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Cuando peleaban
negros o blancos
las peleas eran infames. Los
blancos eran cobardes; los
negros, holgazanes.
En cambio las peleas de
mexicanos eran extraordinarias.
Esos chicos salían a pelear con
el alma y el corazón. |
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Charles
Bukowski
Supongo que sabía que en México el box
no está muy bien controlado por la ley.
Ni por nadie. También que, a pesar de
eso, los peleadores mexicanos tienen un
gran prestigio en el mundo. Llegó con su
“equipo de asesores” –en el más puro
estilo gringo–, a proponerme un negocio
que me pareció interesante. Hablaba un
español infame: con acento de texano. Y
de negro. Era difícil entenderle pero no
era desagradable hablar con él pues
aunque se tragaba algunas letras,
pronunciaba lentamente con un vozarrón
de contrabajo. Lo movía un afán
insaciable: ganar algunos millones de
dólares a mediano plazo, pero más bien
anhelaba reputación boxística inmediata.
Dos abogados en inglés, uno en español,
un entrenador de box, un intérprete, un
mánayer y dos sujetos con actividades
desconocidas. Además de cuatro enormes
negros espantosos como guaruras –ninguno
comparable con el propio míster
Demasiado Alto–. Todos ocupando
por completo mi pequeña oficina, cuatro
sentados y el resto de pie, frente a mí
y Sari, mi secretaria. Asesorado como si
negociara la paz mundial, míster
Muy Alto Jones, resolvía todo. Ni
siquiera al intérprete dejaba hablar en
español. Si acaso permitía ser
interrumpido cuando al parecer de alguno
de sus “asesores” tenía que hacerle una
aclaración importante o advertirle que
estaba metiéndose en líos. Entonces, sin
anunciármelo hacían team back
como acostumbraba en su propio deporte,
se apartaban a un rincón, cuchicheaban y
volvían conmigo con sus propuestas.
Too Tall Jones, formidable estrella
del equipo defensivo de los Vaqueros de
Dallas en mi propia y apenas decorosa
oficina en Tijuana. Era alguno de los
años de la década 80. El señor quería
ser campeón mundial de boxeo en peso
completo. |
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–Oquei, mai amigou. Yo sólo necesitar
faiv, ¿oquei? Faiv peleias. Tri mecsican
peleadoures que osted obtener y dos
americanous que ai contreired.
Yu’nderst’nd? –Nunca me había visto ante
un tipo tan impresionante: negro sin
concesiones, negro brillante, negro
absoluto, negro como una maldición del
infierno. Gigantesco como un obelisco,
como una inmensa chimenea renegrida. Tan
increíblemente fornido y enorme, con sus
dos metros diez centímetros de estatura,
que me hacía sentir que estaba frente a
un edificio de servicios fúnebres. Noté
que sus bíceps eran al menos tan gruesos
como mis piernas. Elegantísimo en su
extravagancia, aquella primera vez que
lo vi usaba una playerita elástica
desabrochada hasta el tórax, como metida
por la fuerza, casi transparente y de
color lila. Era evidente su deseo de que
el mundo observara los monstruosos y
negros músculos de brazos, pectorales,
espalda y los peores: los del cuello. Un
cuello de bestia magnífica. Un cuello de
músculos portentosamente inflamados, un
cuello más grueso que su propia gran
cabeza de negro. Algo realmente anormal.
Parecía sufrir una horrenda enfermedad
inflamatoria en los músculos del cuello
que están bajo la mandíbula. Abajo de la
nuca se le hacían unas arrugas que más
bien debía llamar abismos, sumideros
causados por los anormales abultamientos
musculares. Y con todo, tenía cara de
insoportable somnolencia. Además llevaba
un pantalón azul cielo ajustadísimo,
cortado obviamente sobre medida en
alguna tela del más exorbitante precio.
