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    DETRÁS 
          
          DE LAS CÁMARAS DE VIDA CON MI 
          VIUDA 
          
          por José Agustín  EL DOBLE: ¿Cómo surgió 
              Vida con mi viuda? 
                 YO: Mi novela Ciudades 
              desiertas, de 1982, trata de una pareja que vive una crisis a 
              los siete años de casados, y al terminarla me atrajo narrar la 
              vida de un matrimonio que perdurara pues constantemente se ponía a 
              prueba y así renovaba su amor. Es decir, se trataba de una pareja 
              insólita, ideal, pues en casi todos los matrimonios de muchos años 
              prepondera la costumbre, la inercia, el interés o el qué-dirán. 
              Desde un principio pensé que el marido de esta novela debía ser 
              alguien con una clara vocación para el sexo, y lo practica 
              intensamente como algo muy natural pero también casi sagrado, 
              porque conoce las técnicas del yoga tántrico, por lo cual era muy 
              importante que ya había logrado contener la eyaculación al hacer 
              el amor y no sólo tenía orgasmos múltiples en el acto sexual sino 
              en cualquier momento y circunstancia, a veces inoportunos, sin 
              excitación o erección; es decir, voluntaria o involuntariamente. 
                 EL DOBLE: ¿Y la 
              idea del doble, de dónde vino? 
               YO: Pues yo manejaba el título 
              Vida con mi esposa, que me gustaba por simple y porque podía 
              resultar muy irónico, además de que me recordaba la película 
              Vida con mi padre, de Michael Curtiz. Después, por asociación 
              típica de alguien acostumbrado a jugar con las palabras, vino 
              Vida con mi viuda, pero eso implicaba que el marido había 
              muerto, y me fulminó entonces la idea de recurrir al tema 
              arquetípico del doble, que ha sido trabajado por Plauto, 
              Shakespeare, Lope de Vega, Dickens, Poe, Dostoievski, Stevenson, 
              Hoffmann, Meyrink, Mark Twain, Pirandello, Borges. El camino era 
              bueno y válido, clásico, pero me instalaba cerca de la fantasía. 
              Esto no me molestaba para nada, pero pensé, “si es fantástico, hay 
              que trabajarlo muy realista”. Desde ese momento se me ocurrió que 
              el doble llegara a morirse en brazos de mi protagonista, quien 
              aprovechaba la extraordinaria semejanza para intercambiar 
              identidades. Si mi personaje estaba oficialmente muerto se volvía 
              una especie de hombre invisible que podría asistir a su velorio y 
              a su entierro, y ver con objetividad a su esposa y a sus hijos: no 
              sólo qué había dejado en ellos, sino lo que hacían sin él. Esto me 
              introdujo en el voyeurismo, muy excitante por sus riesgos 
              abismales; y en el tema de la sombra, implícito en el del doble, 
              el lado oscuro del ser humano que se reprime o se oculta, o las 
              dos cosas. Si mi protagonista consideraría al sexo como algo 
              sagrado, el doble, por tanto, debería vivirlo desde la máxima 
              depravación pederástica y asesina, protegido por una sociedad 
              oculta de políticos, eclesiásticos, militares y empresarios muy 
              poderosa e impune que ganó el mundo pero mató su alma. Así se 
              podrían mostrar los dos hemisferios del sexo: el “celestial” y el 
              “infernal”, tal como hizo Milton al presentar los coitos de Adán y 
              Eva antes y después de comer la manzana. 
              EL DOBLE: ¿Y la mujer? 
                 YO: Como todo esto me 
              sumergía en el mundo simbólico, pensé que la esposa debía de ser 
              extraordinaria, real pero también ideal. Por tanto, mis lecturas 
              sobre alucinógenos y de la invasión de eminentes académicos 
              extranjeros a Oaxaca en busca de plantas de poder me facilitaron 
              concebir a Doña Lupe, una gran chamana del tipo María Sabina; a su 
              hija Santa, míticamente bella, que en el nombre llevaba la fama y 
              que volvió loco de amor a un joven doctor etnobotánico de Boston, 
              Héctor Wise; a este personaje, por cierto, había que matarlo 
              pronto para que también adquiriera perfiles míticos: eso sí, antes 
              procrearía a Helena. Y ella sería indígena y gringa, conjunción 
              del ideal de belleza índigena y occidental, de la gran tradición 
              chamánica del México profundo y también de lo mejor de Estados 
              Unidos: una familia humanista, culta y rica dedicada a la 
              sintetización de plantas curativas. 
