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MI CONTACTO CON LOS
TARAHUMARAS DE BATOPILAS
Por Román Corral Sandoval
No me explico el porqué los
tarahumaras o rarámuris, auténticos y originales dueños del
estado de Chihuahua, viven en cuevas de las barrancas o sierras,
vestidos con harapos y alimentándose como en la Prehistoria,
sirviendo como bestias de carga y soportando enfermedades,
hambrunas y explotación. En Batopilas observé indígenas
tarahumaras en condiciones infrahumanas: sin la luz del
alfabeto, cargando sobre sus espaldas muebles, vigas, bultos
pesados, por el pedregoso “camino real”, desde el Mineral de La
Bufa hasta el poblado de Batopilas, cuesta arriba y cuesta
abajo, sin inmutarse y sin quejarse de nada. Los veía pasar
todos los días por el “camino real” por un lado de mi salón de
clases caminando solos o en pequeños grupos. Al igual que los
habitantes de la Misión de Satevó, los tarahumaras sufren de los
mismos males y marginación social pero en mayor escala; los
mestizos o “chabochis”, como nos llaman los tarahumaras nos
sentimos “superiores” a los hermanos rarámuris y algunos
moradores de la Misión de Satevó los creían inferiores porque
estos indígenas se ponían apellidos de animales o cosas: Juan
Ratón, Pedro Pitahaya, etc. Y así iban los tarahumaras a buen
paso recorriendo el “camino real” cargando sobre sus espaldas
pesados bultos y el gran peso de la marginación social. El
“camino real” es la vía de comunicación de la Barranca de
Batopilas y de otras municipalidades vecinas; es la columna
vertebral que une a todas las comunidades de la barranca y la
sierra que en 1970 carecían de carreteras pavimentadas como las
que existen en el altiplano y desierto chihuahuenses; en este
2008, la mayoría sigue en la misma situación.
REPARTO DE COBIJAS EN LA
MISIÓN DE SATEVÓ En 1972
bajaron de las serranías cercanas a la Misión de Satevó cientos
de tarahumaras, se concentraron en el patio escolar y alrededor
del templo en espera de que les fuera proporcionada una cobija.
El gobierno federal cuyo titular era Luis Echeverría Álvarez
envió un gran helicóptero con quinientas cobijas que
beneficiaron a igual número de personas principalmente
tarahumaras. En el cuarto anexo a la Casa del Maestro de 25
m2 y en mi habitación fueron apilados los cobertores desde el
piso hasta el techo; durante tres noches dormí en el pasillo
estrecho que quedó entre los cobertores apilados. El Comisario
de Policía Dolores Gil Hermosillo recibió la orden de llamar a
los tarahumaras de las serranías cercanas a la Misión de Satevó
y por espacio de varios días éstos se presentaron para recibir
el obsequio del gobierno de la república; la escuela fue
utilizada para dicho trámite porque en esta pequeña comunidad no
existe otra institución oficial.
UNA HUELLA DIGITAL: ÚNICA
CONSTANCIA DE SU EXISTENCIA
Los tarahumaras sin pronunciar
palabra firmaron de recibido en unos documentos especiales
estampando la huella digital del dedo pulgar derecho; no sabían
leer ni escribir y no tenían nombres ni apellidos, tal vez en su
comunidad los llamaban o se comunicaban de alguna manera; eran
chihuahuenses que no figuraban en el Registro Civil por lo que
oficialmente no existían y casi ninguna autoridad se preocupaba
por su status legal; nadie sabía las fechas de sus nacimientos,
tal vez ni ellos; lo que era seguro eran sus fallecimientos en
la Barranca de Batopilas en el interior de alguna cueva, en un
jacal, a orillas del río, en algún atajo o en la profundidad de
algún abismo o precipicio de esta irregular orografía, de lo
cual tampoco quedaría constancia legal.
