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Ya estuvo bien de las pobrecitas mujeres que viven
auto-conmiserándose y culpando a sus hombres de sus
desgracias.
Yazmín Alessandrini |
En el afán de lograr la equidad entre hombres y mujeres
en distintos aspectos de nuestra vida social, se ha
procurado dotar a la legislación de instrumentos
jurídicos que protejan los derechos femeninos. Parteaguas de las modificaciones en esta materia es, sin
duda, la inserción del concepto de igualdad ante la ley
del varón y la mujer, en el Artículo Cuarto
Constitucional –reforma promulgada en diciembre de 1974–.
Más de tres décadas después, empero, la inequidad de
género es aun constructo sociocultural que influye de
diversas maneras en la sociedad toda. De ahí que el
llamado empoderamiento femenino sea parte importante de
la actual política de población en nuestro país.
En ese sentido, los esfuerzos se han dirigido a resolver
cuestiones particulares como es el caso de la violencia
contra la mujer en el seno de los hogares. Violencia que
se produce en planos diversos tales como el económico,
el psicológico o el físico, y que afecta sobre todo a
las mujeres cuya situación es más vulnerable. Esto es, a
las mujeres cuyo bajo nivel educativo y estado de
pobreza, les auto-desvaloriza y prácticamente encadena a
una vida de violencia.
Buscando equilibrar la balanza, los cambios legislativos
en prácticamente todas las entidades del país están
orientados a fortalecer la posición de la mujer,
otorgándoles importantes ventajas respecto del varón,
específicamente en el ámbito de lo familiar. Se rompe
así, de hecho y de derecho, con la conceptualización
pura de la equidad de género.
Esto me lleva a mirar hacia la otra cara de la moneda.
Me refiero, en concreto, a las mujeres cuya
vulnerabilidad ante el varón es prácticamente nula,
cuando no inexistente. Es el caso de las mujeres
económicamente autosuficientes y con un elevado nivel
educativo, en el marco de un incipiente fenómeno social:
la mayor vulnerabilidad del varón, ante la ausencia de
acciones afirmativas en su favor.
Nada mejor para ejemplificar lo anterior que las
disputas propias de un divorcio –cabe señalar que la
tasa de divorcios está en aumento–, dado que la
normatividad aplicable es del todo favorable a la mujer,
no obstante que cada vez es mayor el número de varones
que se involucran en aspectos tan familiarmente
sensibles como el cuidado de los hijos o el apoyo en las
tareas domésticas. Un aspecto notable sobre el
particular es que se impone la presunción de
culpabilidad del varón.
Otro ejemplo puntual es el caso del aborto inducido, al
menos para los casos dónde este es legalmente aceptado,
porque ahí se invoca el derecho de la mujer sobre su
propio cuerpo. La cuestión en este caso es dónde quedan
los derechos del varón sobre el embrión, específicamente
cuando éste es producto de una relación sexual
consentida por ambas partes.
Estimo, por último, que debemos
replantearnos como sociedad hacia dónde nos está
llevando toda la dinámica propia de las cuestiones de
género. No es un simple asunto de cuotas, como ocurre en
algunos partidos políticos. Tampoco es algo que pueda
resolverse con la fuerza de leyes y decretos. Ni es una
moda o una simple conmemoración de cada 8 de marzo.
Estamos obligados a ir más allá para lograr una
transformación sociocultural profunda.
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