                 EL DOBLE: ¿Cómo 
              pensabas trabajar esto? 
               YO: Desde entonces tuve en mente 
              varias lecciones de García Márquez: narrar lo inverosímil como si 
              fuera lo más normal del mundo, y apoyarme en los grandes mitos y 
              en los clásicos. Mi novela iba a ser como un cuento de hadas 
              fuertecito; bueno, en este caso, un cuento de brujas. Debía 
              cobijarse bajo los mitos griegos, especialmente los de Helena, 
              Héctor y Orestes, pero también en los zapoteco-mazatecos y en el 
              gran chamanismo de los hongos psylocibe. Además, descubrí 
              de pronto, con una pareja como la india bonita y el erotómano, 
              podía meterme en un tema inédito pero antiquísimo: la salvación 
              espiritual en pareja a través del sexo. Hasta donde yo sé, esto 
              sólo lo plantea el sistema de ideas y prácticas del yoga llamado
              maithuna, o “tantra de la mano izquierda”, aunque Gustav 
              Meyrink también lo sugiere en El gólem y en El rostro 
              verde. A fin de cuentas el tema central sería que el amor 
              vence a la muerte si la salvación es en pareja. Para reforzar este 
              plano mítico decidí desdibujar el tiempo; pocas veces se sabría 
              bien desde qué momento se narraba, podían ser distintas décadas 
              del siglo veinte o del veintiuno; así preponderaría, como en los 
              sueños, una fusión de tiempo y espacio. 
               EL DOBLE: ¿Tenías muy detallada 
              la trama? 
                YO: Fui armando en la mente 
              esta novela a lo largo de muchos años. Por alguna razón, o por mis 
              facultades intuitivas, no quería bajar nada al papel. Todas mis 
              notas eran mentales. Creía que Onelio, que entonces se llamaba 
              Tonatiú, sería un ginecólogo exitoso y erotómano desde que lo 
              iniciara un tío pícaro. Helena, la India Bonita o la India Gringa, 
              por su parte, después de aprender alta brujería, vivir en Boston y 
              estudiar comunicación, sería una bruja de lujo que combinara lo 
              ancestral con la new age y se metía en problemas con la 
              política. La novela comenzaría con una detallada, larga narración 
              de la fiesta de bodas de plata, un poco al estilo de Madame 
              Bovary, de Flaubert, o de los Padrinos de Coppola; 
              luego vendría una feliz segunda luna de miel a la que 
              inmediatamente seguiría el cambio de identidades. 
               
                 EL DOBLE: 
              ¿Apareció entonces la Legión? 
                 YO: Sí. El doble, 
              Kaprinski, pertenecería a una siniestra sociedad secreta que 
              secuestraba, drogaba, violaba y asesinaba niños de la calle. Tenía 
              que llamarse “Legión” porque así se autodenominó un demonio 
              posesionado de un pobre hombre. “Mi nombre es Legión, porque somos 
              muchos”, le dijo a Jesucristo. Todo esto se me ocurrió mucho antes 
              de las denuncias de las pederastias del padre Maciel y de los 
              sacerdotes católicos de Massachussets, quienes entendieron lo de 
              “elegir la puerta estrecha” muy a su conveniencia. En realidad la 
              idea se insinuó cuando leí El péndulo de Foucault, de 
              Humberto Eco, que es una novelada y sui generis historia de la 
              magia negra a partir de los templarios; este libro me revivió mis 
              lecturas de los sesenta sobre magia, negra y blanca, de Paracelso, 
              los alquimistas (vía Jung), Papus, Éliphas Levi, Stanislas de 
              Guaitia, Huysmanns, Waite, Yeats, Madame Blavatski y Aleister 
              Crowley (en cuyas misas comulgaban comiendo niños recién nacidos 
              en vez hostias). Cada vez más se imponía la idea de una sociedad 
              secreta, asesina y voyeurista, y ésta se redondeó cuando vi uno de 
              los primeros reality shows, Taxicab confessions, a fines de 
              los 1990. Una prostituta negra se subía furiosa en el taxi. “No 
              sabe qué horror. Estoy asqueada”, le decía al taxista. “Me 
              contrataron para una fiesta, superbién pagada, eso sí, pero no me 