COBIJAS NUEVAS PARA
CUBRIR UNA MARGINACIÓN ANCESTRAL
Los moradores que fueron a buscar
a los tarahumaras a la Cumbre llamada “El Pajarito” y a otras
serranías seguramente hablaron con los gobernadorcillos como
Bernabé Herrera de la comunidad de “Buena Vista” o con Julio
Noriega de “El Chilicote”. En los días en que desfilaron por el
patio escolar centenares de tarahumaras desde lugares
desconocidos en el mapa del estado de Chihuahua, pude observar
sus rasgos físicos, conducta, hermetismo o introversión y
desconfianza hacia los “chabochis”. Desnutridos, de cuerpos
demasiado delgados, piel reseca y lacerada por las inclemencias
del tiempo, vistiendo harapos y descalzos los rarámuris volvían
a sus comunidades con una cobija nueva de colores llamativos que
contrastaba con sus rostros tristes, miradas perdidas y su
miseria ancestral. No he observado desde entonces a seres
humanos tan callados, sufridos y marginados. Es de agradecerse
lo que hizo el gobierno federal por los tarahumaras, supuestos
dueños de los bosques chihuahuenses; pero la verdad es que
nuestras etnias merecen un mejor destino y nivel de vida; cuando
a estos humildes seres humanos se les da una limosna, es el pan
de hoy y el hambre de mañana ya que son tantas sus carencias que
estas cobijas recibidas solamente prodigaban un paliativo a su
miseria ancestral; durante los días de la repartición de tan
llamativos cobertores observé en vivo y a todo color los
matices de la marginación social.
LA SITUACIÓN DE LOS
TARAHUMARAS Son los
rarámuris y los antiguos tubares los que han conocido palmo a
palmo, los caminos, veredas y atajos de las barrancas y sierras
donde han dejado gran parte de su vida al recorrer a pie esas
grandes distancias para ir a las tiendas de los “chabochis” a
comprar manta, manteca y mercancías con el escaso dinero que
obtienen por rentarse como si fueran animales de carga o por la
venta de panelas o quesos que elaboran con la leche de las
cabras si es que algunos las poseen o por la venta de hierbas
medicinales mismas que utilizan para curar sus males. Los
tarahumaras de las barrancas no viven igual que sus hermanos de
las partes altas de la sierra; los primeros viven en jacalones o
en cuevas donde existen pinturas rupestres o huesos
petrificados de seres humanos que hace miles de años probaron
lo agreste e inhóspito de estas montañas y profundos cañones;
son los descendientes de los rarámuris que ayudaron a los
misioneros jesuitas a construir el templo de la Misión de Satevó,
salidos de las cavernas de las barrancas donde nacieron y donde
seguramente morirán; estos indígenas nunca han visto de manera
directa los adelantos científicos y tecnológicos de la
“civilización”; es lamentable decirlo pero entre más progreso
económico existe en nuestro país las etnias y otros grupos
sociales sufren más marginación; así lo percibía en 1970 y ahora
en el 2008, esta cuestión sigue igual, pues oficialmente existen
en México 60 millones de personas que viven en pobreza extrema.
Los tarahumaras de la Barranca de Batopilas en 1970, no eran
mexicanos de cuarta ni de quinta o sexta categoría,
sencillamente no encajaban en ninguna categoría socio-económica,
porque cientos de ellos, por las condiciones en que los observé
en la Misión de Satevó, me dio la impresión de que vivían en la
Prehistoria, aunque el hombre había llegado a la Luna en julio
de 1969. Grant Shephered dejó claro en su texto que le
parecían tristes, solos y abandonados los habitantes de la
Misión de Satevó, pero los tarahumaras de las serranías vecinas
a esta comunidad de plano no merecieron un estudio profundo o
comentarios extensos para este escritor norteamericano quien
escribió el libro “The Magnet Silver”. Históricamente los
tarahumaras y otras etnias del estado de Chihuahua, ocupaban
las tierras fértiles del altiplano chihuahuense, antes de la
llegada de los españoles a estas tierras norteñas encabezados
por Álvaro Núñez Cabeza de Vaca, pero debido al miedo de ser
exterminados por los conquistadores europeos, huyeron hacia la
zona montañosa de la Sierra Madre Occidental. Sin embargo el
avance español llegó hasta las barrancas y las sierras,
acompañados por los misioneros jesuitas, que realizaron su obra
evangelizadora en las serranías y construyeron las misiones con
ayuda de la mano de obra indígena.
