DETRÁS
DE LAS CÁMARAS DE VIDA CON MI
VIUDA
por José Agustín
EL DOBLE: ¿Cómo surgió
Vida con mi viuda?
YO: Mi novela Ciudades
desiertas, de 1982, trata de una pareja que vive una crisis a
los siete años de casados, y al terminarla me atrajo narrar la
vida de un matrimonio que perdurara pues constantemente se ponía a
prueba y así renovaba su amor. Es decir, se trataba de una pareja
insólita, ideal, pues en casi todos los matrimonios de muchos años
prepondera la costumbre, la inercia, el interés o el qué-dirán.
Desde un principio pensé que el marido de esta novela debía ser
alguien con una clara vocación para el sexo, y lo practica
intensamente como algo muy natural pero también casi sagrado,
porque conoce las técnicas del yoga tántrico, por lo cual era muy
importante que ya había logrado contener la eyaculación al hacer
el amor y no sólo tenía orgasmos múltiples en el acto sexual sino
en cualquier momento y circunstancia, a veces inoportunos, sin
excitación o erección; es decir, voluntaria o involuntariamente.
EL DOBLE: ¿Y la
idea del doble, de dónde vino?
YO: Pues yo manejaba el título
Vida con mi esposa, que me gustaba por simple y porque podía
resultar muy irónico, además de que me recordaba la película
Vida con mi padre, de Michael Curtiz. Después, por asociación
típica de alguien acostumbrado a jugar con las palabras, vino
Vida con mi viuda, pero eso implicaba que el marido había
muerto, y me fulminó entonces la idea de recurrir al tema
arquetípico del doble, que ha sido trabajado por Plauto,
Shakespeare, Lope de Vega, Dickens, Poe, Dostoievski, Stevenson,
Hoffmann, Meyrink, Mark Twain, Pirandello, Borges. El camino era
bueno y válido, clásico, pero me instalaba cerca de la fantasía.
Esto no me molestaba para nada, pero pensé, “si es fantástico, hay
que trabajarlo muy realista”. Desde ese momento se me ocurrió que
el doble llegara a morirse en brazos de mi protagonista, quien
aprovechaba la extraordinaria semejanza para intercambiar
identidades. Si mi personaje estaba oficialmente muerto se volvía
una especie de hombre invisible que podría asistir a su velorio y
a su entierro, y ver con objetividad a su esposa y a sus hijos: no
sólo qué había dejado en ellos, sino lo que hacían sin él. Esto me
introdujo en el voyeurismo, muy excitante por sus riesgos
abismales; y en el tema de la sombra, implícito en el del doble,
el lado oscuro del ser humano que se reprime o se oculta, o las
dos cosas. Si mi protagonista consideraría al sexo como algo
sagrado, el doble, por tanto, debería vivirlo desde la máxima
depravación pederástica y asesina, protegido por una sociedad
oculta de políticos, eclesiásticos, militares y empresarios muy
poderosa e impune que ganó el mundo pero mató su alma. Así se
podrían mostrar los dos hemisferios del sexo: el “celestial” y el
“infernal”, tal como hizo Milton al presentar los coitos de Adán y
Eva antes y después de comer la manzana.
EL DOBLE: ¿Y la mujer?
YO: Como todo esto me
sumergía en el mundo simbólico, pensé que la esposa debía de ser
extraordinaria, real pero también ideal. Por tanto, mis lecturas
sobre alucinógenos y de la invasión de eminentes académicos
extranjeros a Oaxaca en busca de plantas de poder me facilitaron
concebir a Doña Lupe, una gran chamana del tipo María Sabina; a su
hija Santa, míticamente bella, que en el nombre llevaba la fama y
que volvió loco de amor a un joven doctor etnobotánico de Boston,
Héctor Wise; a este personaje, por cierto, había que matarlo
pronto para que también adquiriera perfiles míticos: eso sí, antes
procrearía a Helena. Y ella sería indígena y gringa, conjunción
del ideal de belleza índigena y occidental, de la gran tradición
chamánica del México profundo y también de lo mejor de Estados
Unidos: una familia humanista, culta y rica dedicada a la
sintetización de plantas curativas.