              dijeron que iban a violar y a torturar a niños drogados; fue 
              espantoso, no aguanté y mejor me fui.” Pues ahí estaban las 
              prácticas de La Legión, pensé, añadiéndole el asesinato brutal y 
              ritual al estilo Crowley pero con voyeurismo high tech. Cuando se 
              estrenó Eyes wide shut, la película de Stanley Kubrick 
              basada en la novela
              Los sueños del austriaco Arthur Schnitzler, me asusté un 
              poco al ver las coincidencias con mi idea de La Legión, pero no me 
              importó a fin de cuentas porque a mí se me había ocurrido antes; 
              lo único que hice fue que Onelio, en su momento, pensara “ah, 
              ahora estamos en Eyes wide shut”, lo cual correspondía con 
              las numerosas referencias al cine en la novela. Por supuesto, me 
              encantó coincidir con Schnitzler y Kubrick, a quienes aprecio 
              mucho. Lo mismo me ocurrió cuando supe que Saramago tenía una 
              novela titulada El hombre duplicado, también sobre el tema 
              del doble. 
                 El DOBLE: ¿Qué 
              otros elementos tenías? 
               YO: Regresando de la segunda luna de 
              miel el marido intercambiaba identidades con su doble, y ya 
              “muerto” espiaba a su esposa y a sus hijos, contrataba a un 
              detective para que le informara de las actividades de su familia, 
              a la que ayudaría según sus necesidades; también tendría que 
              asumir el karma de León Kaprinski y confrontar a La Legión. 
              Helena, la viuda, tendría una agencia de publicidad que con el 
              tiempo se dedicaba a hacer encuestas, lo cual la ponía en contacto 
              con políticos y con un alto funcionario que buscaba la 
              presidencia. El muerto se hacía cirugía plástica, reconquistaba a 
              su mujer y se volvía a casar con ella. Esta línea, el tiempo 
              presente de la narración, estaría intercalada por grandes 
              flashbacks de las historias familiares en Oaxaca, Boston y la 
              ciudad de México. 
                 EL DOBLE: Entonces 
              hubo muchos cambios. 
                 YO: Pues sí, una cosa 
              es lo que se piensa y otra lo que se escribe, aunque no siempre. 
              Con todo esto elaboré una larga sinopsis; no la detallé mucho, 
              consciente de que al escribir surgirían cosas distintas, 
              imposibles de prever pues sólo aparecen al calor de la escritura 
              por necesidades del texto. Hasta 2002 decidí aterrizar las ideas 
              en el papel. Con cierta cautela escribí, a mano, en mi cuaderno y 
              con mi pluma fuente, “el principio”: la fiesta de bodas de plata y 
              la segunda luna de miel, en Varadero. También parte de los 
              primeros años de casados, el nacimiento del primer hijo y 
              aventuras eróticas que presentaban el tema del sexo sagrado y las 
              prácticas para lograr la contención de la respiración, del 
              pensamiento y de la eyaculación, lo cual produce orgasmos 
              equivalentes al éxtasis religioso, y múltiples además. Estos 
              materiales me entusiasmaban, pero no la narración en tercera 
              persona omnisciente que me había salido: correcta y fluida, pero 
              un tanto plana. No me gustaba. Probé entonces por el lado de las 
              mujeres y escribí la muerte del joven doctor Héctor Wise atrapado 
              en el bosque ante una flor azul de belleza inusitada. Era un 
              cuentito en sí y tenía el estilo que andaba buscando, una falsa 
              tercera persona: Onelio contaba lo que le habían contado. Por 
              tanto, los flashbacks del muerto y el tiempo “presente” de la 
              novela tendrían que ser en primera persona; mejor, pensé, así 
              resultaba más accesible una naturalidad relajada y a la vez ágil 
              al narrar. Publiqué “La muerte del doctor Héctor Wise” a fines de 
              2002 y casi al instante obtuve respuestas sumamente alentadoras. 
                 EL DOBLE: ¿Fue 
              entonces cuándo te concentraste en la escritura definitiva? 