LAS CARRERAS DE BOLA
Otro aspecto que conocí de los
tarahumaras fueron sus fiestas religiosas que observé con
destalle el 01 de febrero de 1971. Para esta descripción me
basaré lo escrito en mi Diario. Lunes 01 de Febrero de 1971.
“...Mis alumnos del turno vespertino del tercero y cuarto grados
estaban muy inquietos dentro del aula escolar, se paraban y
desde sus mesa-bancos se asomaban por la ventana para observar
a los numerosos tarahumaras que transitaban por el “camino real”
provenientes de las montañas cercanas a la Misión de Satevó para
reunirse con otros que ya descansaban alrededor del templo y
que habían llegado desde las serranías desde las primeras horas
del día. En breve iniciarían las Carreras de Bolas en vísperas
de la celebración del “Día de la Candelaria”. A las 05:00 p.m
opté por terminar las clases y mis alumnos presurosos corrieron
atravesando el patio o cercado escolar, para luego tomar por el
“camino real” hacia el sur, pasando el arroyo seco que divide a
la comunidad en dos partes; en la parte sur se localiza el
templo y a su alrededor estaban sentados en cuclillas numerosos
rarámuris con su piel curtida por el sol, su atuendo singular y
algunas prendas valiosas para apostar en las Carreras de Bolas.
También me enfilé hacia el templo para ver de cerca dicho
encuentro festivo-deportivo; algunos moradores de la Misión de
Satevó y un sinnúmero de tarahumaras descansaban recargados en
el cercado de piedras del frente del templo: esperaban con
atención el inicio de las Carreras de Bolas. La primera carrera
fue de diez vueltas: así fue el acuerdo de los dos equipos
contrincantes integrados por seis miembros. La bola era de
madera del tamaño de una de béisbol, hecha con guásima o de palo
rojo. Con el pie derecho, cada equipo, con la bola reposando en
el suelo trataría de aventarla hasta los puntos escogidos ex
profeso, de ida y de vuelta, hasta completar diez vueltas. La
carrera dio inicio y surgieron las apuestas (manta, velas,
dinero, objetos de valor, etc.) por el equipo favorito: la
partida fue en el lado poniente del templo: hacia el sur se
llegaría hasta el puerto del panteón para completar una vuelta
en el arroyo ubicado a unos cuantos metros al norte del templo.
Los equipos de tarahumaras representados con sus mejores
corredores estaban listos en la meta de salida esperando
ansiosos con su pelota de madera reposando en la tierra;
esperaban la señal de partida, mientras los asistentes estaban a
la expectativa reunidos en pequeños grupos platicando y riendo
nerviosamente: cada vuelta duraría en promedio siete minutos.
Cuando la carrera dio inicio el público gritaba apoyando a su
equipo y las palabras en rarámuri sobresalían al español hablado
por los chabochis…”. Era la primera vez que era testigo de la
algarabía que encerraba esta competencia entre los tarahumaras
pero también que los veía contentos, debido a que no tienen
muchos motivos para estarlo dada su marcada marginación social:
palpé la gran resistencia física de esta etnia y dominio pleno
del terreno montañoso, me sentí inferior frente a estos atletas
indígenas, a pesar de que a mis diecinueve años de edad había
caminado y recorrido distancias en forma suficiente debido a mi
origen humilde, ya que mi familia nunca tuvo automóvil. Después
de más de una hora de dura competencia donde los participantes
dieron muestra de una extraordinaria condición física el equipo
ganador fue ovacionado a la manera de los rarámuris; riendo y
apenas enseñando la dentadura, pero sin escandalizar. En ese
momento el sol se estaba ocultando entre las montañas y quizá no
lo había hecho porque deseaba esperar el desenlace de esta
espectacular Carrera de Bola donde reunió a cientos de
espectadores…”.