Completaba la vestimenta con un gorro
demencialmente extravagante, abigarrado
de chillantes colores y enorme como una
gran bolsa floja colgando detrás de la
cabeza, por último, atravesada como
banda presidencial, traía una inmensa
mascada roja de seda con motivos
africanos en amarillo y verde que estaba
fija por arriba de su cintura con un
broche más que notable por ser de oro
con incrustaciones de, obviamente,
diamantes. Tenía los ojos como fatigados
y siempre enrojecidos; eran
impresionantes sus ojos de negro triste
y la bemba descomunal, tan prominente
que parecía capaz de alcanzar al
interlocutor a darle un beso desde un
metro. La voz era lenta, como
proveniente de una caverna prehistórica,
como la voz del propio Satanás. El tórax
me abarcaría triplemente en anchura y
cada una de sus piernas era como mi
tronco de gruesa. |
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Las condiciones que ofrecía en el
negocio eran excelentes para mí. El tipo
tenía dólares para desperdiciar. Quería
allegarse algún prestigio como boxeador. |
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–Ai jop,
yo esperar faiv noc-auts, end ol of dem,
ou, todous antes de raund four, ¿oquei?
–Además del monstruoso poderío físico,
los miles de dólares (que le pagaban los
Vaqueros por despedazar a los core-bacs
contrarios), le daban el otro gran
poder: el de mover voluntades en su
favor para satisfacer sus caprichos. O
sus altos objetivos en el deporte
mundial. |
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–Sí,
míster Demasiado Alto Yons desea
cinco victorias fáciles pero legales.
Combates reales, no tongos, pero tampoco
deseamos que un aspirante de peleador
muera al combatir con míster Yons ¿me
entiende? El señor Yons es un deportista
de alto rendimiento a nivel mundial.
Estamos conscientes que míster Yons es
más fuerte que el campeón mundial
Ivander Jalyfild y míster Yons puede
vencerlo. Es un combate que en dos años
vale treinta millones de dólares.
–Hablaba un notorio hombre de box gringo
que había aprendido español,
seguramente, con los peleadores
mexicanos que abundan por allá. Era el
entrenador de don Muy Alto. |
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Era sencillo y productivo. Conseguirle
tres bultos de acá, él tenía a los dos
de allá. Hacer publicidad en los
diarios, en la televisión. Se haría
sola. El tipo era famosísimo. La paga
que yo le daría era simbólica, de hecho
no le interesaban tres mil dólares; en
cambio, por la mitad de esos billetes
podía llevar a Tijuana a uno de los diez
mejor clasificados en México para cada
una de las peleas. Y mejor si era uno de
los tres últimos. Él pensaba que ganando
esos pleitos ingresaría en las
clasificaciones mundiales y al totalizar
ocho estaría disputando un título
mundial de ésos de cartoncillo para, por
supuesto, ganarlo. Entonces, lo que
seguía era “unificar” el campeonato de
la Federación Internacional de Boxeo con
el de la Comisión Mundial cuyo campeón
Evander Hollyfield, aunque era un
peleador con una técnica que pocas veces
se ha visto en peso completo, no tenía
la fortaleza y ni siquiera el peso de
los grandes pesos completos. La campaña
se llevaría dos años. Considerando que
tenía que estar seis meses jugando
futbol americano, era muy poco tiempo.
Pero tenía una enorme confianza en sí
mismo, en su monstruosa fortaleza y su
dotación física inigualable. Era,
finalmente, buena idea. Si yo hubiera
sido su asesor le habría aconsejado que
ganara el campeonato de la FIB, que
ganara algunos miles de dólares
–difícilmente el millón–, que se hiciera
mucha publicidad y que se regresara al
futbol americano. Era un atleta
tremebundo, su descomunal fortaleza
estaba fuera de duda, indudablemente
contaba con una fabulosa condición
física, seguramente tendría un cañón en
cada puño, pesaba ciento diez kilos de
poderosos músculos, medía dos metros
ocho centímetros, era famoso por su
extraordinaria rapidez a pesar del peso
descomunal, lo que incrementaba su
terrible fuerza para derribar a los
linieros que defienden al core-bac.
