Isis Bobadilla
Un Escarabajo de
Oro, fragmento
Una
semana después, Tom sería llamado para el servicio de reserva de la base
militar en la frontera. Estaba al mando de la fuerza que protegería la
base. En el trayecto, una vez más, tomaría de su mochila un papel para
escribir una carta:
“Margarita:
¿Qué hace
esta guerra en una tierra santa? ¿Porque los árboles combaten con el
mar?
¿Quien
cruzará primero esta línea entre ambas tierras?
La
naturaleza lucha contra ella misma.
Pienso a mi madre… y me pregunto si al morir sentiría terror. De
niño lo pensaba y sentía celos de que la muerte la hubiera tocado
siquiera. Si yo muriera… No sé si sentiría terror. Deberíamos ser
inmortales. He escuchado de la inmortalidad, pero nunca la he visto y
creo que jamás la veré. Quisiera haber tocado a mi madre durante su
muerte, quisiera haber besado su frente, no sé… ¡tocar su mano!…
Quizá aun sin eso ella se haya hecho inmortal.
¿Cómo será mi muerte, Margarita? ¿Que siente uno al ver venir el último
suspiro de vida? ¿Cómo la enfrentaría? Espero desafiarla como ellos; mis
padres. Con la misma paz, con la misma calma.
¿Será esa la inmortalidad? ¿Recibir la muerte con calma?
Voy hacia
la base y las imágenes pasan lentas; como flotando en silencio, como en
estado de espera. Pareciera un sueño largo esta lentitud.
Me acerco
a la base. La música se escucha desde lejos. A veces, los instrumentos
árabes y hebreos se juntan. Si la música se reúne… ¿Porque estos niños
no pueden jugar como niños? ¿Porque deben jugar junto a las armas?
Voy en
camino, y miro todo lo que pasa. Mis ojos se detienen en cada árbol, y
cada árbol es una esperanza…
¿Qué tan
cerca se puede estar de la victoria? Si mientras más cerca de ella se
está, más peligrosa es. Es difícil ser honorable. Siempre hay alguien
que observa a alguien.
Todo lo
que he hecho ha sido por amor; por amor a Israel.
¡Nadie
quiere esto! Todo lo que aquí se sacrifica se derrama como leche sobre
la tierra.
Demasiada
sangre, y sin embargo, los hijos de Israel seguirán peleando por esto
dentro de cincuenta años.”
La tarde maduraba. Los
ojos de todos los soldados de la base, recorrían cada rincón del
paisaje; la distancia, la lejanía, cada árbol y cada rama. El silencio
era de un perfecto asombroso.
Apenas y de vez en
cuando se sospechaba un canto tenue de un pájaro que se alejara. Un
Secreto inviolable
aguardaba una confesión sacramental. Pasarían cosas que nunca se
sabrían.
Así funcionaba todo;
bajo un hermetismo mortal.
Tom se sentaría a
terminar la carta que comenzara camino a la base. Una carta más. Una
hermosa carta. Una carta como su puerto, como su ancla. Una carta como
una epístola, un mensaje.
Las horas
pasaban, y la piel se le erizaba inexplicablemente. Pensaba en la
posibilidad del frío, en tener la presión baja, en la tensión, en muchas
probabilidades. Pero no sabía realmente.
Tal vez,
se trataría de un presentimiento.
De
pronto, el ruido de unos pies sobre la hierba se confundía con
repentinas ráfagas de viento. Todos se colocarían en sus puestos en
alerta. Pocos minutos antes de dar las siete, seis palestinos armados
asaltaron el recinto militar. Tom trataba de proteger la base en un
combate a ciegas.
Cuando se
volvió para ver lo que sentiría en sus espaldas, sus asustados ojos
azules se encontraron con unos ojos cafés cristalizados de terror y de
odio. ¿Por qué
siempre Tomer se fijaba en los ojos de la gente?
Ambos se
miraron largo rato. Querían decirse tantas cosas…
Pero no
habría palabras. No habría nada que explicara años de bruma y de vacío.
Se apuntaban uno al otro con sus armas. Ninguno parpadeaba. A ambos
guerreros les temblaban las manos, y el sudor se les deslizaba por la
espalda. La música de la hierba arrullada por el viento cantaba coros
sacros.
Uno
dispararía antes. Quizá, quien dejó de mirar al otro, y cerró sus ojos
recordando la causa.
Tomer
Vail se desplomaría como un enorme roble de raíces encontradas: lento y
suave. En calma. Se quedó tendido, sin gritar, sin decir palabra. Miró
el cielo por última vez. Cerró los ojos, y comenzó a tomarse su tiempo,
un tiempo que desde hacía una vida que no se tomaba.
Aquel reposo, aquella
suspensión de sus sentidos, aquel mareo, aquel arrullo, aquel vaivén de
barco que pensó que vendría alguna vez, se le hizo presente. Un abrazo
tibio. Luz. El mejor de los respiros.
Las siete
en punto. El reloj marcaría la hora en que aquel niño de tristes ojos
celestes, se fuera en un viaje a través de la Vía Láctea. Por fin
tocaría las estrellas y se mecería en las constelaciones que tanto
amaba.
Saludaría a la estrella más resplandeciente de la era. Hamal. Ahora
podía tocarla a pesar de estar a setenta y cinco años-luz. Siete
espíritus ante el trono, siete ángeles repartiendo el gobierno en siete
épocas distintas. Siete planetas como cuerdas de una lira divina.
Quizá, haber nacido un siete de Abril, no era solo un acontecimiento.
Quizá, haber muerto un siete de Septiembre, no era solo una fecha.
A Buenos
Aires llegaría una valija. Una vieja maleta dirigida a Margarita Malta;
esta mesticita del Chaco que se fuera a vivir a Córdoba con su madrina,
después de que el niño de la casa se alejara y nunca volviera. No había
nada más que hacer ahí. No había razones para permanecer más en esa casa
de locos.
Un futuro
más prometedor que ser sirvienta, le esperaba en Córdoba. Ahí, se
casaría con Carlos, de oficio carpintero. Vivían en una casita azul.
Disfrutaban de una vida sencilla pero plena. El tío Gallas, llevaría
personalmente aquel maletín hasta esa casa, y lo entregaría de sus manos
a las manos de la sirvientita del chaco, que ahora fuera una profesora
de primaria.
Los ojos
del tío Gallas le dirían todo a Margarita. El arrepentimiento y la culpa
se le escurrirían por la cara como cera de una vela. Un trago de saliva,
y el tío volvería a sus cosas y a su casa. Margarita pondría esa valija
en la mesa de la estancia, y encontraría una nota en la tapa: “Para
Marga”.
Al
abrirla, cientos de dibujos y de cartas. Sacaría primero un dibujo a
lápiz de una mujer muy hermosa con el nombre escrito abajo: “Aurora”.
Después, el dibujo de un niño precioso junto a un cañón avejentado,
titulado: “Yehoshúah”.
De nuevo, en la caja de cartón, al parecer la última de un montón de
cartas. Margarita, la tomaría en sus manos como una pluma de paloma, y
comenzaría a leerla imaginándose cada palabra:
___________________________________________
|