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(Cógeme pero no me mates. La historia
del Minotauro triste y los tres
degeneraditos)*
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Al obtener la simpatía de
Juanita, la maga, ella te
transforma en un pájaro. Si no,
en reptil, o peor aun, en cuca.
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Asunción Rangel
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Son cientos de paralelepípedos amarillos
regados al arbitrio como si los hubieran
lanzado desde gran altura. Parecieran en
desorden y tienen entre ellos multitudes
de jardines, miles de jardineras, otros
tantos pasillos y no menos arbolitos y
palmeras. Es la unidad habitacional
Lomas de Sotelo. Bonito lugar. |
Cipriano es un buen pintor, pero muy
tímido. Introspectivo y de tan callado
pareciera triste a pesar de ser
inteligente, creativo, formidable
dibujante y consumado colorista.
Mariguano de cotidianidad tal que se
muestra incapaz de dar paso fuera de su
departamento si no va debidamente
intoxicado. Él es un producto de la
maravillosa sociedad. Pero exitosísimo
por su perfeccionada adaptación al
citadino caos a pesar de –o más bien
gracias a– su indeclinable drogadicción,
pues ha desarrollado importantes
talentos a pesar de los inmensos traumas
que se carga y que lo hacen así como es:
miope, flaco, tímido, mariguano,
callado, meditabundo e insignificante
como si fuera culpable de genocidio y
tratara de pasar siempre de largo.
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Vivo en esa unidad habitacional. Fui de
visita donde Cipriano para enseñarle mis
poemas del último mes. Cargué con una
botella de vino tinto. Las opiniones de
Cipriano son extraordinariamente
valiosas en poesía, siempre y cuando uno
tenga la paciencia de esperar que los
oiga, luego los lea sin oírlos, los
medite sin decir nada mientras fija su
mirada en sitios impensados y de pronto
en ti desde atrás de sus lentes y se
toque lentamente las barbas y acaso
fume. Entonces empieza a hablar con
lentitud, contundencia, inspiración,
desmenuzando el poema como si tuviera un
bisturí de claridad y te hiciera mirar
las entrañas de tu texto. Lo maravilloso
es que Cipriano no opina, simplemente
desnuda, penetra sin piedad como si
tuviera un espejo que pudiera ver tu
texto mucho mejor que una radiografía.
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Vale la pena acudir a casa de Cipriano
con tu mesada de poemas. Y entonces salí
a recorrer los cuatrocientos metros de
pasillos curvos, jardines arbolados y
suaves declinaciones en la semioscuridad
de los arbotantes a las diez de la noche
en la soledad que separa los
con-demonios que habitamos.
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En el clímax de una curva vislumbré una
muchacha y me detuve; busqué algún
admisible pretexto para permanecer de
pie en medio de la noche y mirándola.
Fue uno muy poco verosímil porque ella
alejó con velocidad y cambiando su ruta
aparente. Me sentí un poco apenado.
Avancé hacia el habitáculo del agudo
Cipriano y, si acaso cuarenta metros
adelante, saliendito de una fila de
arbustos encontré a la misma mujer
–parecía extraviada como futbolista
llanero en off side:
desconcertada, nerviosa, o mejor,
totalmente fuera de lugar– buscando
algún domicilio en ese mi laberinto de
paralelepípedos ingentes, céspedes
silvestres y vegetales de ornato en el
que me sentía, y soy, sin duda, el
Minotauro. Y ella, perdida, notoria
visitante, la víctima del monstruo: yo,
Minotauro.
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Tuve la impresión que la muchacha huía.
Observé la ruta y procuré evitarla, que
fuera imposible encontrarme a la
temerosa. Para no asustarla. No fuera a
pensar que la asediaba, mucho menos la
perseguía. Y, en honor de la señorita,
me sometí a cursar un pequeño rodeo para
la casa de Cipriano con tal que la
muchacha no padeciera malestar alguno
debido al Minotauro yo, que la había
mirado con ojos ciertamente deseosos.
Alcancé mi destino por el otro lado de
lo habitual y al entrar en el vestíbulo
del paralelepípedo habitacional descubrí
a la mujer que viera molesta evitándome.