Estaba acostumbrado a la violencia,
incluso a recibir y proporcionar golpes
terribles. Pero... |
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Existen detalles ínfimos que sólo se
adquieren con la práctica del boxeo
durante años. Los más importantes tienen
que ver con la forma de recibir el
castigo y la de administrarlo. Un buen
peleador jamás recibe un impacto con
toda su potencia. Y también sabe que muy
pocas veces se decide una pelea con un
solo golpe, siempre hay que desmoronar
una roca con un martilleo metódico,
preciso y pertinaz. Sobre esas dos
acciones del box se podrían escribir
varios tratados. |
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Firmamos un contrato. En inglés y en
español. Don Muy Alto Jones nos
invitó a comer del otro lado, en San
Diego. En un restaurante de comida
“mexicana” en donde, exceptuando a algún
cliente despistado, todos eran wasp.
Bebimos un falso tequila gringo llamado
Don Pancho. Regresé de noche a mi
casa, de este lado. |
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Llegó a Tijuana con cinco días de
anticipación a la pelea. Una nube de
reporteros gringos siguieron sus
entrenamientos minuto a minuto. Despertó
mucho interés el combate. Teníamos la
segunda mejor plaza para boxeo de la
ciudad. Los periódicos se vieron muy
interesados y vendí los derechos de
transmisión televisiva para todos los
estados del sur gringo y diez estados
del norte mexicano. Buen negocio. La
primera pelea fue contra el chihuahuense
Rafael, Enano, Pérez. Cuando les
dieron las instrucciones inmediatamente
antes del campanazo inicial vi que el
Enano tenía una muy decorosa
estatura, llegaba a la nariz de míster
Jones. Les dijeron dense la mano y que
gane el mejor y empezó la pelea. El
negro, un atleta disciplinado y con la
costumbre del duro trabajo de gimnasio,
tiró unos golpes terribles y bien
ejecutados, pero eran golpes muy
imprecisos, el mexicano acaso atinaría
un rozón. Muy Alto Jones lo
trituró en minuto y medio atinándole
unos pedradones en la nuca y en los
brazos. Fue una desvergonzada masacre.
Era demasiada fuerza de Muy Alto
Jones y muy escasa su técnica. Sentí que
de alguna manera se degradaba el boxeo
al imponerse la brutalidad sobre el
oficio. El Enano sufrió fractura de
costillas por los golpes. Muy Alto
no quedó satisfecho con la pelea ni
siquiera con la victoria. Se fue
inmediatamente a Texas con su equipo y
sus tres lujosas camionetas. |
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Para la segunda pelea le traje a Rogelio
Calabrote Román, quien por mil
dólares era capaz de lo que fuera. Sólo
tenía que arriesgar el pellejo frente a
la negra bestia, el honorable millonario
Albert, Too Tall, Jones
quien ya estaba incluso aprendiendo
algo, lo muy elemental del box, como
pude observar en los entrenamientos. Con
el Calabrote de pronto hasta
parecía un combate de dos boxeadores, lo
que no ocurrió en su primera pelea. El
Calabrote nunca ofreció el menor
peligro al negro y hasta, en un momento,
haciendo el oficio de sparring
partner o costal humano, puso su
físico para que aquél lo apaleara, como
si hubiera querido hacer la suprema
prueba a su resistencia. Fue noqueado en
cuatro raunds y en ellos el futbolista
negro aprendió a boxear más que en toda
su vida. Quedó tan contento esta vez que
me envió un recado para que,
discretamente, visitásemos el cabaret
más lujoso de Tijuana. |
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Nos vimos en el Armand’s y el
gerente nos dio un lujoso salón apartado
para banquetes y, sin que le fuera
solicitado, mandó a una docena de
“edecanes” a que nos atendieran. Además
nos sirvieron bocadillos de millonario y
una botella de scotch y dos de
champaña por cabeza. Too Tall
Jones se bebió diez botellas de champaña
sin demostrar ni la más mínima
embriaguez y, sólo al final, terminó con
un par de botellas de whisky. Mientras
iba consumiendo champaña como si fuera a
acabar con las reservas mundiales y
contaba chistes de hombres idiotas y
mujeres putérrimas, siempre blancos, en
los ínterin se tiró a las doce edecanes,
una tras otra en las cuatro horas que
permanecimos en el lujoso antro. Ellas,
después de atender al señor don Muy
Alto Jones, ofrecieron sus servicios
a los demás, excepto una que, después de
que el negro pasó por todas, fue
requerida por el defensivo vaquero y la
hizo permanecer con él el resto de la
noche. La llevó al apartado tres veces
más. Bonita noche: se bebió diez
botellas de champaña y dos de whisky;
puso a sus ayudantes a que nos contaran
en inglés y en español sus más grandes
jugadas actuándolas mientras él no podía
contarnos chistes de blancos porque se
estaba tirando a las edecanes, se cogió
a doce putas repartidas en quince o
dieciséis ocasiones –no garantizo que
haya eyaculado cada vez–, y al fin de la
jornada me despidió con un abrazo
asfixiante (porque además me levantó) y
me dio sendos besos en las mejillas.