HISTORIA DE LAS CARRERAS
DE BOLA Algunos
historiadores señalan que durante la Época Colonial, los
corredores indios llevaban el correo desde la Ciudad de
Chihuahua hasta el poblado de Batopilas por una distancia de
400 kilómetros de terreno abrupto en tres días; descansaban un
día: efectuaban el regreso en tres días más. Por otra parte,
lograr alcanzar a un venado a pie puede parecer imposible para
cualquier persona, pero no para los tarahumaras, que desde su
infancia son adiestrados para las carreras de larga distancia.
Las razones para dar tanta importancia a la Carrera de Bola son
estrictamente sociales; las carreras tarahumaras a pie pueden
durar días, ya que las piernas de los rarámuris son poderosas;
también se prolongan por días las tesgüinadas. Sin duda alguna,
el alcoholismo, la tuberculosis y una desnutrición lacerante son
los enemigos mortales que diezman a los tarahumaras; no
obstante, pueden cargar sobre sus espaldas lo equivalente a lo
que un arriero transporta en el lomo de una mula por el
pedregoso “camino real”: así son los tarahumaras de la Barranca
de Batopilas a los que tanto admiré en los dos años de mi
estancia como maestro rural en la Misión de Satevó, tiempo que
marcó para siempre mi interior y le dio un sello especial a mi
forma de ser y de pensar. Por todo esto puedo concluir que los
rarámuris son los chihuahuenses a los que más admiro y respeto.
LAS DANZAS DE LAS
PASCOLAS Una vez
terminadas las Carreras de Bola se iniciaron los preparativos
para la Pascola (danza de los tarahumaras) donde
participaron los adultos al compás del violín y tambores. En
esta ceremonia convivieron los rarámuris en una clara hermandad
con los chabochis o mestizos, o sea, los moradores de la Misión
de Satevó; al anochecer en el interior del enorme templo a la
luz de las velas, cachimbas y teas noté alegres los rostros de
los asistentes, algunos vistiendo vistosos atuendos, coloridos y
llamativos recién elaborados para la ocasión; pronto dio inicio
la música monótona de la Pascola, donde los niños se integraron
a la fiesta colectiva danzando junto con los adultos quienes
vestían atuendos para esta fiesta religiosa en forma multicolor.
Aunque varias personas no danzábamos, con nuestra presencia y
respeto nos sentíamos integrados a esta fiesta pagano-religiosa:
fue la primera vez que deseaba profundamente ser tarahumara para
integrarme a su espiritualidad y poseer la nobleza de su alma…”.
EL TESGÜINO
“…A las 10:00 p.m. de ese 01 de
febrero de 1971 después de observar durante dos horas a los
incansables danzantes acompañé a Don Francisco Soto Fierro,
presidente de la mesa directiva de la sociedad de padres de
familia a tomar tesgüino en la casa de Aída Cruz Cruz, madre de
mis alumnos Petra, Clotilde y Felipe Torres Cruz. Esta bebida
elaborada con la fermentación de los granos de maíz es parte
primordial de estos festejos: era la única forma en que podía
ser partícipe de tan contagiosa alegría. La mayoría de los
moradores de la Misión de Satevó habían preparado tesgüino para
brindarlo, en un gesto de hospitalidad a los danzantes y
acompañantes; también lo elaboran los tarahumaras que habitan
las montañas que rodean a esta comunidad y lo consumen como
motivo general de sus fiestas y ceremonias religiosas pero
además como válvula de escape para olvidar, al menos unas horas,
su triste realidad y los problemas inherentes a la pobreza que
sufren en forma ancestral; también consumen lechuguilla o
bebida que se extrae de una especie de maguey o agave, y al
sitio donde se realiza esta operación o proceso le llaman vinata.
