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Horrorosísima blasfemia en San Roque

 

por Pterocles Arenarius

 

En la pared posterior de la vestusta –y ciertamente descuidada– iglesia de San Roque escribieron “Amo a Jesucristo, quiero coger con Él”. Lo hicieron usando estos botes de pintura con que se hacen los graffitis que en tiempos recientes constituyen una plaga de rebeldía en muchas ciudades. Asunto que, por cierto, habría que examinar con mucho más detenimiento del que se le ha otorgado.

San Roque es una bonita plaza donde nació el Festival Cervantino que luego se volvió Internacional y está casi en el centro del corazón de una de las ciudades más tradicionalistas, conservadoras y ultracatólicas de México: Guanajuato.

Este héroe –no puede llamársele de otra manera– perpetró el acto que le da tal categoría porque su acción, tan desmesuradamente provocadora no perseguía ningún objetivo notorio más que quizá alarmar a las viejitas católicas de golpe de pecho cotidiano; hacer escarnio de los señores cuarentones y cincuentones hipócritas, putañeros, bastante briagos, intolerantes, autoritarios, extraordinariamente pendejos y asombrosamente ignaros, pero, eso sí, catoliquísimos de dientes pa’fuera para lucir su decencia, sus enjoyadas y cotorras esposas, sus buenos carros y su inefable hipocresía entre el cerrado círculo de “la buena sociedad” guanajuatense, circulillo de donde, por cierto, surgen los alcaldes del municipio desde hace más de medio siglo sin importar siglas partidarias, porque los ha habido del PRI, PAN y PRD.

Y, lo más peligroso de escribir la tal declaración, fue incitar a la adrenalina de las juventudes católicas de muchachos dispuestos incluso a “dar la vida” al grito de “Viva Cristo Rey, hijos de su puta madre”, muchachos que si bien en Guanajuato son más bien escasos, existen, pero no como en las cantidades que hay en León, de donde se surte de militantes el grupúsculo fascistoide ultracatólico autonombrado El Yunque.

Pero vayamos al meollo. El anónimo héroe nihilista de marras escribió “Amo a Jesucristo, quiero coger con Él”, en la pared posterior de la iglesia de San Roque, santuario de nutridas procesiones, recinto de rezo cotidiano del santo rosario, templo de misas diarias, aula del apostolado para enseñar el catecismo a los criaturones al prepararlos para la primera comunión, edificación para realizar a cubierto los bien conocidos ritos católicos sacramentales de unión matrimonial, bautismo, confirmación, comunión, confesión y extrema unción.

Ahí llegó este desubicado y pergeñó la escritura de su curiosa blasfemia, en el muro de la mismísima iglesia. La primera idea que me asaltó fue la de que este provocador anónimo arriesgó su vida al realizar este graffiti apóstata*. Quizá lo haría al amparo de la noche, pues el templo de San Roque siempre está concurrido con los creyentes que asisten a las misas matutinas a las que las molestosas campanas de las torres de la edificación llaman a partir de las seis de la mañana, en los mediosdías las beatas rezan interminables rosarios y al atardecer los niños van a divertirse un rato, a jugar, mientras las catequistas se desesperan y se escandalizan ante la falta de fe, el aburrimiento y el atrevidísimo vocabulario e incluso las actitudes sexuales que demuestran los niños, costumbres alarmantes que han aprendido de la televisión.

La leyenda de amor por Jesucristo –cuyo único defecto era el de explicitar que era sexual el afecto– fue rápidamente cubierta con pintura hasta no dejar la menor huella de la horrenda blasfemia. Pienso que quien la escribió quizá sea un joven y rebelde homosexual, reprimido brutal y sistemáticamente a lo largo de su vida entera o bien, ¿por qué no?, una chiquilla atrevida y no menos rebelde e igualmente reprimida durante toda su existencia; cualquiera de ellos viviendo siempre entre el tipo de personas –intolerantes, represivas, hipócritas, elitistas y crueles– que habitan la “Muy Noble y Leal Ciudad de Santa Fe de Guanajuato y Real de Minas” como gustan ostentar los guanajuatenses de abolengo.

No quiero imaginar que le hubiera pasado al atrevido o atrevida si la descubren en la acción. No dudo que su vida hubiera corrido peligro. Pero esto nos hace pensar ¿por qué la gente suele blasfemar? Pareciera que la blasfemia es un reclamo a Dios por haber hecho este mundo que no se adapta a “mis” necesidades o de plano, es un mundo que contiene los elementos necesarios para hacer desgraciada mi existencia. Ernesto Sábato ha dicho, por boca de su personaje Fernando Vidal Olmos, que “Dios fue derrotado antes de la historia y el verdadero creador del universo es Satanás, que se hace llamar Jehová, quien, vencedor, atribuye al derrotado Dios, doblemente desacreditado, este universo calamitoso”.

Sin embargo, no deja de ser curioso que sólo los católicos más acendrados blasfeman. He ahí las blasfemias escatológicas y risibles del español que dice “Me cago en Dios” y la otra menos pretenciosa, pero mucho más terrenal y por ello atrevidamente repugnante de “Me cago en la ostia”. Finalmente, la blasfemia es una relación con Dios, con el cristiano, yo no sé si las blasfemias existan en el Islam y si es así, no dudo que allá si cuesten la vida ipso facto, o al menos una condena de muerte. El budismo es demasiado sabio para eso y además no tiene recipiendario, no hay Dios sobre el cual cagarse. La blasfemia, siento, es una relación con Dios en confianza, quizá demasiada, pero al menos es aproximación. En cambio, las actitudes de intolerancia, soberbia, elitismo, hipocresía, fanatismo de los católicos, sin duda los alejan –aunque ellos se nieguen a admitirlo– de una divinidad amorosa y dulce, como dicen que debe ser su Dios. Pero por otro lado los convierte en blanco perfecto de los que abominan las características de los que se creen en posesión de Dios: intolerancia, fanatismo… etc.; de poca gente es más fácil burlarse que de quien se da demasiada importancia.

Finalmente, el hecho de que alguien haya escrito sobre el muro de la iglesia que le gustaría hacer sexo con Jesucristo –hetero u homosexualmente– pudiera ser incluso agradecible por los creyentes, si ellos no consideraran el sexo como una actividad moralmente sucia. Y ese es precisamente el objeto central de la blasfemia y su perpetrador, sacarles pus a los católicos, porque a Dios ni a Jesucristo les va ni les viene, no les afecta que alguien quiera hacer sexo con el hijo de Aquél y a Éste, sin duda, incluso le provocaría una leve sonrisa tolerante. En cambio los católicos estaban emputadísimos y ahora se encuentran vigilantes tratando de descubrir al o la que perpetró la provocadora leyenda. Esperemos que no lo (la) pillen.

 

* En el año 2005 el que esto escribe publicó un libro de cuentos blasfemos, Apostatario, que sin embargo, no ha provocado reacciones visibles –más allá de comentarios levemente agresivos, aunque otros desconcertados y algunos descolones contra el autor– entre los miembros de la nutrida comunidad católica guanajuatense.

 

 
     
     
 

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