A dos de tres caídas: el Santo y la mexicanidad
De: http://bicentenario.com.mx/?p=14317, 30.jul.10
Una de las principales características del proceso ideológico de la Revolución Mexicana se halla inmersa en la búsqueda permanente del nacionalismo. Desde la época revolucionaria y hasta la primera mitad de los años sesenta, políticos e intelectuales permearon el ambiente con elementos que intentaban ser puramente patrios. El historiador Ricardo Pérez Monfort afirma: “como todo nacionalismo, éste se pobló de referencias históricas, de dogmas y de verdades absolutas, encontrando sus cauces de una manera más decidida al confrontarse con lo ‘lo extranjero’ o lo ajeno a la realidad mexicana”.
Con la consolidación del sistema político mexicano y el éxito del modelo económico conocido como desarrollo estabilizador, el nacionalismo se transformó provocando un enorme distanciamiento entre la clase gobernante y las bases sociales. Para el gobierno, el concepto de nacionalismo era totalmente discrecional y por momentos ajeno a la percepción que tenía el pueblo. Para la clase política era más importante forjar un cosmopolitanismo con tintes de modernidad, basado en el modelo del american way of life norteamericano, que mantener “lo popular” o aquellos elementos con los cuales se identificara plenamente con el pueblo.
Al comenzar la segunda mitad del siglo XX, grupos de todas las clases sociales, con excepción de las económicamente pudientes, se manifestaron contra las políticas gobiernistas, especialmente contra las que consideraban “anti-mexicanas, extranjerizantes y hasta exóticas”. Se trataba del común de los mexicanos, “miembros de las clases trabajadoras y medias”, que intentaban hacer la voz ante el gobierno “cada vez más alejado de los intereses populares”.
A partir de entonces y como lo señaló Octavio Paz en su obra El laberinto de la Soledad: “se iba a inventar un México fiel a sí mismo”. De esta manera surgieron y se consolidaron estereotipos de identificación nacional, los cuales se multiplicaron, sobre todo dentro del universo de los medios de comunicación masiva, como el cine, la radio y la televisión.
A los estereotipos como el charro y la china, la devoción guadalupana, la literatura revolucionaria, el folcklore regional, la pintura mural, el lenguaje, entre otros, se sumaron las representaciones simbólicas extraídas de los barrios urbanos; personajes del arrabal con tintes melodramáticos, con cuerpo y nombre que encarnaban momentáneamente la realidad propia del pueblo vitupereado en la irrealidad ajena del héroe contestatario, sólo “por puritito sentimiento”. Así surgió, Santo El Enmascarado de Plata, paladín de la justicia.
Un héroe enmascarado
A 20 años de la muerte de El Santo (1984), vale la pena recordar la historia de un hombre que se convirtió en leyenda y que dotó a la cultura popular de este país de un sentido de heroicidad en un momento en que el proceso de mexicanidad de los años posrevolucionarios urgían de un arquetipo de identificación nacional.
Su consolidación como luchador profesional y años después como estrella cinematográfica lo colocaron en un sitio de privilegio ante el gusto de la gente. Sus peleas transmitidas por radio y televisión; su fotonovela (con un tiraje arriba de los novecientos mil ejemplares) por semana y su pronta internacionalización, provocaron un fenómeno popular indiscutible para sus seguidores. Al grado de exaltar entre los mexicanos un sentimiento de orgullo nacional frente a los míticos personajes del comic norteamericano Batman y Superman.
A diferencia, de ellos, El Santo era de carne y hueso; un héroe enmascarado, sin rostro, con el rostro de todos. Enmascarado como las Máscaras Mexicanas de Paz: “Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo lo sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena”.
Como héroe, el Santo representa la justicia, esa que se le ha negado al pueblo mexicano a lo largo de su historia. Ese mismo pueblo, que lo venera como el único capaz para librarlo de las pesquisas sádicas, del horror y del terror y hasta de las invenciones ficticias. “Es un generoso colaborador- comentaba un crítico de cine- de la ineficiente policía metropolitana. Al menor llamado acude, se aparece de improviso ante la inminencia del peligro común. Actúa sin titubeos, siempre derribando a más de diez rivales simultáneamente, en un mundo incierto. Combate al mundo que pueblan maniáticos estranguladores, cerebros del mal, viajeros espaciales, profanadores de tumbas, sabios enloquecidos, contrabandistas internacionales, sectas seretas, conjuras de espías, zombies, etc”.
Pero cosa extraordinaria. Como era común en otros tiempos, la clase gobernante intentó apoderarse de ese “credo de la mexicanidad” para incluirlo en su discurso. Alguna vez fue invitado por el candidato a la presidencia Díaz Ordaz durante una gira. La apoteosis popular para el enmascarado fue inusitada, Díaz Ordaz comentó a alguno de sus colaboradores: “al paso que vamos este hombre va a ser el presidente”.
Pero el Santo permaneció incólume e inmaculado, sin venderse, hasta sus últimos días; luchando y acabalando el record de más de 10 mil encuentros en el pancracio. Su sepelio fue multitudinario. Investido con su ajuar de plata que le dio la inmortalidad, sus rivales y el pueblo le rindieron el último tributo Lo veneraron como a un héroe como a una leyenda, como la misma mexicanidad santa.
Una canción popular recogía en su estribillo: “El Santo quemó sus naves, lo digo sin recelo, por que ha llegado San Pedro, para aplicarle sus llaves y se llevó al Santo al cielo. Santo, Santo, Santo…”