EL DOBLE: ¿Cómo
pensabas trabajar esto?
YO: Desde entonces tuve en mente
varias lecciones de García Márquez: narrar lo inverosímil como si
fuera lo más normal del mundo, y apoyarme en los grandes mitos y
en los clásicos. Mi novela iba a ser como un cuento de hadas
fuertecito; bueno, en este caso, un cuento de brujas. Debía
cobijarse bajo los mitos griegos, especialmente los de Helena,
Héctor y Orestes, pero también en los zapoteco-mazatecos y en el
gran chamanismo de los hongos psylocibe. Además, descubrí
de pronto, con una pareja como la india bonita y el erotómano,
podía meterme en un tema inédito pero antiquísimo: la salvación
espiritual en pareja a través del sexo. Hasta donde yo sé, esto
sólo lo plantea el sistema de ideas y prácticas del yoga llamado
maithuna, o “tantra de la mano izquierda”, aunque Gustav
Meyrink también lo sugiere en El gólem y en El rostro
verde. A fin de cuentas el tema central sería que el amor
vence a la muerte si la salvación es en pareja. Para reforzar este
plano mítico decidí desdibujar el tiempo; pocas veces se sabría
bien desde qué momento se narraba, podían ser distintas décadas
del siglo veinte o del veintiuno; así preponderaría, como en los
sueños, una fusión de tiempo y espacio.
EL DOBLE: ¿Tenías muy detallada
la trama?
YO: Fui armando en la mente
esta novela a lo largo de muchos años. Por alguna razón, o por mis
facultades intuitivas, no quería bajar nada al papel. Todas mis
notas eran mentales. Creía que Onelio, que entonces se llamaba
Tonatiú, sería un ginecólogo exitoso y erotómano desde que lo
iniciara un tío pícaro. Helena, la India Bonita o la India Gringa,
por su parte, después de aprender alta brujería, vivir en Boston y
estudiar comunicación, sería una bruja de lujo que combinara lo
ancestral con la new age y se metía en problemas con la
política. La novela comenzaría con una detallada, larga narración
de la fiesta de bodas de plata, un poco al estilo de Madame
Bovary, de Flaubert, o de los Padrinos de Coppola;
luego vendría una feliz segunda luna de miel a la que
inmediatamente seguiría el cambio de identidades.
EL DOBLE:
¿Apareció entonces la Legión?
YO: Sí. El doble,
Kaprinski, pertenecería a una siniestra sociedad secreta que
secuestraba, drogaba, violaba y asesinaba niños de la calle. Tenía
que llamarse “Legión” porque así se autodenominó un demonio
posesionado de un pobre hombre. “Mi nombre es Legión, porque somos
muchos”, le dijo a Jesucristo. Todo esto se me ocurrió mucho antes
de las denuncias de las pederastias del padre Maciel y de los
sacerdotes católicos de Massachussets, quienes entendieron lo de
“elegir la puerta estrecha” muy a su conveniencia. En realidad la
idea se insinuó cuando leí El péndulo de Foucault, de
Humberto Eco, que es una novelada y sui generis historia de la
magia negra a partir de los templarios; este libro me revivió mis
lecturas de los sesenta sobre magia, negra y blanca, de Paracelso,
los alquimistas (vía Jung), Papus, Éliphas Levi, Stanislas de
Guaitia, Huysmanns, Waite, Yeats, Madame Blavatski y Aleister
Crowley (en cuyas misas comulgaban comiendo niños recién nacidos
en vez hostias). Cada vez más se imponía la idea de una sociedad
secreta, asesina y voyeurista, y ésta se redondeó cuando vi uno de
los primeros reality shows, Taxicab confessions, a fines de
los 1990. Una prostituta negra se subía furiosa en el taxi. “No
sabe qué horror. Estoy asqueada”, le decía al taxista. “Me
contrataron para una fiesta, superbién pagada, eso sí, pero no me