Estaba feliz. La borrachera se le notaba
apenas en que hablaba más rápido y agudo
que de costumbre. Se fue sintiéndose,
por fin, un boxeador de verdad. |
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No tuve otras noticias de él exceptuando
las que publicaron los periódicos
mexicanos. |
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Llegó el momento de la tercera pelea en
México un mes y medio después. Mientras
tanto, Too Tall Jones había hecho
ya hasta cuatro peleas contra gringos,
blancos, en Houston y San Antonio. Su
récord, perfecto, ya era de 6-0 con seis
nocauts. El rival, esta vez, sería El
Chebo Hernández; un peleador
chihuahuense, octavo clasificado
nacional de peso completo, ningún fuera
de serie, un peleador valiente, con
respetable pegada y, bueno... un poco
gordo. Por mil quinientos dólares El
Chebo era capaz de pelear con su
propia madre. Asistí a un entrenamiento
de Too Tall Jones. Vi lo que
esperaba ver. Una tremenda sesión de
ejercicios y el martirio de cuatro
sparring partners, dos negros y dos
blancos que alquilaban sus humanidades
para que míster Jones practicara sus
golpes sobre seres humanos, costumbre
muy sana de todo aquel que desee llegar
a ser buen peleador, puesto que nunca
será lo mismo golpear un simple costal o
la más móvil pera que sacudir a un
cristiano. Tenían que turnarse tres
minutos cada uno de los ayudantes para
soportar el castigo. Me desconcertó un
poco que entre sus colaboradores había
incluido a una muchacha. Me desconcertó
más el hecho de que se me hizo conocida.
Se encargaba de darle agua, echarle aire
con una toalla, secarle el sudor,
masajearle las inmensas espaldas y las
tremebundas piernas. El negro sudaba
tanto que iba dejando charquitos en cada
sitio que se ponía. |
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Con los boletos agotados tres días antes
y la arena a reventar se cumplió el
plazo. Unas horas antes de la pelea
coincidí con la muchacha que ayudaba a
míster Jones. |
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–Hola, guapa, ¿estás lista para subir al
ring al rato? –me miró con una
desconfianza que no creí merecerme. |
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–Pues ahora sólo trabajo para el señor
Demasiado Alto Yans. Tengo muy
buen sueldo y vivo de aquel lado, en San
Antonio. Nunca me volverás a ver en el
Armands. –de pronto comprendí. Con razón
la desconfianza. Era una de las
“edecanes”. Y la identifiqué. Era la que
el negro hizo permanecer con él y a la
que se tiró cuatro o cinco veces. Bueno,
todos tenemos derecho al progreso,
pensé. |
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–Oye, pues excelente idea. Chao, suerte,
linda... |
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Como preliminares llevé –como lo había
hecho en las dos ocasiones anteriores–
muchachitos aficionados, de esos a los
que no hay que pagarles por pelear,
puesto que se les está dando la
oportunidad de dar brillo a los inicios
de su carrera en una función estelar. Y
así lo consideraron. Buenas peleas de
apertura que dejaron el ring calientito
para la pelea estrella. Subió Chebo muy
serio, con una humilde bata ya lustrosa
y un enorme calzón y los guantes listos,
traía el gesto fatal y resignado. Pero
tenía un enorme consuelo, mil quinientos
dólares. Tres minutos después, entre
clamores y rodeado de policías,
ayudantes y periodistas tanto mexicanos
como gringos llegó el tremendo novato
enfundado en lujosísima vestimenta con
los colores azul, blanco y rojo. Se hizo
el ritual. Los presentaron exagerando un
poco los méritos del mexicano y el negro
no necesitó presentación para que todos
lo vitorearan, gringos y mexicanos. Sonó
la campana y me di cuenta de la
desigualdad del combate. Chebo, con su
metro ochenta, le llegaba por debajo de
los hombros a don Demasiado Alto
Jones, además, la diferencia de peso era
de unos veinte kilos. Aquél era mucho
más grueso del tórax y más delgado de la
cintura, pero totalmente hecho de
férreos y abultados músculos y Chebo
cargaba el sobrepeso de unos ocho kilos.