Estaba escondida en un rincón esperando
que me pasara de largo. Pero su aspecto
era infundido por el terror. Comprendí
que, según ella, había estado en verdad
huyendo de yo el Minotauro y, como
ocurre con quien se aterroriza, se metió
en la supuesta trampa. Gritó de manera
contenida por el terror, creía que mi
persecución había tenido éxito y que
estaba a mi merced. Temblaba tanto que
la cabeza mostraba involuntario,
ridículo, sacudimiento. Pobrecita. Me
desconcertó. No pronuncié palabra. Quedé
súpito un instante y ella, en medio de
su incontrolado terror, empezó a
desabrocharse la blusa con mano tan
temblorosa como su absurda cabeza
mientras aspiraba profundamente para
infundirse algún valor y decirme
alterada entre resoplidos de pánico:
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–Muy
bien…, muy bien…, señor, usted gana.
No…, no voy a resistir, pero sólo quiero
pedirle por el amor de Dios…, escúcheme,
por el amor de Dios, que no me haga
daño. –Hacía un esfuerzo inhumano,
tratando de dominar un incontenible
jadeo de terror, haciendo el total
acopio de su valor–. Voy a cooperar…, se
lo juro…, voy a cooperar…, haré lo que
usted me diga, pero le suplico que a
cambio… no me haga daño, por favor… no
tiene que golpearme, obedeceré…,
obedeceré lo que me indique…, lo que
sea..., lo que sea… –para el momento su
brasier estaba a la vista y ella se
había repegado a la pared y abría su
blusa con sus manitas incontrolables, me
miraba levantando la frente como una
mártir dominando el llanto y el terror
mientras jadeaba haciendo un esfuerzo
más que considerable para simular
entereza. Admiré su valor. Pero también
su tontería inmensa. |
–Eeeh, mira, amiguita…, en primer lugar… |
–¡Nooo!, ¡no me mate, señor, no me mate,
por favor…! Dígame que hago y le
obedeceré sea lo que sea, se lo juro,
pero le suplico por el amor de Dios que
no me haga daño… Tengo dos hijos. Por el
amor de Dios le suplico que no me haga
daño… Por su madrecita santa, por la
virgencita santísima, no me vaya a
matar… –Pronunciaba ahora acelerada,
violentamente, jugaba al todo o nada.
Adopté la actitud más tranquilizadora
posible.
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–Oye, amiga. Relájate… Tranquilízate, a
ver, cálmate… Yo sólo quiero entrar…
–pensaría que yo era un empedernido
criminal que, con la fría calma del
asesino serial, le daba las finales
indicaciones.
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–Sí, señor, no voy a gritar, voy a hacer
lo que usted diga, lo que usted diga, lo
que usted diga. –Temblaba y contenía el
llanto, a la vez se controlaba para no
exasperarme. Tengo llave del vestíbulo
del edificio de Cipriano y abrí. Ella me
miró y, entre su terror, atinó a
preguntar:
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–¿Tengo que entrar, verdad? |
–No. Haz lo que quieras… Vete si
quieres… –le dije sonriendo de nervios
como recurso extremo.
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–¿Co-co-cómo dice? –en ese momento
empuñó su blusita y la cerró.
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–Como tú gustes, amiguita… |
–¿Puedo irme…?
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–Pep… Eeest… por supuesto… –Entonces
estalló en un terrible, estentóreo
sollozo y se puso las manos en el
rostro. |
–¿No me va a violar? Perdóneme… ¡¡Aaah…
Aaaahh!!… bu-bu-bu… ¡peeerdóoooneme!… Es
que yo bu-bu-bu, estaba segura de que
usted…, usted me iba…, me iba a violar…
¿Usted no es violador?, dígame ¿usted no
es violador, verdad que no? –hablaba
llorando y una cascada de lágrimas le
recorría el rostro y agarraba con
rigidez su blusa para mantenerla cerrada
luego que ella misma la había
desabrochado. La estampa era conmovedora
y también ridícula. –Entonces ¿no me va
a violar, señor? |
–Perdóname, amiga, no hubiera querido
asustarte. Qué mala onda. Pero, ¿tengo
tipo de violador?
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–No-no-no-no. Es mi culpa… –empezó a
hablar ya tranquilizándose–. Es que,
usted sabe, los violadores… los
violadores andan por todas partes…
Además usted trae algo escondido en la
chamarra… –me señaló casi de vuelta en
su terror. Era cierto, traía la botella
de vino para Cipriano. La saqué.
