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10 Feb. 06

  José Agustín en el Encuentro Internacional de Escritores Salvatierra el pasado 2 de febrero

 

 

JÓVENES, LITERATURA Y CONTRACULTURA EN MÉXICO

por José Agustín

 

¿Importa lo que produce literariamente la gente joven en México? Durante mucho tiempo se consideró que no; Rimbaud y Lermontov eran la excepción de la regla, la literatura era para gente grande, y el estereotipo del escritor era el de una persona de cuarenta, cincuenta o más años, con anteojos, barbita, discreta pancita balzaciana o flacura que permitía enroscar las piernas. Se daba por sentado que un joven no podía aportar gran cosa, precisamente por su juventud; no tenía vivencias, experiencias ni sabiduría, lo cual sólo se obtenía con la edad.

   Sin embargo, un hecho claramente visible en la actualidad, y desde hace varios años, al menos para mí, ha sido la efervescencia literaria que abarca todo el país, y que se refleja en la publicación de escritores de poca edad. Sin duda hemos recorrido un largo camino, pues esto era insólito a mediados de los años sesenta, cuando los autores jóvenes rebasaban la treintena. Los escasos autores de menor edad tenían que esperar, pues el suyo “era un mal que se curaba con el tiempo”. Era inútil llevar libros a las buenas editoriales; éstas eran muy pocas, tenían kilométricas listas de espera y la norma de que los jóvenes primero tenían que hacer talacha en las revistas literarias (que por supuesto ellos debían fundar porque las prestigiadas eran cerradísimas) y después llevar la opera prima a la Universidad Veracruzana para aparecer en la serie Ficción, la única que entonces se abría a los nuevos talentos, por lo que en ella publicaron casi todos los “novísimos” de fines de los cincuenta y principios de los sesenta. Si esto no era posible, había que buscar a Juan José Arreola para que abriera las puertas de Los Presentes, El Unicornio o Mester. Entre la UV y Arreola dieron a conocer a José Emilio Pecheco, Homero Aridjis, Salvador Elizon-do, Fernando del Paso, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Vicente Leñero, Eraclio Zepeda, Inés Arredondo, Sergio Pitol, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina y hasta Julio Cortázar y Gabriel García Márquez. Por cierto, en esa época sólo había una beca para jóvenes, la del Centro Mexicano de Escritores, pero era muy difícil de obtener y además no garantizaba la edición salvo en ocasionales antologías.

  Sin embargo, la “mayoría de edad literaria” disminuyó notablemente a partir de que Pacheco, Aridjis, Carlos Monsiváis, Gustavo Sainz y otros más, pudieron publicar antes de los treinta (una edad importante, pues aquella fue la época de “no confíes en nadie mayor de treinta años”), así es que a partir de la segunda mitad de los sesenta resultó común que autores muy jóvenes aparecieran en las mejores editoriales, incluso cuando aún no cumplían veinte años, como había sido el caso de Pacheco y Aridjis. De hecho, a partir de 1966 en México tuvo lugar una insólita “moda”, auge o boom de literatura de autores jóvenes a partir de Gazapo, de Gustavo Sainz, El rey criollo y Pasto verde, de Parménides García Saldaña, y también, hombre, de mis propios libros La tumba, De perfil e Inventando que sueño.

     

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   En la poesía publicaron José Carlos Becerra, Elsa Cross, Alejandro Aura, Elva Macías y Guillermo Fernández. En el ensayo destacaron José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Pero lo más sonado tuvo lugar en la narrativa. Empresas Editoriales, de Rafael Giménez Siles, salió con sus Nuevos Narradores Mexicanos del Siglo XX Presentados por Sí Mismos, una serie de autobiografías de prosistas menores de treinta y tres años, que causó escándalo pues se decía que la autobiografía era un género para autores “con una larga experiencia”, es decir, ya viejos; después, la editorial Diógenes, de Emmanuel Carballo, apareció con la publicación de seis primeras novelas que concursaban entre sí de una forma muy elaborada; entre ellas destacaron las de Parménides García Saldaña, Margarita Dalton y Orlando Ortiz. A fines de la década, la prestigiada casa Joaquín Mortiz, de Joaquín Díez-Canedo, se presentaba como “la editorial de los jóvenes”, pues publicó, entre otros, a Sainz, Elizondo, Tovar, Manjarrez, De la Torre, Ojeda, Avilés Fabila y a mí mismo; Siglo XXI, de Arnaldo Orfila Reynal, debutó con obras de autores nuevos, Fernando del Paso y Raúl Navarrete; ERA, de Neus Expresate, no se quedó atrás y lanzó a Ulises Carrión y a Samuel Walter Medina, y Editorial Novaro, vía Luis Guillermo Piazza, abrió su serie Los Nuevos Valores, cuyo gran estrella fue Armando Ramírez. En 1973 Las jiras, de Federico Arana, obtuvo el premio Villaurrutia.