Era como una pelea de un hombre contra
un niño. “Dense la mano y que gane el
mejor” dijo el réferi sin afán de burla
y agregó “cuando suene la campana
comienzan a golpearse” y se oyó como una
condena para el Chebo. Muy Alto
se puso a practicar sus conocimientos en
el campo de batalla. Había aprendido a
tirar muy aceptablemente el yab, un
verdadero lancetazo capaz de derribar un
muro. Su cruzado derecho también estaba
bien afinado. Uno de ésos bien conectado
podría matar a un rinoceronte. Pero
Chebo era un peleador con mucho oficio y
había peleado con varios campeones
mundiales. Muy Alto Jones
conectaría si acaso un par de yabs –sin
causar mayor daño– de los veintitrés que
tiró. Chebo era un zorro para resbalar
los golpes. El negro también disparó en
trece ocasiones su cruzado derecho.
Nunca lo atinó. Con un golpe de ésos
hubiera noqueado a Muhamed Alí o a Joe
Louis o a Rocky Marciano... si lo
atinara bien o al menos regular. Ese
podría llegar a ser su gran problema en
las peleas “de verdad”, contra los
grandes peleadores. No tenía sentido de
la distancia, era demasiado mecánico y
no era capaz de entrar en el ritmo de la
pelea. El box, por fortuna, no sólo es
fuerza bruta ni con mucho. El Chebo sólo
ensayó unos cinco yabs. Ni siquiera tuvo
intención de atinárselos a un rival
inalcanzable de tan alto. También
ejecutó su cruzado y cuatro o cinco
ganchos. No golpeó a Jones. Pero el
primer raund fue tranquilo para los dos.
En el segundo, el gringo salió a matar.
Fue directamente hacia Chebo en cuanto
sonó la campana y le dio un feo e
impreciso coscorrón cerca de la zona
occipital. El mexicano se fue de boca a
la lona un poco aturdido. Esperó la
cuenta de protección con una rodilla en
tierra, muy sereno y sin daño visible.
Era una imagen enloquecedora, el
gigantesco negro junto al mexicano de
rodillas parecían aquél mucho más grande
y éste lastimosamente más pequeño e
indefenso. Se levantó. El negro se le
fue encima acribillándolo, pero ya sin
la sorpresa, el Chebo eludía con buen
resultado la tempestad de terribles
golpes. Era mucho peor que el gato y el
ratón. Al final del raund míster Muy
Alto Jones se estaba cansando y el
regordete Chebo casi había salido de
apuros pero él sí estaba muy cansado. Se
fueron al descanso y daba la sensación
de que en el siguiente raund el mexicano
sería asesinado. Se había llevado, ahora
sí, varios durísimos golpes que, de
haberlos recibido de lleno estaría
tirado inconsciente, noqueado o quizás
muerto. En el tercero, Chebo atinó un
buen gancho al hígado que hizo reír a
Muy Alto Jones. Una cosquilla para
la durísima coraza de acero negro en el
vientre del gringo. Luego Chebo recibió
un brutal castigo que sin embargo
resistió por su inmenso caudal de mañas
y su valentía: varios terribles golpes
de derecha muy imprecisos, mal
conectados pero pavorosamente fuertes
como si le pegaran con una barra de
acero. Chebo Hernández quedó con el
rostro deformado por un hematoma en el
lado izquierdo de la frente por un golpe
que si le ha dado quince centímetros más
abajo lo hubiera fulminado. También
sangraba por la nariz y el ojo derecho
ya estaba casi cerrado. Y apenas había
recibido unos seis golpes que ni
siquiera lo impactaron con precisión.