Entonces ella agregó la risa a su
llanto: |
–Estaba segura que traería el cuchillo,
la pistola. Ay qué tonta, Dios mío, pero
es que tanta inseguridad y… aquí está
tan solo y ya es noche… Ay qué pena,
Dios mío…
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–Bueno, pues discúlpame por el mal
momento. Qué pena. –Toqué el timbre de
Cipriano y salió de inmediato, como si
me hubiera estado esperando.
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–¿Quióbole! –me dijo con su habitual
indiferencia–, pásenle.
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–Vine a verte. Traigo un vinillo y unos
poemas. Mira, ella es…, de veras, no sé
tu nombre… –la mujer había retomado,
aunque trabajosamente, la compostura,
incluso terminaba de limpiarse las
lágrimas y abrocharse la blusa.
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–Aurelia… tanto gusto… |
–Cipriano…, pero pasen por favor,
adelante…
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–Bueno, ella… –iba a disculparla, pero
antes de que dijera algo Aurelia ya
entraba en la casa de Cipriano. |
–Gracias, Cipriano… Y tú no me has dicho
cómo te llamas…
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–Lucrecio…, para ti el violador… |
–Ay, Lucrecio, perdóname… No sé cómo
pude…, pero es que ya ves cómo es la
ciudad…
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–No te preocupes –le dije tomando
asiento. Apareció sorprendentemente
Laura desde alguna de las habitaciones.
“Válgame Dios”, me dije. “No, Dios mío,
¿por qué está descalza y ese vestido es
camisón o qué? “No puede ser. Laura.
Laurita. Yo, tú. ¿Por qué? Pero además
no trae brasier la puta desgraciada.
¿Desde cuándo está aquí o desde a qué
horas? ¿Qué significa que una mujer no
traiga brasier ni zapatos en la casa de
su amigo?”.
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Nos saludamos de beso. Hubiera querido
decirles de inmediato “¿qué traen
ustedes, por qué está aquí esta pinche
vieja si yo la vi primero?”. Empezaron a
charlar como si fuéramos amigos añejos
apenas a cinco minutos de las
presentaciones y de inmediato se
descorchó mi botella de tinto. Yo estaba
trabado y nadie lo notó. Laura, como ama
de casa, me carga la chingada, colocó al
centro alimentos chatarra y trocitos de
queso. Poco rato después, llorando
sangre, propuse iniciar la lectura de
mis poemas, puesto que ellas estaban
presentes extendí el convite a la sesión
poética. Para entonces, luego de tres
rondas, mi botella agonizaba y Cipriano,
previsor, se apresuró a aprovisionar a
la sesión con reserva de su cocina, pero
la nueva era de tequila. Y no me atrevía
a decirles nada. A pedirles que me
explicaran. Mierda.
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Aurelia estaba tan perfectamente
integrada que no se nos hizo raro que no
se retirase pronto a pesar, en mi caso,
de la extraña manera de conocernos.
Leímos poemas y, Cipriano, como siempre,
lúcido y reflexivo, los desmenuzaba
luego de pensar un momento mientras
Aurelia y Laura no evitaban los
comentarios no tan valiosos, pero yo no
entendía nada. Me urgía saber qué estaba
pasando entre Laura y Cipriano. |
La lectura inútil de los tres poemas y
los estériles comentarios de Cipriano,
sin interlocutor y más de media botella
de tequila, habían consumido unas dos
horas. Preferí suspender la sesión y
saber qué hacía en tales condiciones
esta ramera con el pintor drogadicto; lo
peor era que las mujeres se dedicaban a
encontrar motivos chuscos (de neto humor
involuntario) en mis poemas. Chingao.
Borrachas burlonas. Putas malditas.
Estaban muy contentos y, de ebrios, a
medios chiles. Y tan tranquilos que
empecé a dudar. “Capaz que estoy
inventando. ¿No es posible que ella esté
aquí así, sin zapatos ni brasier ni sexo
con su amigo?” Admití que sí. |
Cipriano se dirigió al interior de su
casa mientras carcajeaban por alguna
razón o quizá más bien sin ella. Por fin
Laura me preguntó “¿Qué tienes?, estás
muy serio”. Puta. Puta. Pensé. El pintor
regresó munido de un cigarro hechizo y
monumental, del que emanaba el
característico y poderoso hálito
petatero.