               YO: Quizá porque todo se fue armando 
              a través de muchos años, a principios de 2004 tenía la seguridad 
              instintiva de que dentro de mí la novela estaba hecha con todos 
              sus detalles. No me importaba saber específicamente cómo 
              sucederían muchas cosas porque eso es lo que me fascina de 
              escribir: lo que cae por sí mismo en el momento de la creación, 
              muchas veces algo no pensado conscientemente pero que el escritor 
              dentro de uno sí conoce muy bien, de ahí la enorme seguridad que 
              se siente. En los últimos días de 2003 revisé lo que tenía, unas 
              ochenta páginas, y decidí desechar y reescribir todo, menos de la 
              muerte de Héctor Wise, porque ahí se encerraba la esencia de la 
              novela y me propiciaba el tono justo de la narración: riguroso 
              pero relajado. En 2004, año bisiesto, del Mono, yo cumplía sesenta 
              años de edad, y decidí que la mejor manera de encarar el principio 
              de la vejez era en plena actividad, ya que aún se podía. Por 
              tanto, me puse a desarrollar lo que seguía de la muerte de Héctor 
              Wise: las historias de Doña Lupe, de Santa y de Helena, que 
              estuvieron muy bien, en el tono correcto. Luego pasé al nuevo 
              principio de la novela, empezar directo con el cambio de 
              identidades; no me gustó enteramente lo que escribí pero había 
              cosas muy buenas, así es que opté por corregir después y no 
              detener la novela, que fluía con una facilidad asombrosa, muy 
              limpia, bastante acabada, salvo el capítulo cero, y me 
              proporcionaba un placer que otras, muchas, veces he sentido pero 
              jamás como entonces. Así me eché los flashbacks de Boston, con la 
              muerte por amor de los abuelos Wise y el legado de la bilioteca 
              sobre maithuna y Afrodita. Pasé entonces a las primeras 
              experiencias voyeurísticas del Onelio “muerto” en el plano 
              “presente”, y luego a los flashbacks de su historia y la de su 
              familia, que me divirtieron mucho. 
                 EL DOBLE: ¿Partías 
              de una base, un esquema? 
                 YO: Sin parar de 
              escribir, desde enero estructuré y establecí las partes 
              principales de la trama. Hice una escaleta de la historia y otra 
              sinopsis, pero también una relación cronológica de los personajes 
              y los hechos, que se iniciaban en 1801 con la fundación de los 
              Laboratorios Wise en Boston y seguían hasta el siglo XXI. 
              Realmente no recuerdo en qué momento decidí que “el presente” 
              fuera en el futuro, con lo cual rendí homenaje a la ciencia 
              ficción, que me encanta, además de que haría más difuso el tiempo. 
              Helena y Onelio nacen en 1968, y se casan en 2001, luego la acción 
              “real” de la novela ocurre después de las bodas de plata, en 2025, 
              cuando Onelio cambia identidades con Kaprinski. También hice un 
              archivo con todos los personajes con pequeñas sinopsis 
              biográficas. Elegí la estructura de la Cruz Celta, una tirada más 
              o menos rápida del tarot que implicaba la estructura de la novela: 
              planos presentes alternados con flashbacks. El tiempo 
              pasado debía de ser panorámico, extenso pero conciso, de 
              dialogación escasa. El presente, en cambio, era detallado, 
              minucioso, dialogado, coloquial y más breve. También había surgido 
              ya una fusión de géneros, una novela “multigéneros”: romanticismo, 
              terror gótico, fantasía, thriller, ciencia ficción, picaresca, 
              simbolismo, realismo crítico; y coexistencia de temas: amor, sexo, 
              erotismo, muerte, identidad, la pareja, la familia, el cine. Todo 
              esto resultaba una abundancia de subhistorias, cuentos dentro del 
              cuento, saludos a Apuleyo, Las mil y una noches y al 
              Quijote. 
                 EL DOBLE: ¿Y el 
              estilo? 