¿Qué impulsa a un hombre a aceptar una
circunstancia así? La vida de Chebo
Hernández estaba en las manos de las
autoridades de ring y el réferi. La
gente estaba excitada de morbo por
presenciar la masacre, siempre y cuando
no fuera demasiado prolongada, eso
aburriría y mucho menos desearían que
Chebo se echara como una vaca, ellos
querrían ver un nocaut espectacular o en
el peor de los casos, una (no demasiado)
lenta masacre. En el siguiente raund
Chebo estaba atrapado en una esquina.
Jones lo tupía alegremente, ya estaba
tirando golpes mucho más suelto,
confiado como si golpeara a un costal.
Había descubierto también que, aunque
tuviese que inclinarse mucho, golpear en
el amplio y blando vientre del Chebo le
daba excelentes resultados; el mexicano
se detenía en su huida, y resoplaba
desesperadamente cuando su estómago era
vapuleado. Muy Alto apaleaba casi
jubilosamente al Chebo quien a muy duras
penas evitaba sólo los más fuertes
golpes, los remates y, con ellos, el
nocaut. El réferi estaba a punto de
intervenir para detener el falso
combate. El negro tiró una derecha que
falló gracias a que Chebo hizo una
profunda inmersión inclinando el tronco
hasta más abajo de las rodillas del
gigante negro, con lo que hizo pasar el
golpe por encima. Cuando Chebo regresaba
a su postura normal y Muy Alto
Jones también, sincronizados en
contrario sentido, una bala perdida, un
gancho de izquierda del Chebo se
estrelló a dos centímetros del centro de
la barbilla de Too Tall Jones.
Sólo la cabeza del gigante se sacudió
como un chicote, ni siquiera fue un
movimiento muy evidente. Sólo los
expertos veedores de boxeo se dieron
cuenta. El gran futbolista dio dos pasos
hacia atrás y se bamboleó como un enorme
trasatlántico en medio de una grandiosa
tempestad. Fue un milagro que no cayera.
¡El negro estaba noqueado sobre las
piernas! Cuando la gente por fin se dio
cuenta soltó un alarido. El Chebo al
notar que lo tenía lastimado se fue por
él y lo hubiera noqueado si no es porque
la campana sonó inmediatamente, cuarenta
y cinco segundos antes de los tres
minutos reglamentarios. El campanero,
por propia iniciativa, la hizo sonar
antes que ocurriera un suceso aberrante.
Pero no pudo evitar que el defensivo de
los Vaqueros se llevara un par más de
batacazos y era cuestión de que le
dieran otros tres para que hubiera sido
derribado. El Chebo estaba gordo, no
tenía gran condición física, pero pegaba
duro y tenía un oficio de quince años
como peleador. Sin embargo nadie hubiera
podido permitirlo. Hubiera sido como
cambiar la historia sin sentido, hubiera
sido como colaborar para que ocurriera
una anomalía cósmica. Todos sabían que
Too Tall Jones les agradecería
jugosamente cualquier cosa que hicieran
en su favor. Pero más aún, nadie podía
concebir que aquel humilde peleador
mexicano le ganara al lustroso negro
millonario. Y el campanero hizo su
ilegal trabajo que el mundo entero
aplaudió, evitó que el Chebo Hernández
derribara y quizá noqueara al invencible
Muy Alto Jones. Se lo llevaron
conduciéndolo por un brazo como a un
borracho. Lo sentaron en su banquillo y
le dieron a oler sales de amoniaco, lo
empaparon de agua, de frases de aliento
y hasta de súplica. Los ayudantes de
Too Tall Jones corrieron a la putita
de su esquina. Ahora la autoridad máxima
dentro del local boxístico, el
comisionado por la CMB tomó la
iniciativa y protegió a Albert, Too
Tall, Jones de un ataque del
mexicano que hubiera dado a éste la
victoria, el descanso duró tres minutos.