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Feliz y callado Cipriano el mariguano se
arrebujó en un sillón, casi
femeninamente, subiendo los pies y
recogiéndolos, mientras las otras
pronunciaban banalidades él arremetió
con fruición aspirando el humo de la
mariguana. Luego pasó el cigarro a Laura
que también le dio cuatro o cinco
envidiables chupadas. Empecé a pensar
que yo estaba paranoico. Llegó mi turno.
No quise ni pude ser menos. Y el cigarro
–así era de inmenso– parecía infumado,
que no infumable. Se lo pasé a Aurelia
que me miró desconcertada a pesar de su
embriaguez galopante pero simulándose
muy en ambiente me dijo:
|
–¿Se fuma…, esto se fuma…, normal? |
–Absolutamente normal –le dije para
evitar motivos de alarma. Para qué…
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Laura y Cipriano eran amigos viejos de
la canabis, pero Aurelia, como
confesara, licenciada en administración
de empresas, no acumulaba idea sobre la
vida de un pintor drogadicto y
dipsómano, Cipriano y de una guionista
televisiva, putísima y alcohólica,
Laura. |
En un rato decayó el ambiente que habían
creado, la yerba convoca a la
introspección. Cada uno abordó su viaje
interior. A mí, como siempre, me
aligeró. Volví, tras tres fumadas, a ver
a Laura linda muchacha y a Cipriano
querido y viejo amigo.
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Aurelia, licenciada en administración de
empresas, en cambio, transitando su
iniciación en las drogas canábicas, se
levantó y empezó a mirar pequeñísimas
áreas de las paredes desde muy cerca,
como si descubriese un insólito desfile
de insectos de fauna fantástica
circulando por el muro. Sabedores de los
efectos mariguanescos en la gente bisoña
nadie la tomó en consideración.
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En otro momento estuvo observando sus
manos con singular atención, empezó a
sentir angustia, a mirar en todas
direcciones como si la persiguieran. Y
me descubrió. Yo estaba perfectamente
aligerado.
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–Dime algo… ¿Tú me ibas violar?... Dime
la verdad, por favor… ¿Sabes una cosa?
Tú…, tú me violaste. Me violaste porque
sentí…
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–Sentiste que te violé…, pero por
favor…, no me digas eso…
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–No, sentí el terror…, el terror de ser
violada ¿sabes qué es el terror de ser
violada? –la miré un instante
desmesurado, traté de pensar, imaginar
como sería violarla… No pude imaginarlo,
me descubrí (alabado sea el cielo)
negado, incapacitado para violar ni a
una muñeca inflable. Sin embargo, de
alguna manera tenía razón. Pero le dije: |
–No lo creo…
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–Ya me voy…, no puedo estar aquí…,
contigo…, tú ibas a intentarlo…, pero te
arrepentiste porque ya me habías hecho
el daño psíquico –aquí pronunció mal y
con dificultad– no puedo…, ya me habías
violado –Aurelia traía un viaje
espantoso. ¿Quién puede dudar que una
LAE, inocente de ella, acumula
cantidades inconmensurables de esa
mierda que nos echa encima el
establishment: estrés, terror por los
violadores (¿y pasión enfermiza por
ellos?), por los secuestradores, por los
narcotraficantes, por los raterillos en
general, fatiga crónica, miedo
consuetudinario, furia contenida,
frustración de rutina, desesperanza
hasta la más infinita lejanía? Nadie.
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La licenciada transitaba su
microinfierno. Los otros, Laura y
Cipriano, en tanto, gozaban de manera
indecible el estupor mariguanesco y
veían con alguna indiferencia y hasta no
poca molestia a la LAE que padecía, a
través de horribles percepciones, la
manifestación de sus infamados
interiores. Empecé a pensar que no sería
mala idea que Laura, Cipriano y yo…
Claro, un trío. Un trío feliz. ¿Por qué
no?
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Aurelia trató de salirse corriendo como
loca. Hasta que lo logró. ¿Qué hacemos?
“¿La dejamos?”, dije pensando en tres.
No, está bien trastornada. Mejor
traerla, a ver si se calma. |
–A ver, vamos por ella –dije a Laura y
Cipriano.
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–Dice que la violaste.
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–Dios santo. Imagínate…
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–¿Entonces qué le hiciste?
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–La encontré aquí, en este rincón,
escondida, esperando que alguien la
violara, pero sin madrearla.
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–Ay, no. ¿En serio?
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–Lo primero que me dijo fue no me mates,
cógeme pero no me mates… Te lo juro.
