Siempre jugué con la idea de
dibujar cada letra de lo que voy
escribiendo, más aun cuando
entre renglón y renglón la idea
va surgiendo a cuentagotas,
dándome ese tiempo de redondear
y agregar arabescos para hallar
la palabra justa. No ha surgido
jamás, justo es decirlo, un
estilo muy definido, ni un
acercamiento a las técnicas
caligráficas más conocidas, en
parte porque esa no era la
intención y por sobre todo por
mi desconocimiento de las
técnicas que se utilizan.
Alguna que otra vez al inicio de
un capítulo ramificaba
literalmente los bordes
exteriores de la inicial para
destacar ese comienzo del resto
del texto y sinceramente, lo
hacía más para que la imagen
quedara en mis primeros bocetos
(borradores) que con la
intención de llevarlos alguna
vez al trabajo definitivo.
Cuando ya estaba convencido de
que era una linda locura mía que
no confesaría a nadie, llegó a
mis manos “CUENTO CALIGRÁFICO”,
el delicado y magistral libro de
quien luego se convertiría en
una de mis más admiradas
escritoras, la querida mexicana
MARIA CRISTINA DE LA CONCHA
ORTIZ, a quien de visita a la
Argentina pude conocer y con
quien pude mantener ricas
conversaciones en torno a la
literatura, el arte en general y
otras cuestiones que hacen a la
noble tarea del escritor de ser
la voz y la palabra de quienes
saben lo que quieren decir y
carecen de las herramientas para
hacerlo. Cuando su libro llegó a
mis manos y pude leerlo me
imaginé un juego de palabras que
hoy quiero hacer públicas.
“En un comienzo fue la idea, el
misterio, la búsqueda; intentos
desesperados de contar algo sin
saber a quién, la piedra
silenciosa y la herramienta
inquieta. Los rústicos papiros y
las proféticas manos que
temblaban. Luego la paciencia de
su trazo suave contempló el
inicio de lo rudimentario y en
silencio vio pasar moldes y
estilos vertiginosamente. Y los
plumines herederos de las velas
que se consumían lentamente en
horas de la madrugada, amigos
del tiempo que vale cada segundo
en la prolijidad y el estilo,
siguieron su tarea silenciosos
como los granos de arena de un
antiguo reloj al que siempre
alguien volteaba una y otra vez.
Y pasaron los días, los años y
los siglos, y los oscuros
nubarrones de la modernidad que
ansiaban negar la luz a lo
heredado del pasado brillante,
aun sin poder cumplir con su
objetivo, dieron batalla al
llanto oscuro de los tinteros y
el papel ornamentado.
Y la tinta fue la lluvia oscura
y pesada que todo lo cubrió; y
los plumines fueron lanzas
arrojadas por manos de pulsos
firmes; y los delicados papeles,
dispuestos a arder si era
necesario, envolvieron todo en
blancos absolutos; y los
renglones fueron rejas que
atraparon las malas intenciones
y supieron separar la paja del
trigo. Pequeñas manos entintadas
se sumaron para hacer del futuro
una promesa y el sol siguió
brillando generación tras
generación, y llegó ese día en
el que alguien recopiló estilos,
formas, delineados, curvas y
arabescos para contar la
historia y usar las técnicas más
modernas para multiplicar y
difundir lo que siempre estuvo
destinado a quedar entre
nosotros. Y las escuelas le
abrieron sus puertas y los niños
sus corazones, y la fantasía
cobró estado real… y llegó a mis
manos.
Así fue que manifesté lo que
sentí al leer “CUENTO
CALIGRÁFICO”, con el sentimiento
repartido entre una buena labor
literaria y una batalla librada
contra el olvido. Busqué mis
viejos cuadernos de borradores,
a donde acudo cuando quiero
volver a leer al joven que fui,
y me reencontré con esas
mayúsculas que se ufanan de
ocupar el lugar inicial de la
oración primera y, aunque nada
tenía que ver con los delicados
trazos de Cristina, me gustó
coincidir en un par de rulos
como primer paso para dar inicio
a un intercambio de pequeñas
aventuras que forman parte de la
gran aventura de vivir.
OSCAR RICO – Brandsen – Buenos
Aires - Argentina
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