                YO: El título Vida con mi 
              viuda, una aliteración y casi un trabalenguas, conllevaba un 
              guiño irónico al lector y fue una invitación irresistible a jugar 
              intensamente con las palabras; se reactivó mi espíritu nabokoviano 
              y por eso muchos nombres de los subcapítulos son aliteraciones o 
              juegos de palabras (“La vida después de la vida no es vida”, “Allá 
              en Ayautla la bella llora”). Ya metido en ésas no titubeé en 
              rociar generosamente la narración con numerosas citas de versos y 
              novelas (Poe, Nabokov, Meyrink, Lorca, Shakespeare, Rimbaud, 
              Baudelaire, Lowry, García Márquez), y canciones (Cri Cri, Neil 
              Young, Pérez Prado, Buena Vista Social Club, el Piporro, Guti 
              Cárdenas), además de refranes retorcidos, chistes ultraprivados y 
              cosas por el estilo. Pero esto es algo que hago con frecuencia. 
              Claro que, como Onelio acabó siendo cineasta, predominaron las 
              referencias cinematográficas. 
                 EL DOBLE: ¿Qué 
              tanto escribías, con qué frecuencia? 
               YO: Escribía de lunes a viernes en 
              sesiones nocturnas de ocho, diez y doce horas. Me sentaba a la 
              máquina a las seis de la tarde y corregía lo que había escrito 
              antes. Suspendía para cenar, y de las diez en adelante escribía 
              sin preocupación por el tiempo. A veces le paraba a las tres, pero 
              normalmente me seguía hasta las cuatro o cinco de la mañana. 
              Varias veces me amaneció. Hice esfuerzos por escribir de día, 
              porque las desveladas me pesaban cada vez más, pero aunque lo 
              logré en alguna medida la escritura de Vida con mi viuda 
              fue enteramente de madrugada. Sabía que estaba pateando bastante a 
              la musa y creía que me podía enfermar, pero estaba convencido de 
              que mientras pudiera accionar la mano la novela seguiría fluyendo; 
              ya era algo que, en cierta forma, estaba “más allá de mí”, de 
              hecho se hacía sola y me proporcionaba intensas exaltaciones y 
              sorpresas constantes. Era un estado de profunda e intoxicada 
              felicidad pero también de lucidez extrema y alerta. Sentía que 
              Dios era mi copiloto. No pensaba más que en la novela y todas las 
              noches escribir era un viaje sensacional. Lo hacía sin ninguna 
              prisa, buscando datos con calma y meticulosidad cuando hacía 
              falta. Oía musica y daba vueltas por el jardín para mover las 
              piernas, el cuerpo, y ver las estrellas o las grandes nubes. De 
              día le platicaba a mi esposa Margarita lo que había escrito, y los 
              fines de semana a mi hijo Jesús. Mi hijo José Agustín leyó desde 
              las primeras páginas. Con Andrés, mi hijo y editor, por teléfono 
              platicaba mucho de cómo iban las cosas; por mayo me pidió que le 
              mostrara lo que llevaba. Le envié electrónicamente como ciento 
              sesenta cuartillas, con la advertencia de que el primer capítulo 
              aún no estaba bien, pero que después lo corregiría. Él me lo 
              corroboró; se le hizo apresurado y a trompicones. Lo demás estaba 
              muy bien. Pues sí. Me di cuenta, como me ocurriría muchas veces 
              durante toda la novela, de que los elementos fundamentales estaban 
              ahí y todo era cosa de ponerlos en su sitio. Ante la respuesta de 
              Andrés, decidí entonces atender de una vez ese problema esencial y 
              regresé al principio. Postergué el encuentro con el doble un par 
              de estratégicas páginas, ocupándome de Lucía, la asistente de 
              edición, lo cual además me servió para establecer el tono de la 
              novela, y porque planteaba de entrada, sin dilación, el tema del 
              sexo. Mi hijo Jesús, a su vez, me sugirió que Onelio no siguiese a 
              Helena y al cadáver, sino de que fuera a casa de Kaprinski y más 
              tarde alguien contara cuando ella reconoció al muerto como su 
              marido. Era la solución exacta; me fui a casa de Kasprinski y sus 
              disfraces, con lo cual estiré al máximo la credibilidad del 
              relato, y así se arregló todo; lo demás quedó casi igual. Era 
              importantísimo que el principio de la novela no tuviera fallas no 
              sólo para atrapar al lector, sino porque en él se establecían 
              coordenadas esenciales. Como el tema era casi inverosímil (se 
              puede dar el caso, pero es muy raro ese tipo de semejanzas), si el 
              lector no tiraba el libro en las primeras páginas ya se había 
              jodido, lo infectaría el Virus de la Viuda e iba a leer hasta el 
              final. Así se impondría una vez más el poder de la ficción, de la 
              invención, sobre la realidad. Como se sabe, en el arte lo 
              imposible es posible, como en los sueños. Por cierto, mi hijo 
              Jesús, siquiatra y neurólogo, apoyó al instante mi muy temprana 
              decisión de que Onelio no fuera ginecólogo sino cineasta, lo cual 
              me resultaba algo mucho más familiar y me permitía narrar sin 
              estar haciendo consultas a especialistas. 