dijeron que iban a violar y a torturar a niños drogados; fue
espantoso, no aguanté y mejor me fui.” Pues ahí estaban las
prácticas de La Legión, pensé, añadiéndole el asesinato brutal y
ritual al estilo Crowley pero con voyeurismo high tech. Cuando se
estrenó Eyes wide shut, la película de Stanley Kubrick
basada en la novela
Los sueños del austriaco Arthur Schnitzler, me asusté un
poco al ver las coincidencias con mi idea de La Legión, pero no me
importó a fin de cuentas porque a mí se me había ocurrido antes;
lo único que hice fue que Onelio, en su momento, pensara “ah,
ahora estamos en Eyes wide shut”, lo cual correspondía con
las numerosas referencias al cine en la novela. Por supuesto, me
encantó coincidir con Schnitzler y Kubrick, a quienes aprecio
mucho. Lo mismo me ocurrió cuando supe que Saramago tenía una
novela titulada El hombre duplicado, también sobre el tema
del doble.
El DOBLE: ¿Qué
otros elementos tenías?
YO: Regresando de la segunda luna de
miel el marido intercambiaba identidades con su doble, y ya
“muerto” espiaba a su esposa y a sus hijos, contrataba a un
detective para que le informara de las actividades de su familia,
a la que ayudaría según sus necesidades; también tendría que
asumir el karma de León Kaprinski y confrontar a La Legión.
Helena, la viuda, tendría una agencia de publicidad que con el
tiempo se dedicaba a hacer encuestas, lo cual la ponía en contacto
con políticos y con un alto funcionario que buscaba la
presidencia. El muerto se hacía cirugía plástica, reconquistaba a
su mujer y se volvía a casar con ella. Esta línea, el tiempo
presente de la narración, estaría intercalada por grandes
flashbacks de las historias familiares en Oaxaca, Boston y la
ciudad de México.
EL DOBLE: Entonces
hubo muchos cambios.
YO: Pues sí, una cosa
es lo que se piensa y otra lo que se escribe, aunque no siempre.
Con todo esto elaboré una larga sinopsis; no la detallé mucho,
consciente de que al escribir surgirían cosas distintas,
imposibles de prever pues sólo aparecen al calor de la escritura
por necesidades del texto. Hasta 2002 decidí aterrizar las ideas
en el papel. Con cierta cautela escribí, a mano, en mi cuaderno y
con mi pluma fuente, “el principio”: la fiesta de bodas de plata y
la segunda luna de miel, en Varadero. También parte de los
primeros años de casados, el nacimiento del primer hijo y
aventuras eróticas que presentaban el tema del sexo sagrado y las
prácticas para lograr la contención de la respiración, del
pensamiento y de la eyaculación, lo cual produce orgasmos
equivalentes al éxtasis religioso, y múltiples además. Estos
materiales me entusiasmaban, pero no la narración en tercera
persona omnisciente que me había salido: correcta y fluida, pero
un tanto plana. No me gustaba. Probé entonces por el lado de las
mujeres y escribí la muerte del joven doctor Héctor Wise atrapado
en el bosque ante una flor azul de belleza inusitada. Era un
cuentito en sí y tenía el estilo que andaba buscando, una falsa
tercera persona: Onelio contaba lo que le habían contado. Por
tanto, los flashbacks del muerto y el tiempo “presente” de la
novela tendrían que ser en primera persona; mejor, pensé, así
resultaba más accesible una naturalidad relajada y a la vez ágil
al narrar. Publiqué “La muerte del doctor Héctor Wise” a fines de
2002 y casi al instante obtuve respuestas sumamente alentadoras.
EL DOBLE: ¿Fue
entonces cuándo te concentraste en la escritura definitiva?