Conforme fue transcurriendo la noche el tesgüino empezó a
desinhibir a los rarámuris y chabochis mientras la danza cobraba
más ritmo y el número de participantes aumentaba; en el interior
del templo los danzantes de la monótona música de la Pascola, al
ritmo del violín y tambores, parecían no conocer la fatiga;
carcajadas y gritos se dejaban escuchar de parte de los
chabochis y otros rarámuris que se encontraban en grupos
pequeños en una notoria hermandad en esa noche fría en el
exterior del templo a la luz y el calor de numerosas y grandes
fogatas, en una notoria hermandad; me integré en uno de esos
grupos después de que había observado a los danzantes en plena
acción con sus atuendos vistosos; fue la primera vez que tomé
tesgüino hasta marearme para experimentar y olvidar un poco
mis problemas. Me retiré en la madrugada porque la fiesta
parecía no tener fin; en el trayecto a la Casa del Maestro
pensaba que tanta algarabía y el ruido de los pascoleros me iban
a servir de sedante para dormir profundamente, aunque los vasos
de tesgüino que ingerí ya habían cooperado en algo con este
propósito: eran las primeras horas del martes 2 de febrero de
1971, “Día de la Candelaria”…”.
AL DÍA SIGUIENTE...
“…Caí como bulto de cemento en
las tablas apoyadas en los mesa-bancos de mi cama improvisada;
desperté a las 06:00 a.m. y desde el patio escolar, pude
observar alrededor del templo y seguramente en el interior,
cómo yacían muchos tarahumaras dormidos en el suelo soportando
la resaca, pero además los había en los arenales del río donde
al despertar beberían suficiente agua o la mezclarían con pinole
en una lata usada; otros probablemente recostados a la sombra
de la vegetación espesa que bordea a lo largo del “camino real”
temprano se habían encaminado a sus pequeñas comunidades
dispersas en esta parte de la Barranca de Batopilas donde moran
en cuevas o jacales; el tesgüino y la jornada maratónica de la
fiesta religiosa los habían dejado exhaustos. Al mediodía, la
mayoría de los rarámuris, después de comer algo en las viviendas
de los moradores de la Misión de Satevó o de sus propios
alimentos, como el pinole elaborado con maíz tostado y molido
iniciaron el retorno a sus hogares…”.
LA "GUERRA" PERDIDA
CONTRA LA MARGINACIÓN SOCIAL
“…Los tarahumaras seguirían con su
rutina: comiendo raíces o ramas de diversas plantas de la región
cuando la necesidad así lo ameritara, pescando bagres en el Río
Batopilas o cazando pequeños roedores u otras especies de la
fauna de la Barranca de Batopilas, para poder sobrevivir en el
entorno de su lastimosa situación. Numerosos indígenas dormidos
en el piso de cualquier sombra, daban la impresión de que había
terminado una batalla, en la cual los frentes enemigos habían
cesado el fuego porque no quedaba alguien vivo que siguiera
disparando desde las trincheras; el humo que se observaba por
varios rumbos del templo, no era el de los cañones que al fin
guardaban silencio tras cruento combate, sino que salía de los
rescoldos de las grandes fogatas a punto de extinguirse mismas
que habían dado luz y calor a los combatientes durante toda la
noche; el templo de la Misión de Satevó había sido convertido en
un campo de batalla para combatir y no sentir, por medio de la
alcoholización de los sentidos, los ataques constantes de la
pobreza y tristeza, de la desesperanza y el olvido, del abandono
y marginación. Este maestro rural, normalista estuvo en la
mencionada batalla, pero solamente aguantó el fuego cruzado de
unos cuantos vasos de tesgüino hasta la media noche por sus
limitaciones personales e inexperiencia tan notable presente a
sus 19 años de edad, para aguantar la agresiva embestida del
enemigo llamado marginación social, monstruo de mil cabezas que
ha sentado sus reales en esta región chihuahuense en forma más
notoria, después de la Revolución Mexicana, movimiento social
que no benefició gran cosa y que de paso acabó con la bonanza
minera de la Barranca de Batopilas. Mi falta de fortaleza en
todos los aspectos me impidió vivir en toda su plenitud y
valorar en todas sus dimensiones estas situaciones tan
peculiares de las costumbres de los rarámuris: no serví ni para
el arranque, fui carne de cañón; perdí esta batalla, pero no la
guerra; mi entrega consciente a la labor docente al servicio de
esta comunidad sería parte de la victoria que podría presentarse
en un futuro no muy lejano, al ver a mis alumnos triunfando en
la vida…”.