                 El DOBLE: Muy 
              bien. Arreglaste el principio. ¿Luego qué vino? 
                 YO: Resuelto el 
              principio, que era fundamental, seguí mi plan general, que se 
              rehacía continuamente y me obligaba a regresar a partes ya 
              escritas para injertar o reacomodar datos esenciales. El sistema 
              seguía siendo la alternación de presente y pasado, aunque claro 
              que en un par de ocasiones rompí el esquema para rehuir lo 
              mecánico, monótono y previsible. Después del descubrimiento de los 
              discos y ritos de la Legión, y de línea de la obesa detective 
              Laura López, como la Cruz Celta indicaba lo siguiente era contar 
              la vida de casados de Onelio y Helena, y después resolver 
              conflictos, cerrar todos los hilos y terminar la novela: tenía 
              cuatro finales distintos en la mente, pero cuando en el penúltimo 
              capítulo Onelio cambió el veneno por nux vomica supe cuál 
              era el fin inevitable. Al terminar julio estaba encarreradísimo, 
              con la meta a la vista, pero aunque hice a un lado todos los 
              compromisos (y quedé muy mal con mucha gente) no pude rehusarme a 
              ir a los festejos que organizó la Universidad Autónoma de Nuevo 
              León por los cuarenta años de La tumba, y que estuvieron 
              sensacionales. Fuimos a Monterrey, pero al regresar vi con pavor 
              que la interrupción no había sido buena, y así como hubo problemas 
              con el principio los tuve con el final. 
                 EL DOBLE: ¿Qué 
              pasó? 
                 YO: Varias cosas no 
              quedaron bien, lo sabía sin dudas, partes que eliminar, reacomodar 
              o trabajar un poco más. Calculaba solucionar todo en un par de 
              semanas, dar un par de capas de corrección más y tener listo el 
              libro a más tardar el treinta y uno de agosto, porque me latió 
              presentarlo en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, a 
              fines de octubre. Andrés nuevamente quiso ver más material y le 
              envié el libro completo, de nuevo con la advertencia de que no 
              estaba enteramente acabado. Pero esa vez mi hijo no fue el único 
              de Planeta que vio esa versión, pues para adelantar la portada la 
              diseñadora Ana Paula Dávila y, una de las correctoras de estilo, 
              Glynke Lehn, se echaron el manuscrito. Andrés y ellas hicieron 
              observaciones muy importantes que me ahorraron tiempo, pues sin 
              duda yo habría advertido todo eso en las revisiones finales. 
              Aducían que el último flashback era muy extenso y, como era el 
              penúltimo capítulo, resultaba desmesurado porque ya urgía conocer 
              el desenlace. Tenían toda la razón. Por tanto, reduje de cincuenta 
              a veinticinco páginas el flashback del matrimonio de Onelio y 
              Helena y lo coloqué como antepenúltimo capítulo; es decir, lo moví 
              un lugar hacia atrás, cuando aún no obstruía el final. Éste 
              también cojeaba, estaba un paco ralo y necesitaba vestirse así es 
              que le confeccioné numerosos detalles importantes, decidí que mi 
              pareja hiciera el amor, decisivo y merecido, y después extendí 
              estratégicamente la atmósfera lluviosa y neblinosa del bosque. 
                 EL DOBLE: ¿No 
              pensaste en extender la novela? 
                YO: Sí, se me antojaba 
              narrar más las historias que surgían; pero me contuve: debía 
              tratar las cosas con la base suficiente pero sin desarrollarlas 
              demasiado, orquestar un juego de equilibrios muy finos, de 
              contenciones acordes con las sexuales de maithuna, y dar 
              sólo lo estrictamente necesario de cada personaje o historia. 
