Miserable del espíritu es el que abusa de su fuerza (a veces de la única fuerza que suelen disponer los miserables, la fuerza física, la fuerza de las bestias) para imponerle a otros –siempre más débiles– la miseria del cuerpo a través de la violencia.
XIX La miseria intelectual no es tan escasa y en el grado ínfimo de ella están atrapados los que ponen su intelecto al servicio de los insaciables vitalicios, los millonarios, los desesperados por acumular lo que no necesitan: riqueza material. Pero el esplendor intelectual conduce a la inextricable paradoja de la grandiosa miseria: la del que acumula tanto conocimiento que mientras más acumula entiende que más desconoce.
XX Un hombre me llamó miserable al sospechar alguna superioridad que, cree, le darían sobre mí su dinero y el ya tan citado síndrome de los insaciables insaciados. Otro (o quizás fueran ambos) me denostó con tan excesiva desmesura que más bien terminó por regurgitar una parodia enfermiza de su propia miseria. Ambos, inconscientemente, demostraron permanecer varados en una inefable ineptitud de su lenguaje infinitésimo de inválidos expresivos y baldados del espíritu pues ni siquiera lograron expeler de manera inteligible la asombrosa miseria de su odio. Desde el Olimpo del lenguaje evito conmiserarme de ellos. Tampoco puedo odiarlos, porque el odio, como el amor, aproxima a los contendientes en un estrecho abrazo interminable de mutua degradación. Y para vencer al odio me refugio en el paraíso de la poesía, tapiado con refulgentes, inverosímiles vocablos, Edén sostenido por las columnas de las fúlgidas ideas, decorado por radiantes imágenes pergeñadas con palabras. La poesía no permite odiar porque el poema es construcción, creación de la divinidad que nos habita, sublimación que transfigura en acto de creación a la oscura excrescencia que es el odio. Y, finalmente, por todo ello y mucho más, la poesía es salvación también de la miseria.
XXI Para caminar en este mundo uso un báculo (tengo noticias que lo dijo antes Arreola), está hecho de palabras y del orden sublime que les permite convertirse en poesía. Con él tanteo para guiarme por los caminos del mundo, sobre su sólida esbeltez me apoyo y, en ciertos momentos, me ha llegado a servir también como garrote para golpear y defenderme. Soy, como todos los humanos, víctima de la miseria. Pero el báculo también me ha otorgado el esplendor al ser en su momento, la vara del profeta y el cetro del gran jefe para salvarme así de la miseria.
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