MIÉRCOLES 21 DE OCTUBRE
DE 1970 La camarería que
observé en el “Día de la Candelaria”, entre chabochis y
rarámuris, no se observaba todo el año. Recuerdo que este día,
el Comisario de Policía Dolores Gil Hermosillo, de la Misión de
Satevó, hizo presos a dos tarahumaras que riñeron. Como castigo,
los puso a limpiar de piedras el “camino real” y a desgranar
maíz que ellos mismos cargaron desde la milpa o “rosa” del
comisario, al que le pregunté el porqué de tal castigo para los
indígenas: me dijo que eran cuñados y que se habían agredido
físicamente porque el marido le dijo al cuñado que su hermana no
sabía hacer cobijas.
LOS TARAHUMARAS EN LA
MISIÓN DE SATEVÓ Con
frecuencia me visitaban hasta la escuela algunos tarahumaras con
los que platicaba; sentía que me observaban con detenimiento y
cierta curiosidad por ser tal vez de tez blanca y pelo castaño:
intercambiaban miradas, se sonreían entre ellos sin dejar de
conversar conmigo. Una de las tantas lecciones que aprendí de
1970 a 1972 en la Barranca de Batopilas, porque fue más lo que
aprendí que lo que enseñé, es que existen chihuahuenses de
quinta o última categoría social como nuestros hermanos
rarámuris, tan olvidados y abandonados como los demás moradores
de la región. Muchos indígenas me aseguraban que las casas de
adobe de los chabochis, no servían para vivir porque no son
resistentes, debido a que las lluvias y los fuertes vientos las
destruyen poco a poco y por eso decidían habitar en cuevas, como
lo hacían sus antepasados; algunos tarahumaras que hablaban poco
español con los que logré charlar me comunicaron más cuestiones
de sus costumbres; me visitaban hasta el plantel escolar para
venderme panelas de leche de cabra o hierbas medicinales y a
otros los detenía en plena marcha por el “camino real” para
platicar bajo la sombra del enorme mezquite del patio escolar
que cubría parte de esta vereda; no era fácil charlar con ellos,
al principio la mayoría me rechazó debido a que son muy
desconfiados de los chabochis. Y es que, desde la Época Colonial
estos indígenas fueron despojados de sus mejores tierras de
cultivo y obligados a huir a las serranías para no ser
exterminados; después, hasta lo que es ahora la Sierra Madre
Occidental llegaron los conquistadores a realizar actividades
de minería esclavizándolos a pesar de su férrea oposición y
realizar numerosas rebeliones; posterior al Movimiento de
Independencia a las etnias les fueron arrebatados sus bosques y
durante el Porfiriato la mayoría de sus integrantes fueron
explotados, esclavizados y vejados al laborar involuntariamente
como peones en las haciendas de los caciques o terratenientes de
la época; durante la Revolución Mexicana, que costó un millón de
vidas, gran porcentaje de la sangre derramada perteneció a
campesinos e indígenas, lo que no fue suficiente para que
salieran de su miseria ancestral. Por estas causas históricas
nuestros indígenas son muy herméticos; llevan en su cuerpo y
espíritu, desde entonces como una herencia maldita, los estragos
y huellas que les ha dejado la marginación social que en forma
extrema los ha dañado en todos los aspectos. Por lo que observé
desde mi primer viaje a la Sierra Tarahumara en 1968, cuando era
estudiante de la Escuela Normal de Estado de Chihuahua, puedo
concluir, sin temor a equivocarme que la mayoría de los
integrantes de esta etnia de la Baja Sierra Tarahumara están
condenados a vivir eternamente en la miseria: ojalá y que alguna
persona me pudiera convencer de lo contrario.
