José Antonio Durand
LA ENORME PENA DE TENER UN HIJO LUMPENPROLETARIO
Mi hijo tiene 24 años y nueve ingresos
a la cárcel. Habla en caló, o con puras leperadas. Adoptó el apodo de “Calucas
El Güevudo”, y si lo llamamos con su nombre de bautizo, nos mienta
la madre o nos hace esa seña obscena conocida como “caracoles”.
Si se enoja se pone como loco
furioso. A su maestro de piano le tiró los dientes, a su profesor de
esgrima casi lo mata a cadenazos, a su maestra de equitación se la
montó.
Si lo regaño me reta a que nos
aventemos un tiro, y si le digo que: “Se le seca la mano al hijo que le
pega al padre”, me contesta que me va a dar tal golpiza, que no sólo se
le secarán las dos manos sino también “los güevos”. ¡Dios Santísimo!
Se quita los chicles masticados
de detrás de las orejas y los pega en asientos de las sillas y en la
parte de abajo de las cubiertas de las mesas.
Constantemente profiere sucias
majaderías que quisimos corregir desde niño lavándole la boca con jabón.
Sin embargo, pronto se hizo adicto a detergentes comiéndose los jabones
y bebiéndose el líquido limpiador.
Escupe gargajos en mis alfombras
persas. Eructa en la mesa frente a los comensales. En los templos y
lugares solemnes expele con estruendo gases intestinales.
De niño se ponía espejitos con
ligas en los zapatos para verles los calzones a sus compañeritas del
colegio. A los diez años lo corrieron de la escuela porque el día del
maestro, en vez de recitar, se masturbó en el auditorio ante alumnos,
padres de familia y profesores: “como homenaje a las piernotas de la
maestra de inglés”, dijo el muy cínico.
Realiza dibujos obscenos en los
baños y escribe leyendas groseras en las paredes. Se exprime los barros
de la cara frente a los espejos.
Les toquetea glúteos y senos a
nuestras sirvientas diciéndoles “¡Bizcochote, pero qué re buena estás!”.
Lo mandamos a la ópera y se va al burlesque a gritarles impudicias a las
chicas del streptease. Se corta las uñas de los pies subiéndolos
a la mesa ¡cuando estamos comiendo!
Se pone debajo de las escaleras
de la casa, para mirarles las piernas a las sirvientas. Viaja en metro
para restregarse y manosear a las damas. En vez de acudir a sus clases
de idiomas se va a Tepito para aprender nuevos albures y majaderías
(aunque hay quien dice que acude no para aprender sino para enseñar).
En el cine grita al entrar “¡Ya
llegué!”, y emite chiflidos de arriero en conocido estribillo alusivo a
las progenitoras. En nuestro exclusivo club deportivo se mete en la
alberca a hacer sus necesidades ¡Pero todas sus necesidades!
A mis cuadros de artísticos
desnudos femeninos, el Calucas les pintó genitales masculinos en la boca
de las ninfas y en otras partes que es fácil suponer.
Nos trae asolados con sus
vulgares albures. No puede uno decir nada, porque inmediatamente nos
contesta: “me prestas”, “te empujo”, “me das miedo” y un formidable
etcétera más. Palabras como: rifle, palo, plátano, pepino, chile, por un
lado y, por otro, palabras como papaya, petacas, anillo, dona, teleras,
tienen siempre un doble sentido en su lenguaje soez.
El color del vestido de las
mujeres también es motivo de prosaicos señalamientos, como cuando les
grita: “ésa de rojo, yo me la etcétera” o bien “ésa de verde, el chile
me etcétera” (y digo etcétera para suprimir lo que en realidad grita el
Calucas). Su expresión preferida es “¡Apachuuuurro!”, grito de guerra
que lanza a las muchachas.
Todos los negocios que ha
emprendido el Calucas han sido lumpenescos: merenguero que hacía trampa
en los volados. Vendedor de tacos de carnitas que supuestamente eran de
res y cerdo, pero que realmente eran de nuestros caballos árabes, perros
importados y gatos de angora, disminuyéndose sensiblemente mis mascotas.
Manejó sin licencia un microbús
pirata con placas de circulación vencidas. Y tal como en el camión de
redilas de Ustedes los ricos, el Calucas escribió en la parte
trasera de su microbús la leyenda “Melón se comió las plumas…”, sólo que
él sí completó la frase vulgar que proviene de un cuento del populacho
en el cual se narra que entre Melón y Melames mataron a un pajarito.