YO: Quizá porque todo se fue armando
a través de muchos años, a principios de 2004 tenía la seguridad
instintiva de que dentro de mí la novela estaba hecha con todos
sus detalles. No me importaba saber específicamente cómo
sucederían muchas cosas porque eso es lo que me fascina de
escribir: lo que cae por sí mismo en el momento de la creación,
muchas veces algo no pensado conscientemente pero que el escritor
dentro de uno sí conoce muy bien, de ahí la enorme seguridad que
se siente. En los últimos días de 2003 revisé lo que tenía, unas
ochenta páginas, y decidí desechar y reescribir todo, menos de la
muerte de Héctor Wise, porque ahí se encerraba la esencia de la
novela y me propiciaba el tono justo de la narración: riguroso
pero relajado. En 2004, año bisiesto, del Mono, yo cumplía sesenta
años de edad, y decidí que la mejor manera de encarar el principio
de la vejez era en plena actividad, ya que aún se podía. Por
tanto, me puse a desarrollar lo que seguía de la muerte de Héctor
Wise: las historias de Doña Lupe, de Santa y de Helena, que
estuvieron muy bien, en el tono correcto. Luego pasé al nuevo
principio de la novela, empezar directo con el cambio de
identidades; no me gustó enteramente lo que escribí pero había
cosas muy buenas, así es que opté por corregir después y no
detener la novela, que fluía con una facilidad asombrosa, muy
limpia, bastante acabada, salvo el capítulo cero, y me
proporcionaba un placer que otras, muchas, veces he sentido pero
jamás como entonces. Así me eché los flashbacks de Boston, con la
muerte por amor de los abuelos Wise y el legado de la bilioteca
sobre maithuna y Afrodita. Pasé entonces a las primeras
experiencias voyeurísticas del Onelio “muerto” en el plano
“presente”, y luego a los flashbacks de su historia y la de su
familia, que me divirtieron mucho.
EL DOBLE: ¿Partías
de una base, un esquema?
YO: Sin parar de
escribir, desde enero estructuré y establecí las partes
principales de la trama. Hice una escaleta de la historia y otra
sinopsis, pero también una relación cronológica de los personajes
y los hechos, que se iniciaban en 1801 con la fundación de los
Laboratorios Wise en Boston y seguían hasta el siglo XXI.
Realmente no recuerdo en qué momento decidí que “el presente”
fuera en el futuro, con lo cual rendí homenaje a la ciencia
ficción, que me encanta, además de que haría más difuso el tiempo.
Helena y Onelio nacen en 1968, y se casan en 2001, luego la acción
“real” de la novela ocurre después de las bodas de plata, en 2025,
cuando Onelio cambia identidades con Kaprinski. También hice un
archivo con todos los personajes con pequeñas sinopsis
biográficas. Elegí la estructura de la Cruz Celta, una tirada más
o menos rápida del tarot que implicaba la estructura de la novela:
planos presentes alternados con flashbacks. El tiempo
pasado debía de ser panorámico, extenso pero conciso, de
dialogación escasa. El presente, en cambio, era detallado,
minucioso, dialogado, coloquial y más breve. También había surgido
ya una fusión de géneros, una novela “multigéneros”: romanticismo,
terror gótico, fantasía, thriller, ciencia ficción, picaresca,
simbolismo, realismo crítico; y coexistencia de temas: amor, sexo,
erotismo, muerte, identidad, la pareja, la familia, el cine. Todo
esto resultaba una abundancia de subhistorias, cuentos dentro del
cuento, saludos a Apuleyo, Las mil y una noches y al
Quijote.
EL DOBLE: ¿Y el
estilo?