              Buscaba una obra redonda, de hecho hermética, totalizante, y a la 
              vez abierta porque pavimentaría numerosas carreteras a la 
              imaginación y la reflexión. Pero los materiales eran muchos y 
              Andrés me pidió un árbol genealógico, lo cual me entusiasmó; me 
              encantan ese tipo de detalles en los libros, como el mapa que hizo 
              Humboldt de Acapulco y que publicamos en Dos horas de sol. 
                 El DOBLE: ¿Cómo 
              concluíste el libro? 
              YO: A pesar de la interrupción de 
				Monterrey no perdí la frecuencia, sólo pensé que me tardaría un 
				poco más y le dije a Andrés que acabaría en septiembre. Y 
				¡milagro! Para mi absoluta sorpresa, porque si lo planeo no me 
				sale, siguiendo el curso normal, natural, de la escritura, 
				llegué al final precisamente a las cuatro de la mañana del 19 de 
				agosto de 2004, el mero día de mi cumpleaños. Estaba intoxicado 
				de placer y felicidad. Me resistía a dejarlo y me regresaba una 
				o dos páginas dizque para revisarlas antes de escribir el final. 
				No quería terminar por terminar pero después de las revisiones 
				comprendí que ya estaba. Sabía que podía posponer la entrega de 
				la novela y corregirla más, el tiempo que yo quisiese, pero de 
				alguna manera escribirla había sido una especie de rapto y así 
				debía concluir. Ese libro era un arrebato o, como dijo Antonio 
				Skármeta, “un delirio controlado”. Además, la novela es un 
				género maravilloso entre otras cosas porque “perdona”. La 
				extensión permite que si hay un error o debilidad éstos se 
				olviden si lo que sigue se pone bueno. 
               EL DOBLE: A fin de cuentas, 
              ¿cuánto tiempo te llevó escribir esta novela? 
                YO: Total, sin tomar en cuenta 
              el incubamiento de quince años y las ochenta páginas que escribí 
              en 2002 y 2003, muy útiles aunque las deseché, escribí Mi viuda 
              en ocho meses, del primer día de enero al 19 de agosto de 2004. 
              Fue un trabajo muy intenso que se impuso por sí mismo, porque yo 
              estaba picado pero a la vez no tenía prisa y desarrollaba las 
              cosas hasta el punto exacto. Escribí a ese ritmo porque la novela 
              estaba madura dentro de mí y yo sólo me concretaba a darle lo que 
              requería. El 19 de agosto fue jueves, creo. Descansé entonces tres 
              días, porque la intensidad de la escritura de madrugada, a la hora 
              del lobo, me resultó extenuante. Pero el lunes de nuevo estaba 
              revisando la totalidad de la novela. Hice muchas correcciones 
              pequeñas y al último capítulo sólo le agregué, al mero final, la 
              frase “me pareció bellísima”, que según yo le cayó muy bien, pues 
              la esdrújula cerraba y a la vez invitaba a la reinmersión; 
              permitía que el lector sintiera que todo terminaba como debía de 
              ser pero dejaba reverberaciones de la historia que podían hacerlo 
              regresar a ella, aunque sólo fuera para hojear las páginas. El 28 
              de agosto concluí esas correcciones, pero aún revisé la novela 
              hasta que el 31, como prometí, se la envié a Andrés, quien, a su 
              vez, dio a componer el texto y mientras lo leyeron Andrea Lehn y 
              Jesús Anaya, ellos hicieron nuevas observaciones menores, y éstas, 
              aunadas a las de mi hijo y su esposa Una Pérez Ruiz, estupenda 
              lectora, motivaron que Andrés viniera a Cuautla y durante una 
              intensa sesión trabajamos las últimas afinaciones ya sobre pruebas 
              finas. Eso fue a mediados de septiembre. En tanto, había una 
              persistente búsqueda de la portada, que se resolvió cuando René 
              Solís salió con el maravilloso cuadro Juego de manos, de 
              Santiago Carbonell, que parecía mandado a hacer especialmente para 
              la novela y cuya perfección continuaba la excelencia de las 
              portadas que mi hermano Augusto Ramírez hizo para varios libros 
              míos. Andrés y yo escribimos la cuarta de forros, y él añadió las 
              frases “una novela provocadora y divertida, perturbadora y 
              enigmática, profunda y vital”, que funcionaron muy bien. Después 
              hizo el milagro de que las correcciones se incorporaran y el libro 
              estuviera impreso, encuadernado y terminado el 10 de octubre de 
              2004, en cuarenta días, y los primeros diez ejemplares llegaron 
              justo cuando en el Palacio de Bellas Artes se festejaban mis 
              sesenta años de edad. Fue un regalo inesperado y maravilloso, 
              porque la edición quedó impecable. Bueno, casi. No faltaron las 
              erratas y, por mi parte, algunas frases pudieron limpiarse más. 