El grado máximo de sus
estudios fue el segundo año de secundaria, sin embargo ejerció dos años
la profesión de médico con un título apócrifo, falsificado por él mismo
en su taller de Plaza de Santo Domingo, pero fue descubierto y enviado a
prisión porque dicho título decía Unibersidad con “b” de burro. Los
estropicios que hizo como médico los omito, pues este relato no
es una novela de horror.
Otro negocio al margen de la ley
que le costó su libertad, fue el de traficar con órganos humanos. Pero
se demostró que los riñones, hígados y demás órganos que vendía el
Calucas, haciéndolos pasar como de humanos, eran en realidad de perros,
puercos y otros animales, lo cual implicó que los compradores lo
demandaran por fraude. Uno de los estafados, quien es un conocido
político, dijo indignado: “¡Ahora me explico
por qué me gusta tanto meter la trompa en el lodo!”
El único que no demandó al
Calucas fue el señor transplantado de cierto miembro de burro, pues está
feliz con dicho trasplante. Desde luego que también se dedicó al
narcotráfico, pero tal negocio fue un fracaso porque a sus clientes les
vendía harina rancia para hotcakes de la marca Tres Estrellas, en
lugar de cocaína.
También vendía ropa interior
usada para dama, que no eran otras prendas íntimas más que aquellas que
se robaba de los tendederos del vecindario.
Su última novia fue una tamalera
del mercado de Granaditas quien de noche se desnudaba en El Bombay bajo
el nombre artístico de “Mariza, la de la Trusa de Satín Dorado” y de
quien se rumoraba que era frígida. La señorita Mariza rompió su noviazgo
con él, porque él le rompió el hocico a patadas tras una acalorada
discusión filosófica sobre pacifismo y control de armas nucleares.
Ella lo sustituyó por “El Loco de
los Timbales”, quien acompañaba los números desnudistas de Mariza, y que
era mejor conocido como el “Marqués del Taco al Pastor” de la colonia
Gertrudis Sánchez. A la sazón, el Calucas decidió convertirse en poeta y
dedicar sus versos de despecho a la infiel Mariza.
Pero los poemas que le dedicó
bajo el título de “Amor madreador de mis güevos” fueron verdaderamente
porquerías. La parte menos ordinaria de sus poemas decía: “Mariza/
Mariza/ Te añora mi longaniza/ Mariza/ Mariza/ Te sientes muy chicha/
porque desprecias mi salchicha”.
El Calucas celebró su cumpleaños
en mi casa, y los asistentes a la fiesta fueron los albañiles que
construyen un edificio cercano, siendo invitadas de honor las sirvientas
de los vecinos, e incluso las propias de mi residencia. Cuando le pedí a
Yesenia mis palos de golf, me contestó: “¡Qué te pasa güey, si yo estoy
aquí como invitada y no como tu gata!... Pero nos podemos reventar un
danzón apretadito”. Desde luego que no acepté la insolente invitación de
la joven e igualada sirvienta… aunque confieso que me arrepentí, pues en
honor a la verdad Yesenia está muy bien proporcionadita.
Los invitados y mi hijo
consumieron pulques curados de melón y de apio “importados” de
Tulancingo, Hidalgo. Ya por la noche los dos barrilotes de pulque habían
llegado a su fin, con sus secuelas aterradoras: los rasposos invitados
vomitaron y orinaron donde quisieron –y
quisieron casi siempre en mis macetones italianos–.
De pronto interrumpe mi escrito Sorel
Jürgen, el mayordomo, para decir:
—Señor, hablaron de la Librería
Polanco avisando que ya tienen los discos del Concierto número dos
de Rachmaninov y del Mambo número ocho de Pérez Prado, que solicitó
usted, pero que el Memín Pingüin se lo tendrán el próximo martes.
Y el inútil de Sorel Jürgen no dijo
nada sobre mi solicitud de El Libro Vaquero Semanal, no sé cómo
este mayordomo puede tener estudios de posgrado y hablar cuatro idiomas
si se le olvida lo esencial… En fin, aprovecho la interrupción para
concluir esta historia. Además, ya casi es hora de que Yesenia suba a
tender las camas y apenas me da tiempo de colocarme bajo las escaleras.
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