 

 
 

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JÓVENES, LITERATURA Y CONTRACULTURA EN MÉXICO

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Autoentrevista de José Agustín por Vida con mi viuda

Los participantes: 3ª Entrega

4ª entrega: 20 de marzo, 06

5ª entrega:27 de marzo, 06

6ª entrega:17 de abril, 06

     

   Todo esto fue y sigue siendo insólito. No había precedente de un fenómeno semejante, salvo el auge de autores jóvenes franceses, con Radiguet y Fournier a la cabeza, en las décadas de los 1910 y 1920. En el México de los años 1960 esto se explica porque, ante una realidad cultural asfixiante, alimentada de clasismo, racismo, sexismo, convenciones y prejuicios, que aceleraba el desgaste de los grandes mitos rectores del país, aún incontestados, el conocimiento público de los alucinógenos mexicanos generó una contracultura que encontró sustento teórico en el existencialismo y el movimiento beat, y en el ritmo vital en la música, especialmente el rock. Esto implicó experiencias sicodélicas y una vuelta epicúrea a la naturaleza, que condujo al interés por el pensamiento oriental y a una identificación de muchos jóvenes con los indígenas y su cultura milenaria. Sin notarse, tenía lugar una redefinición de aspectos básicos de la vida, una revolución cultural cuyo aspecto más visible era la rebelión juvenil en distintos campos políticos, pero que abarcaba la conciencia ecológica, la liberación sexual, un nuevo concepto de la familia y por tanto de las relaciones sociales, la desmitificación de las instituciones, antisolemnidad, anti-formalidad y naturalidad en el trato humano; sistemas pararreligiosos para las nuevas necesidades espirituales ante el agotamiento de los cultos tradicionales, y una actitud contestataria ante la cultura institucional, el sistema, a través de lenguaje, atuendo, comportamiento, gustos y modos de interrelación.

   Me voy a permitir una breve incursión en este tema, pues se halla profundamente ligado a los jóvenes y a la literatura juvenil. Los conceptos “contracultura”, “culturas alternativas” o “de resistencia” no son simples y aunque se han usado términos como “antinovela” o “antipoesía” no falta el que por “contracultura” entiende “contra la cultura”, es decir fundamentalismo fascista y barbarie. Hay que recordar entonces que la contracultura es cultura y manifiesta un rechazo al sistema que tiene impacto en toda la sociedad pero que no representa una militancia, oposición o movimiento político, sino que se manifiesta mediante actos culturales: maneras de hablar, de vestir, de usar el cuerpo; costumbres e ideas que no representan propiamente una ideología sino más bien una manera de entender el mundo.

 
 

     

   Esta marginación, rebeldía o desinterés por la cultura del sistema se da porque hay gente (jóvenes, por lo normal, aunque ahora esto se ha vuelto intergeneracional) insatisfecha con las propuestas del sistema, así es que prefiere buscar o crear sus propios espacios y formas de expresión. Le gusta lo que no le gusta a los demás (una “estética de la antiestética”) y en el fondo procura ser ella misma y no parte de la uniformidad. Como antes el jazz para los beats; el rock y sus vertientes, aunque ciertamente algunas se han institucionalizado en buena parte, continúa siendo un punto de convergencia de las nuevas formas alternativas: neosicodélicos, rastas, punketos, darketos, meta-leros, reiveros, electrónicos, “extáticos”, tatuajeros, perfora-cionistas, compas y compitas de estos tiempos. La diferencia entre estos movimientos y los anteriores (pachucos, existencialistas, beatniks, jipis y jipitecas, la onda, las bandas, los punks y los cholos) residió en que los primeros fueron masivos, tan concurridos que no podían pasar desapercibidos, lo cual generó diversos tipos de reacciones, generalmente condenatorias y represivas. Las más recientes formas de contracultura están desconectadas entre sí. Son pequeñas células que existen en prácticamente todo el país y que se conocen a través de fanzines impresos o cibernéticos. Hay una infraestructura, aunque elemental y deficiente, que representa un verdadero underground. La punta más visible es el tianguis del Chopo, que ha sufrido represiones constantes.