YO: El título Vida con mi
viuda, una aliteración y casi un trabalenguas, conllevaba un
guiño irónico al lector y fue una invitación irresistible a jugar
intensamente con las palabras; se reactivó mi espíritu nabokoviano
y por eso muchos nombres de los subcapítulos son aliteraciones o
juegos de palabras (“La vida después de la vida no es vida”, “Allá
en Ayautla la bella llora”). Ya metido en ésas no titubeé en
rociar generosamente la narración con numerosas citas de versos y
novelas (Poe, Nabokov, Meyrink, Lorca, Shakespeare, Rimbaud,
Baudelaire, Lowry, García Márquez), y canciones (Cri Cri, Neil
Young, Pérez Prado, Buena Vista Social Club, el Piporro, Guti
Cárdenas), además de refranes retorcidos, chistes ultraprivados y
cosas por el estilo. Pero esto es algo que hago con frecuencia.
Claro que, como Onelio acabó siendo cineasta, predominaron las
referencias cinematográficas.
EL DOBLE: ¿Qué
tanto escribías, con qué frecuencia?
YO: Escribía de lunes a viernes en
sesiones nocturnas de ocho, diez y doce horas. Me sentaba a la
máquina a las seis de la tarde y corregía lo que había escrito
antes. Suspendía para cenar, y de las diez en adelante escribía
sin preocupación por el tiempo. A veces le paraba a las tres, pero
normalmente me seguía hasta las cuatro o cinco de la mañana.
Varias veces me amaneció. Hice esfuerzos por escribir de día,
porque las desveladas me pesaban cada vez más, pero aunque lo
logré en alguna medida la escritura de Vida con mi viuda
fue enteramente de madrugada. Sabía que estaba pateando bastante a
la musa y creía que me podía enfermar, pero estaba convencido de
que mientras pudiera accionar la mano la novela seguiría fluyendo;
ya era algo que, en cierta forma, estaba “más allá de mí”, de
hecho se hacía sola y me proporcionaba intensas exaltaciones y
sorpresas constantes. Era un estado de profunda e intoxicada
felicidad pero también de lucidez extrema y alerta. Sentía que
Dios era mi copiloto. No pensaba más que en la novela y todas las
noches escribir era un viaje sensacional. Lo hacía sin ninguna
prisa, buscando datos con calma y meticulosidad cuando hacía
falta. Oía musica y daba vueltas por el jardín para mover las
piernas, el cuerpo, y ver las estrellas o las grandes nubes. De
día le platicaba a mi esposa Margarita lo que había escrito, y los
fines de semana a mi hijo Jesús. Mi hijo José Agustín leyó desde
las primeras páginas. Con Andrés, mi hijo y editor, por teléfono
platicaba mucho de cómo iban las cosas; por mayo me pidió que le
mostrara lo que llevaba. Le envié electrónicamente como ciento
sesenta cuartillas, con la advertencia de que el primer capítulo
aún no estaba bien, pero que después lo corregiría. Él me lo
corroboró; se le hizo apresurado y a trompicones. Lo demás estaba
muy bien. Pues sí. Me di cuenta, como me ocurriría muchas veces
durante toda la novela, de que los elementos fundamentales estaban
ahí y todo era cosa de ponerlos en su sitio. Ante la respuesta de
Andrés, decidí entonces atender de una vez ese problema esencial y
regresé al principio. Postergué el encuentro con el doble un par
de estratégicas páginas, ocupándome de Lucía, la asistente de
edición, lo cual además me servió para establecer el tono de la
novela, y porque planteaba de entrada, sin dilación, el tema del
sexo. Mi hijo Jesús, a su vez, me sugirió que Onelio no siguiese a
Helena y al cadáver, sino de que fuera a casa de Kaprinski y más
tarde alguien contara cuando ella reconoció al muerto como su
marido. Era la solución exacta; me fui a casa de Kasprinski y sus
disfraces, con lo cual estiré al máximo la credibilidad del
relato, y así se arregló todo; lo demás quedó casi igual. Era
importantísimo que el principio de la novela no tuviera fallas no
sólo para atrapar al lector, sino porque en él se establecían
coordenadas esenciales. Como el tema era casi inverosímil (se
puede dar el caso, pero es muy raro ese tipo de semejanzas), si el
lector no tiraba el libro en las primeras páginas ya se había
jodido, lo infectaría el Virus de la Viuda e iba a leer hasta el
final. Así se impondría una vez más el poder de la ficción, de la
invención, sobre la realidad. Como se sabe, en el arte lo
imposible es posible, como en los sueños. Por cierto, mi hijo
Jesús, siquiatra y neurólogo, apoyó al instante mi muy temprana
decisión de que Onelio no fuera ginecólogo sino cineasta, lo cual
me resultaba algo mucho más familiar y me permitía narrar sin
estar haciendo consultas a especialistas.