–Cipriano fue por ella. Con su modo
circunspecto y sereno se la trajo
abrazada. Todos estábamos bien
mariguanos. Ella lloraba en el hombro
del pintor. Pedía protección. Cipriano
algo le dijo en el oído. Ella,
desesperada y llorando, lo besó en la
boca, larga, furiosa, desesperadamente.
Laura se acercó. Se acercó. Se acercó,
les puso sus manos en los sendos hombros
hasta que su rostro estaba junto a los
de ellos que se besaban
interminablemente; al final ella también
participó (y era correspondida en el
beso triple) por los otros dos. El
cuadro era hermoso y aberrante.
Malditos, o sea que sí, desde antes. No
soporté, empezaban a manosearse. La
metieron. Al entrar él me miró y me hizo
un discreto gesto de invitación a pasar
con ellas. Habrá una orgía, dijeron sus
ojos. Le sonreí sintiéndome el perro que
ve a la pareja de canes pegados, le
agradecí y me fui a mi casa.
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Dos semanas después, de mañanita, me
encontré a la otrora perdida Aurelia.
Esta vez refulgía de seguridad. Y yo era
sólo otro transeúnte; no más Minotauro.
Sorprendía de correcta: traje sastre
señorial, pelo impecable y relamido,
tacón ejecutivo, bolso discreto. Una
empresaria activa y elegante, en
realidad una exitosa LAE. |
–Hola, ¿cómo estás?
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–De maravilla –respondió sonriendo con
alguna exageración, radiando su éxito,
como lo hace esta gente de hoy tan
positiva.
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–Ya vivo aquí, ¿no sabías, verdad?
–serenamente miró en todas direcciones
como si se asegurase que nadie iba a
oírla–. Estamos los tres. Juntos. Quiero
decir, vivimos juntos. Es muy poco
tiempo, pero fíjate, ya estamos pensando
en firmar un convenio de convivencia,
como los matrimonios de homosexuales,
pero aquí sería entre los tres, ya que
el matrimonio entre tres no es legal…
(Válgame Dios). La experiencia, te diré,
es muy…, motivadora. Te confieso que lo
central es el sexo. –¡Madre mía! Y
conste que no le había preguntado nada.
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–¿El sexo!, lo dices tú, la que sostiene
que la violé? –me miró extrañada.
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–Lo digo porque así ocurrió. Si me
hubieras penetrado ya era absolutamente
secundario, intrascendente. El daño
estaba hecho.
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–Santo Cristo. Nunca pensé… que yo…
fuera capaz…
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–Bueno, eso es otra historia… Pero,
mira, ahora estoy tan feliz. Consumiendo
la cannabis sativa como debe ser provee
efectos prodigiosos… Nunca antes lo
hubiera imaginado.
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–¿Y cómo es como debe ser? |
–Pues como Dios manda.
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–Ah, claro. ¿Y la real motivación es la
mariguana o el sexo?
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–Ambas. –Empezó a hablar meditando
cuidadosamente sus respuestas–. La
mariguana es el contexto, el coito
triple la acción. –Hacía pausas
brevísimas para colocar las palabras más
justas a su descripción, volteaba los
ojos hacia arriba procurando
concentración–. La mariguana es el
escenario, el menage a trois la
obra… ¿Sí me entiendes? Ella es
sexualmente voraz y emprendedora. Él,
lascivo e inteligente. Yo soy sucia y
sin límites. El acoplamiento, hasta
donde sé, insuperable. Ja ja ja… ¿qué te
parece…?
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–Dios mío, Cipriano, Laura –la miré un
instante: era paradójica, inocente y
directa en su depravación– no quiero
imaginarme la cantidad de porquerías…
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–¿No puedes? Te cuento algo si quieres…,
mira, generalmente la que empieza es
Laurita, aunque no es regla, de hecho no
hay reglas; puede ser que lo requiera a
él, o a veces me solicita…, lo cierto es
que no tiene que insistir mucho…,
porque…
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–No, no, no… No me cuentes. No quiero
sentir envidia. –En ese momento recordé
el insólito beso triple–. Mejor luego
nos vemos… ¿sabes qué…?, aquella vez te
hubiera violado…
|
–¡Me violaste!
|
–¡!... Bueno. Mejor un día de estos paso
a visitarlos para leer poemas. –Le di, a
manera de despedida, un beso apresurado
y me fui tan rápido como me fue posible.
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