El público estaba asustado, el enorme
atleta quizá estuviese seriamente
lastimado, quizá no pudiese continuar la
pelea, quizá resultara seriamente
perjudicado en esa pelea que, en
realidad, para él no valía nada. ¿Quién
podía aceptar que un boxeador gordo,
desconocido, ignorante, prieto,
aindiado, mugroso y pobre golpeara –ni
pensemos en que llegara a noquearlo– al
famoso Albert Too Tall Jones, al
millonario, al negro triunfador, al
amado por millones, al grandioso
defensivo de los Dallas Cowboys
que acumulaba récords impuestos en la
historia de su equipo y era el mejor
jugador defensivo de la Conferencia
Nacional? No, imposible que Chebo
golpeara al semidiós negro. Cuando se
iba a reanudar el combate, el réferi
hizo su parte, amonestó al Chebo; lo
mandó a su esquina a que le secaran el
agua, a que le pusieran más cinta
adhesiva en los guantes, le anudaran las
botas. A que le diera tiempo a Muy
Alto para que se recuperase y lo
malmatara a golpes. El descanso acabó
durando unos ocho minutos. Chebo no
protestó, su manejador tampoco.
Aceptaban todo. Con su actitud aceptaban
haber cometido una desmesurada
estupidez: haber concebido la sospecha
de suponer que podían imaginar... –no
ganarle–... golpear (como Chebo lo
golpeó) al divino Muy Alto Jones.
Eusebio, Chebo, Hernández estaba
asustado de lo que había hecho. Continuó
por fin la pelea. Too Tall Jones
se movía como un sonámbulo, parecía no
tener tono muscular. Parecía no querer
más pelea. El Chebo, un profesional, lo
golpeó como nunca habían golpeado en su
vida a Albert Too Tall Jones.
Aunque no le dio más de diez golpes en
la cabeza en total, pero sí le tundió
fuertemente el estómago. Too Tall
no tiraba golpes o lo hacía sin fuerza.
No estaba bien el negro. Aquello no
podía continuar. Fui con el comisionado: |
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–Señor, pare la pelea. |
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–Pero ¿por qué la voy a parar? |
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–Diga cualquier cosa, Chebo ha dado un
golpe ilegal, lo que sea, pero párela.
Si esto sigue así van a noquear al señor
Demasiado Alto Yons. Y eso no le
conviene ni a usted, ni a mí, ni al
señor Yons y ni siquiera al Chebo
Hernández. –El comisionado obedeció.
Decretaron decisión técnica, como si
Chebo hubiera golpeado a Too Tall
Jones en los testículos y éste no
hubiera podido continuar combatiendo. En
el acta de reporte se estableció que
había habido un golpe ilegal
involuntario que impedía a Albert Jones
continuar peleando y la decisión técnica
según las puntuaciones de los jueces
favorecían ampliamente a Albert Too
Tall Jones. Era correcto. Era hasta
justo. Era ilegal, claro. Pero nadie
podía permitir que El Chebo cometiera la
sacrílega victoria que, además, no le
serviría para nada. Casi cualquier otro
peleador de primer nivel podría
vencerlo. Así terminó la función. |
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Don Muy Alto Jones se retiró del
box. No volví a verlo. Un buen día se
presentaron sus asesores en mi oficina,
cancelaron los contratos legalmente y el
negro tuvo la delicadeza de mandarme un
cheque para indemnizarme con cinco mil
dólares. |
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–Míster Jones dice que boxeo es no para
él. Él no gusta de combate sin pretexto.
Necesita una ovoide por combatir. –Fue
la defectuosa explicación de uno de sus
nuevos asesores y se retiraron
rápidamente. |
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Muchos meses después, en el Paraíso
de Cortés, un lupanar de medio pelo,
me encontré a aquella muchacha, la
masajista de don Muy Alto. |
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–¿Cuándo traes a otro boxeador negrote
como aquel señor que vino a pelear aquí?
–me dijo–. Tenía muchos dólares y era
muy buena gente. |
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–Entonces ya no trabajas con él. |
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–Ay, no. Me propuso matrimonio. Pero
hasta que ganara el campeonato mundial.
Cuando le pegaron se desanimó. Me
explicó después por qué; dijo que pelear
con mexicanos era como hacer foqui-foqui
con mexicanas. Que es divertido pero
peligroso, dice que nadie pone tanto el
corazón en lo que hace como nosotros. Y
eso es lo peligroso para él. ¿Tú crees? |
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