El DOBLE: Muy
bien. Arreglaste el principio. ¿Luego qué vino?
YO: Resuelto el
principio, que era fundamental, seguí mi plan general, que se
rehacía continuamente y me obligaba a regresar a partes ya
escritas para injertar o reacomodar datos esenciales. El sistema
seguía siendo la alternación de presente y pasado, aunque claro
que en un par de ocasiones rompí el esquema para rehuir lo
mecánico, monótono y previsible. Después del descubrimiento de los
discos y ritos de la Legión, y de línea de la obesa detective
Laura López, como la Cruz Celta indicaba lo siguiente era contar
la vida de casados de Onelio y Helena, y después resolver
conflictos, cerrar todos los hilos y terminar la novela: tenía
cuatro finales distintos en la mente, pero cuando en el penúltimo
capítulo Onelio cambió el veneno por nux vomica supe cuál
era el fin inevitable. Al terminar julio estaba encarreradísimo,
con la meta a la vista, pero aunque hice a un lado todos los
compromisos (y quedé muy mal con mucha gente) no pude rehusarme a
ir a los festejos que organizó la Universidad Autónoma de Nuevo
León por los cuarenta años de La tumba, y que estuvieron
sensacionales. Fuimos a Monterrey, pero al regresar vi con pavor
que la interrupción no había sido buena, y así como hubo problemas
con el principio los tuve con el final.
EL DOBLE: ¿Qué
pasó?
YO: Varias cosas no
quedaron bien, lo sabía sin dudas, partes que eliminar, reacomodar
o trabajar un poco más. Calculaba solucionar todo en un par de
semanas, dar un par de capas de corrección más y tener listo el
libro a más tardar el treinta y uno de agosto, porque me latió
presentarlo en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, a
fines de octubre. Andrés nuevamente quiso ver más material y le
envié el libro completo, de nuevo con la advertencia de que no
estaba enteramente acabado. Pero esa vez mi hijo no fue el único
de Planeta que vio esa versión, pues para adelantar la portada la
diseñadora Ana Paula Dávila y, una de las correctoras de estilo,
Glynke Lehn, se echaron el manuscrito. Andrés y ellas hicieron
observaciones muy importantes que me ahorraron tiempo, pues sin
duda yo habría advertido todo eso en las revisiones finales.
Aducían que el último flashback era muy extenso y, como era el
penúltimo capítulo, resultaba desmesurado porque ya urgía conocer
el desenlace. Tenían toda la razón. Por tanto, reduje de cincuenta
a veinticinco páginas el flashback del matrimonio de Onelio y
Helena y lo coloqué como antepenúltimo capítulo; es decir, lo moví
un lugar hacia atrás, cuando aún no obstruía el final. Éste
también cojeaba, estaba un paco ralo y necesitaba vestirse así es
que le confeccioné numerosos detalles importantes, decidí que mi
pareja hiciera el amor, decisivo y merecido, y después extendí
estratégicamente la atmósfera lluviosa y neblinosa del bosque.
EL DOBLE: ¿No
pensaste en extender la novela?
YO: Sí, se me antojaba
narrar más las historias que surgían; pero me contuve: debía
tratar las cosas con la base suficiente pero sin desarrollarlas
demasiado, orquestar un juego de equilibrios muy finos, de
contenciones acordes con las sexuales de maithuna, y dar
sólo lo estrictamente necesario de cada personaje o historia.