              Las corregí, era cuestión de una o dos líneas, y la segunda 
              reimpresión las incorporó. 
                EL DOBLE: ¿Cómo ubicas Vida 
              con mi viuda entre tus novelas? 
                YO: Al escribir este libro 
              advertí que, entre otras cosas, sin proponérmelo, he venido 
              cronicando las “etapas de la vida”. El destino me llevó a narrar 
              la juventud siendo muy joven; en La tumba y De perfil 
              me referí a la adolescencia; y en Abolición de la propiedad, 
              Se está haciendo tarde y El rey se acerca a su templo, 
              al periodo entre los veinte y los treinta años de edad. En 
              Ciudades desiertas y Cerca del fuego el tema subyacente 
              es el advenimiento de la madurez, el cambio cualitativo que 
              implica y los actos propiciatorios para facilitarlo. En La 
              panza del Tepozteco revisé la niñez, pero entré de lleno en el 
              tema de la madurez, el periodo de la vida entre los cuarenta y los 
              cincuenta años, en Dos horas de sol. Vida con mi viuda, 
              por su parte, entre otras cosas, narra la culminación de la 
              madurez y el principio de la vejez, lo cual, por fuerza, implica 
              recapitulaciones. 
                 EL DOBLE: Hay 
              quien dice que Vida con mi 
              viuda sintetiza tus temas de siempre, pero otros sostienen que 
              es muy distinta a tus libros anteriores. 
                 YO: Yo creo que es lo 
              mismo y algo muy distinto. Están muchos temas de mis libros: 
              identidad, amor, sexo, erotismo, muerte; la pareja, la familia, la 
              amistad; el misticismo, los alucinógegenos; el arte, la cultura 
              popular; el poder, la política, la crítica social. Sin embargo, es 
              un libro muy distinto a los demás que sólo podía escribir a los 
              sesenta años. Queda clara una moralidad en la que se 
              retroalimentan continuamente el yin y el yang, lo legal y lo 
              prohibido, el pecado y la pureza, la luz y la oscuridad, el cielo 
              y el infierno. Hay muchos menos juegos coloquiales y diálogos. La 
              narración es fluida y por lo general logra la palabra justa. Es 
              ágil, a veces vertiginosa, pero a la vez relajada, llena de 
              detalles e ironía elegante. Es el mejor diseño escritural que he 
              publicado. Hice homenajes discretos a la ciencia ficción, al 
              thriller, a la narrativa gótica y romántica, y al cine en 
              especial. Si el protagonista era cineasta, la narración bien podía 
              sugerir una película sin que por eso perdiera su densa naturaleza 
              literaria. Asimismo son clave, porque sostienen el contexto 
              mítico, el apoyo y las referencias constantes a la cultura en 
              general y a los clásicos en especial: los mitos griegos y 
              zapotecos, al gran refinamiento erótico de la India; o a 
              Shakespeare, Apuleyo, Las mil y una noches, Poe, Meyrink y 
              Nabokov. 
				 
              	EL DOBLE: ¿Qué representa, 
				finalmente, Vida con mi viuda para ti? 
                YO: Todos mis libros han sido 
              experiencias maravillosas y a la vez terroríficas y aleccionantes, 
              pero lo que he vivido con Vida con mi viuda es 
              incomparable. En lo personal, además de las recompensas, 
              representó una muy especial, anonadante, forma de enfrentarme a mí 
              mismo, una extraordinaria reactivación de mis procesos de 
              desarrollo y gran diversión a todo lo largo.       |