 
 

En cuanto a la relación de literatura y contracultura, se debe establecer que muchas veces la naturaleza humana del artista es altamente sensible y aunque siempre ha habido los que se adaptan muy bien al poder y a la sociedad (como Velázquez, Milton u Octavio Paz), también ha existido la tendencia a la “desadaptación”, lo que a veces se tradujo en la “bohemia”, y que generó grandes movimientos como los epicúreos (Epicuro y su banda), los pornócratas (Sade, Von Masoch, Bataille); los góti-cos (Lewis, Hoffmann, Meyrink), los poetas y pintores malditos (Poe, de Quincey, Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Leautrémont, Van Gogh, Lautrec, Gauguin), los dadaístas y surrealistas (Tza-ra, Breton, Éluard, Duchamps, Dalí, Buñuel, Magritte), la generación perdida (Scott Fitzgerald, Henry Miller); los existencialistas (Sartre, Camus), los beats (Kerouac, Ginsberg, Burrou-ghs), y en su medida también J. D. Salinger, por el tema juvenil y el misticismo esotérico; Charles Bukowski, por ultrarreventado, y Philip K. Dick, jinete de los fármacos y gran explorador de la mente humana.

       
       

   Como antecesores de la contracultura en México no se debe soslayar a los estridentistas (Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide), que postulaban la irreverencia (“¡viva el mole de guajolote!”), el vanguardismo y el futurismo; tampoco debemos olvidar que el primer manifiesto estridentista fue firmado por el joven Jorge Luis Borges. También tenemos a Cariátide, de Rubén Salazar Mallén, que ganó en un juicio el derecho de que se escribieran “malas palabras”.

 
       

   A mediados de los 60 surgió el fenómeno de las novelas sobre la juventud escritas desde la juventud misma, con una recreación literaria del habla coloquial, experimentación formal, fusión de géneros, irreverencia, humor, ironía y crítica social, cultura popular, “sexo, drogas y rocanrol”, sicodelia, esoterismo, fantasía, ironía, humor y conexiones con el existencialismo, el marxismo y la religión. Eran las novelas de los chavos, que presentaban una obvia relación con formas de cultura popular como el rock, el cine, la televisión y los comics.

 
       

   Según varios críticos, el auge de autores jóvenes en México anticipó y pavimentó las carreteras de las rebeliones de 1968, y también se dio, aunque con mucho menos espectacularidad, en Latinoamérica, con los cubanos Reynaldo Arenas y Jesús Díaz, los argentinos Héctor Libertella y Eduardo Gudiño Kieffer, el chileno Antonio Skármeta, el peruano Edmundo de los Ríos y el colombiano Andrés Caycedo. Todos ellos publicaron entre los veinte y los treinta años de edad.

 
 

  Desde la década de los setenta las puertas de la literatura, como las de la política, quedaron relativamente abiertas para los jóvenes. Para entonces el Establishment cultural comprendió que uno de los grandes acontecimientos de la década anterior había sido la irrupción irreversible de los jóvenes en la literatura y puso fin a la costumbre de desalentarlos; por el contrario, se pudo percibir un cierto complejo de culpa que, al lavarse, favoreció notablemente a la más reciente generación, y vimos entonces que escritores muy jóvenes publicaban en revistas y suplementos que antes eran bunkers herméticos, y después en las mejores editoriales. Además, en ese periodo se formó una infraestructura, antes inexistente, de talleres, premios, becas (las Salvador Novo, administradas por el Centro Mexicano de Escritores, eran para muchachos entre dieciocho y veintitrés años de edad). Surgieron nuevas editoriales, que incluyeron a pequeñas casas “emergentes”, como la Máquina de Escribir o la Máquina Eléctrica, para dar salida a parte del material que la industria no alcanzaban a asimilar.

     
   

   Estas condiciones llegaron para quedarse, y con justa razón, porque el gran talento no sabe de edades y se manifiesta en cualquier momento o circunstancia; el que empieza temprano puede despilfarrar oportunidades prematuramente, pero también es cierto que el ejercicio constante después se convierte en “oficio”. En todo caso, para bien o para mal, las facilidades para autores jóvenes se ampliaron y consolidaron en la década de los setenta y los ochenta, y se volvió normal la publicación de jóvenes.   No se supo bien cómo clasificar esta literatura, por lo que José Luis Martínez planteó que había surgido una nueva sensibilidad, es decir, un nuevo espíritu; Emmanuel Carballo destacó la rebeldía, iconoclastia e irreverencia al decir que “entre bromas y risas coloca cargas explosivas en las instituciones más respetables: la familia, la religión, la economía y la política”. Por su parte, el gran crítico de la Universidad de Kansas, John Brushwood, planteó que en esa nueva literatura coexistían la tradición y la rebeldía, pues lo mismo se experimentaba con las formas que se recurría a recursos clásicos de la literatura. Era un fenómeno de continuidad y ruptura. Carlos Monsiváis primero se entusiasmó y enmarcó el fenómeno dentro de una fuerte corriente de “antisolemnidad” que le quitaba rigidez a la cultura mexicana, pero después dijo que fue puro mimetismo, desnacionalización (“los primeros gringos nacidos en México”) e insensibilidad social.