Buscaba una obra redonda, de hecho hermética, totalizante, y a la
vez abierta porque pavimentaría numerosas carreteras a la
imaginación y la reflexión. Pero los materiales eran muchos y
Andrés me pidió un árbol genealógico, lo cual me entusiasmó; me
encantan ese tipo de detalles en los libros, como el mapa que hizo
Humboldt de Acapulco y que publicamos en Dos horas de sol.
El DOBLE: ¿Cómo
concluíste el libro?
YO: A pesar de la interrupción de
Monterrey no perdí la frecuencia, sólo pensé que me tardaría un
poco más y le dije a Andrés que acabaría en septiembre. Y
¡milagro! Para mi absoluta sorpresa, porque si lo planeo no me
sale, siguiendo el curso normal, natural, de la escritura,
llegué al final precisamente a las cuatro de la mañana del 19 de
agosto de 2004, el mero día de mi cumpleaños. Estaba intoxicado
de placer y felicidad. Me resistía a dejarlo y me regresaba una
o dos páginas dizque para revisarlas antes de escribir el final.
No quería terminar por terminar pero después de las revisiones
comprendí que ya estaba. Sabía que podía posponer la entrega de
la novela y corregirla más, el tiempo que yo quisiese, pero de
alguna manera escribirla había sido una especie de rapto y así
debía concluir. Ese libro era un arrebato o, como dijo Antonio
Skármeta, “un delirio controlado”. Además, la novela es un
género maravilloso entre otras cosas porque “perdona”. La
extensión permite que si hay un error o debilidad éstos se
olviden si lo que sigue se pone bueno.
EL DOBLE: A fin de cuentas,
¿cuánto tiempo te llevó escribir esta novela?
YO: Total, sin tomar en cuenta
el incubamiento de quince años y las ochenta páginas que escribí
en 2002 y 2003, muy útiles aunque las deseché, escribí Mi viuda
en ocho meses, del primer día de enero al 19 de agosto de 2004.
Fue un trabajo muy intenso que se impuso por sí mismo, porque yo
estaba picado pero a la vez no tenía prisa y desarrollaba las
cosas hasta el punto exacto. Escribí a ese ritmo porque la novela
estaba madura dentro de mí y yo sólo me concretaba a darle lo que
requería. El 19 de agosto fue jueves, creo. Descansé entonces tres
días, porque la intensidad de la escritura de madrugada, a la hora
del lobo, me resultó extenuante. Pero el lunes de nuevo estaba
revisando la totalidad de la novela. Hice muchas correcciones
pequeñas y al último capítulo sólo le agregué, al mero final, la
frase “me pareció bellísima”, que según yo le cayó muy bien, pues
la esdrújula cerraba y a la vez invitaba a la reinmersión;
permitía que el lector sintiera que todo terminaba como debía de
ser pero dejaba reverberaciones de la historia que podían hacerlo
regresar a ella, aunque sólo fuera para hojear las páginas. El 28
de agosto concluí esas correcciones, pero aún revisé la novela
hasta que el 31, como prometí, se la envié a Andrés, quien, a su
vez, dio a componer el texto y mientras lo leyeron Andrea Lehn y
Jesús Anaya, ellos hicieron nuevas observaciones menores, y éstas,
aunadas a las de mi hijo y su esposa Una Pérez Ruiz, estupenda
lectora, motivaron que Andrés viniera a Cuautla y durante una
intensa sesión trabajamos las últimas afinaciones ya sobre pruebas
finas. Eso fue a mediados de septiembre. En tanto, había una
persistente búsqueda de la portada, que se resolvió cuando René
Solís salió con el maravilloso cuadro Juego de manos, de
Santiago Carbonell, que parecía mandado a hacer especialmente para
la novela y cuya perfección continuaba la excelencia de las
portadas que mi hermano Augusto Ramírez hizo para varios libros
míos. Andrés y yo escribimos la cuarta de forros, y él añadió las
frases “una novela provocadora y divertida, perturbadora y
enigmática, profunda y vital”, que funcionaron muy bien. Después
hizo el milagro de que las correcciones se incorporaran y el libro
estuviera impreso, encuadernado y terminado el 10 de octubre de
2004, en cuarenta días, y los primeros diez ejemplares llegaron
justo cuando en el Palacio de Bellas Artes se festejaban mis
sesenta años de edad. Fue un regalo inesperado y maravilloso,
porque la edición quedó impecable. Bueno, casi. No faltaron las
erratas y, por mi parte, algunas frases pudieron limpiarse más.