LA FORTALEZA DE LOS TARAHUMARAS
Los tarahumaras parecen no
inmutarse ante la extremada pobreza que padecen; estoicamente
han soportado las agresiones de los intereses ambiciosos de las
clases sociales que controlan el poder económico y por ende el
poder político, las cuales desde tiempos remotos, les han
arrebatado sus mejores tierras y bosques, pero no su fortaleza
espiritual que les ha servido para poder permanecer en su
región, para no ser desarraigados o exterminados, aceptando
vivir en condiciones infrahumanas, vistiendo harapos, en calidad
de esclavos o en la lastimosa marginación social, pero sin
abandonar los bosques, ríos y arroyos, flora y fauna
silvestres, montañas y cañones, barrancas y profundos abismos a
lo que históricamente consideran de su propiedad; con tal de
permanecer en su medio geográfico generacionalmente han
soportado a través de la historia la hostilidad de grupos
humanos, explotación, discriminación, hambrunas, epidemias,
condiciones climatológicas extremas, sequías; han tenido que
sobrevivir comiendo plantas y animales silvestres y habitar en
jacales o en cavernas, porque sienten que todo lo que existe
bajo el cielo azul, limpio y transparente de la Sierra Madre
Occidental, les pertenece desde tiempos inmemoriales, antes de
que los chabochis u hombres blancos invadieran sus dominios, con
el pretexto de llevar a su región la “civilización” y el
“progreso”, palabras que les resultan huecas, porque bajo este
pretexto se les ha sumido en la más profunda miseria y despojo;
por la fortaleza espiritual que observé en los tarahumaras de la
Barranca de Batopilas y por el estudio histórico que realicé en
el desarrollo social de esta etnia, aprendí cuando menos un
poco, a sufrir en silencio, a dejar de llorar como si tuviera
muerto tendido ya que los rarámuris han sufrido de verdad toda
clase de calamidades y vejaciones; comprendí que la fortaleza de
su espíritu se moldea bajo el sufrimiento callado y aunque nunca
pude ser como ellos, ni siquiera para caminar, correr o nadar a
su ritmo debido a su extraordinaria destreza o para soportar el
frío, calor, fatiga, hambre o la sed bajo condiciones
extremas, al menos hice el intento de imitarlos durante mi
estancia en la Barranca de Batopilas, donde siempre estuvo a
prueba mi inútil cuerpo y débil carácter.
LOS MIRABA A TRAVÉS DE LA
VENTANA DEL AULA ESCOLAR.
Siempre admiré de los tarahumaras
de Batopilas su fortaleza física y espiritual, su filoso¬fía y
estoicismo que los hace resistentes a los tratos despóticos de
los poderosos; su fortaleza física es tan sólida, que a pesar de
la marcada marginación social que sufren, para mí siempre serán
los mejores caminantes del “camino real” y de la vida; ellos
cargaron sobre sus espaldas gran parte del progreso material de
la Barranca de Batopilas en la construcción de las obras
arquitectónicas en diferentes etapas históricas, construyendo
caminos, trabajando en la minería o cargando diversos bultos y
objetos pesados sobre sus espaldas para algunas personas
pudientes de la región, que contrataban sus servicios por pagos
injustos; la mayor parte de su carga la traían desde el Mineral
de la Bufa hasta el poblado de Batopilas y en algunas ocasiones
era para lugares más distantes; los observaba transitar por el
“camino real” a través de la ventana grande del aula escolar,
mientras atendía a mis alumnos, ya que los perros les ladraban
demasiado a estos sufridos caminantes y nada podían hacer para
espantar a los agresivos caninos porque les representaba mucho
esfuerzo deshacerse momentáneamente de su carga; era cuando
algún alumno me pedía permiso para salir de la clase para
dispersar a dichos canes que al mismo tiempo interrumpían la
lección por el escándalo que armaban; fueron los antecesores de
estos indígenas los que fabricaron y cargaron sobre sus espaldas
los miles de ladrillos rojos a grandes alturas, bajo la
supervisión de los misioneros jesuitas para erigir los anchos
muros, el campanario y las cúpulas de la nave arquitectónica que
forman el templo de la Misión de Satevó. Esta comunidad tiene
un encanto especial, mágico y enigmático, presentando como
techo a un transparente cielo azul, rodeada por cerros rojos y
amarillos en un entorno físico de vegetación tupida, semi-selvática
de un intenso verdor.
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