 
 

   Por último llegó Margo Glantz con su irresponsable división de la litmex en La Onda y La Escritura. Esta última era la buena, la artística, universal e intemporal; la Onda por su parte eran personajes juveniles, lenguaje coloquial, sexo, drogas y rocanrol; un fenómeno intrascendente, superficial y transitorio. Incluso planteó que si había algo bueno en la Onda era a pesar de los autores mismos. Por desgracia, este modelo de crítica reductivista, efectista, elitista y esquemática de Rambo Glantz fue avalado y utilizado en el acto por los grupos de poder intelectual (representados en ese momento por Octavio Paz, Carlos Fuentes, Fernando Benítez y Carlos Monsiváis, a quienes se unieron después Héctor Aguilar Camín y Enrique Krauze), así es que la so called literatura de la onda fue satanizada en grado extremo. Era una vulgarización o plebeyización de la cultura; intrascendencia, frivolidad, mero mimetismo y taquigrafía del habla oral; si no, una Familia Burrón con tapas de libro o un objeto de consumo comercial, sin valor artístico, apoyado en pura mercadotecnia. Por tanto, para hacerla en las Bolsa de Valores de la Literatura antes que nada cualquier autor joven tenía que declarar: “Yo no tengo nada que ver con la onda.” Y ésta se volvió un modelo de lo que no debía de hacerse por ningún motivo.

     
     

   Sin embargo, esta literatura modificó condiciones esenciales y a la larga dejó una huella enorme en la narrativa posterior, que a su manera, a través de autores como Héctor Manjarrez, Armando Ramírez, María Luisa Puga, Paco Ignacio Taibo II, Luis Zapata, Jaime del Palacio, Juan Villoro o Enrique Serna, entre muchos otros, se asimilaron usos de lenguaje y técnicas narrativas; anticonvencionalidad, naturalidad o antisolemnidad; experimentación, ironía crítica, humor o irreverencia. También se legitimaron temas como el mundo juvenil, la rebeldía cultural, la cultura popular o “cotidiana”, el sexo, las drogas, el rock, el esoterismo, la metafísica y la vuelta a la naturaleza. Entre todos ellos, y muchos más antes y después, hicieron ver que en la “nueva sensibilidad” de que hablaba José Luis Martínez en 1967 hasta la fecha coexisten, sin problemas, fíjense nada más,

 transgresión, provocación, exploración del mal;

   religiosidad, mística pararreligiosa, metafísica, sueños, fenómenos paranormales, futurismo, fantasía, ciencia ficción;

   política, crítica social, novela negra, historia mediata e  inmediata, crónica o “crónicas imaginarias”;

   hiperrrealismo sexual, erotismo, feminismo, gays;

   antisolemnidad, anticonvencionalidad, iconoclastia, coloquialismos, “malas palabras”;

   humor, ironía, parodia, sátira, sarcasmo;

   erudición, estilismo, introspección, reflexión, lirismo, sofistificación, cosmopolitismo, refinamiento;

   experimentación, ludismo, tecnologización, globalización;

   narración tradicional disfrazada de afanes totalizadores de  raigambre decimonónica.

   Y las combinaciones posibles de todo esto, por si fuera poco.

   En todo caso, a pesar de condenas y linchamientos, no ha dejado de aparecer narrativa sobre el mundo juvenil. Además de las novelas ya mencionadas, ahí les van otras, algunas muy muy buenas:

   De cómo Guadalupe bajó a La Montaña y todo lo demás, de Ignacio Betancourt

   El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata

   La noche navegable y Tiempo transcurrido, de Juan Villoro

   Fábrica de conciencias descompuestas, de Gerardo María

   El Loco y la Pituca se aman, de Javier Córdova

   Marcela y el Rey al fin juntos y El gran preténder, de Luis Humberto Crosthwaite

   Bocafloja, de Jordi Soler

   Matar por Ángela, de Hugo García

   Los sueños de la muerte, de José Agustín Ramírez

   Navíos y naufragios, de José Antonio Aspe

   Pixie en los suburbios, de Ruy Xoconostle

   y también, cómo no, mis libros de los setenta Se está haciendo tarde (Final en laguna), Círculo vicioso y El rey se acerca a su templo.

   Así, pues, en México tenemos una literatura hecha por jóvenes que ha dado ya obras valiosas y decisivas, y que no parece cesar en lo inmediato, como dejó ver la excelente antología La generación del 2000, literatura mexicana hacia el tercer milenio, que conjuntó a un sólido grupo de cuentistas, novelistas, ensayistas y poetas menores de treinta años en el 2000 y que fue preparada por Agustín Cadena y Gustavo Jiménez Aguirre. Esta literatura ha logrado conquistar nuevo público joven para los libros que en ellos encuentra su lenguaje, sus modos de ser, su sensibilidad y su pensamiento. Esto representa un fenómeno peculiar, inusitado, que se estudia poco a pesar de su importancia y de que, de entrada, habla muy bien de nuestro país y su literatura.

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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