Las corregí, era cuestión de una o dos líneas, y la segunda
reimpresión las incorporó.
EL DOBLE: ¿Cómo ubicas Vida
con mi viuda entre tus novelas?
YO: Al escribir este libro
advertí que, entre otras cosas, sin proponérmelo, he venido
cronicando las “etapas de la vida”. El destino me llevó a narrar
la juventud siendo muy joven; en La tumba y De perfil
me referí a la adolescencia; y en Abolición de la propiedad,
Se está haciendo tarde y El rey se acerca a su templo,
al periodo entre los veinte y los treinta años de edad. En
Ciudades desiertas y Cerca del fuego el tema subyacente
es el advenimiento de la madurez, el cambio cualitativo que
implica y los actos propiciatorios para facilitarlo. En La
panza del Tepozteco revisé la niñez, pero entré de lleno en el
tema de la madurez, el periodo de la vida entre los cuarenta y los
cincuenta años, en Dos horas de sol. Vida con mi viuda,
por su parte, entre otras cosas, narra la culminación de la
madurez y el principio de la vejez, lo cual, por fuerza, implica
recapitulaciones.
EL DOBLE: Hay
quien dice que Vida con mi
viuda sintetiza tus temas de siempre, pero otros sostienen que
es muy distinta a tus libros anteriores.
YO: Yo creo que es lo
mismo y algo muy distinto. Están muchos temas de mis libros:
identidad, amor, sexo, erotismo, muerte; la pareja, la familia, la
amistad; el misticismo, los alucinógegenos; el arte, la cultura
popular; el poder, la política, la crítica social. Sin embargo, es
un libro muy distinto a los demás que sólo podía escribir a los
sesenta años. Queda clara una moralidad en la que se
retroalimentan continuamente el yin y el yang, lo legal y lo
prohibido, el pecado y la pureza, la luz y la oscuridad, el cielo
y el infierno. Hay muchos menos juegos coloquiales y diálogos. La
narración es fluida y por lo general logra la palabra justa. Es
ágil, a veces vertiginosa, pero a la vez relajada, llena de
detalles e ironía elegante. Es el mejor diseño escritural que he
publicado. Hice homenajes discretos a la ciencia ficción, al
thriller, a la narrativa gótica y romántica, y al cine en
especial. Si el protagonista era cineasta, la narración bien podía
sugerir una película sin que por eso perdiera su densa naturaleza
literaria. Asimismo son clave, porque sostienen el contexto
mítico, el apoyo y las referencias constantes a la cultura en
general y a los clásicos en especial: los mitos griegos y
zapotecos, al gran refinamiento erótico de la India; o a
Shakespeare, Apuleyo, Las mil y una noches, Poe, Meyrink y
Nabokov.
EL DOBLE: ¿Qué representa,
finalmente, Vida con mi viuda para ti?
YO: Todos mis libros han sido
experiencias maravillosas y a la vez terroríficas y aleccionantes,
pero lo que he vivido con Vida con mi viuda es
incomparable. En lo personal, además de las recompensas,
representó una muy especial, anonadante, forma de enfrentarme a mí
mismo, una extraordinaria reactivación de mis procesos de
desarrollo y gran diversión a todo lo largo.
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