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6ª Entrega:
Luz Angélica
Colín
Ma. Encarnación
Ríos
Pío
Sotomayor
Cristina de la Concha
Violeta
Rivera
Omar Roldán
Santiago
Risso
Maki España
27 de marzo:
Ricardo Luqueño
Isis
Bobadilla
Abril Medina
Jaime Loredo
Gustavo Adolfo Hernández Merino
José Francisco
Ruiz Hernández
Ma. Eugenia Rodríguez
Gaitán
Isabel Medrano
Moisés Elías Fuentes
Javier Malagón
Leticia
Cortés
Rafael
Salmones
20 de marzo,
2006:
Arcel
Muñoz
Lucina
Kathman
Iván Trejo
Berónica Palacios
Aniceto Balcázar
Jonathan
Solórzano
Jesús Cervantes
José H. Velázquez
Francisco Moreno
José Antonio Aranda
Emma Rueda
Dora
Moro
Yuly Castro
Los
asistentes al encuentro
Tercera entrega:
Leticia Herrera
Álvarez
Elisena Ménez
Queta Navagómez
Patricia
Matapoemas
Enrique Dávila
Diez
Fanny Enrigue
Marco ísgar
Pterocles Arenarius
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Café Querétaro
Palabras Malditas
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José Francisco
Ruiz Hernández
El atavío del
licántropo
Para Dulce, que
resplandece
Ya anteriormente
había tenido el impulso de alterar las conciencias de sus compañeros de
clase al jugarles bromas ingeniosas, pero esta vez los límites de su
propia cordura estaban en juego. Observaba su pasado, las burlas
pretéritas, los constantes atropellos y las muchas humillaciones
escolares, y entonces su corazón saltaba en su pecho lleno de cólera,
con unas ansias tremendas de gritar, chocarrear y entretenerse con la
desgracia de esas estúpidas bolsas de carne.
Entró al
salón como de costumbre, burlando algunos obstáculos humanos que
impedían su total soltura para poder desplazarse hasta su butaca;
pensando cómo se verían todos esos bultos de carne si estuvieran
rellenos de dinamita y explotasen con celeridad y potencia, cual
petardos incautos y tremebundos. Pensando en ello empezó a reír con toda
presteza, aunque interiormente; era algo que ella dominaba por completo;
podía adueñarse de su conciencia, de tal modo que podía usar su mente
para charlar, convivir, reír e imaginar un mundo colérico que sólo ella
misma conocía y en el cual siempre podía estar tranquila, con todo a su
disposición para poder ser demolido de inmediato de no contar con su
agrado. Y sus compañeros no eran de su agrado.
El profesor
de Psicología era un pobre pelmazo, y eso ella lo sabía de antemano y le
divertía bastante; claro que nunca había exteriorizado nada de sus
meditaciones al respecto, nunca lo haría; pero le regodeaba en suma
manera tener un espectáculo semejante de estupidez y estulticia de vez
en cuando. Además, era la ocasión perfecta para realizar la más
significativa y perspicaz broma de toda su vida; el profesor jamás
podría interrumpir de algún modo sus intenciones debido a su torpeza y
falta de iniciativa y carácter. Por lo tanto, ella estaba segura de lo
que hacía, no escatimaba nada para actuar.
Ahora el
maestro dibujaba en la pizarra un esquema muy deteriorado del cerebro
humano, y empezaba a explicar sus partes primordiales, sus funciones en
el cuerpo y su ubicación estratégica dentro del pobre diseño. A pesar de
lo interesante de la temática, los alumnos estaban sumidos en una total
agitación, propiciando una barahúnda reinante en todo el lugar. Ella
estaba en completo silencio, con una actitud sigilosa y taciturna que no
encajaba con lo que ocurría a su alrededor: papeles volando de todas
partes que tenían a ella como único blanco, gritos incoherentes y sin
sentido zahiriendo bruscamente su serenidad, maldiciones retumbantes en
su contra que provocaban la risa eufórica de muchas bocas, y un
constante ruido de cuerpos inconformes con su actitud y con la tortura
de la clase. Ella era un extraño en ese lugar; la única persona cuerda y
capaz de todas sus facultades mentales en medio de un manicomio
enloquecido que clamaba su demencia inexorablemente.
Era tiempo
de actuar, y eso la llenó de energía sacándola al fin de su letargo y
sumisión. Hurgó entonces en su pequeña mochila y sacó una máscara de
lobo provista de afilados dientes de goma y mechones de pelo artificial
crespo e indomable, ojos inyectados de furia roja que destellaban maldad
por sus cuencas vacías, y una nariz respingada y amenazante, batida de
pigmentos sanguinolentos que bañaban y obstruían totalmente los
orificios nasales. Se la colocó en su cabeza y la ajustó para poder
mirar a su alrededor, y entonces sucedió: toda la gritería enmudeció de
golpe, como si hubieran visto un muerto aparecido de repente dentro del
salón; sólo se escuchaba ahora la pasmada y monótona voz del profesor,
explicando algo referente al hemisferio derecho del cerebro, encargado
de las acciones instintivas del hombre que no poseen cualidades
racionales. Ella veía al profesor y seguía su absurda explicación
mientras esbozaba una sonrisa dentro de la máscara. Todos a su alrededor
murmuraban y se preguntaban lo que ocurría con ella, pero al observarla
y tratar de imaginarse algo referente a su cuestión, quedaban absortos y
pasmados por el impacto siniestro que la máscara producía en todos
ellos.
Ella bien
sabía lo terrorífica y absolutamente detallada que era la máscara. La
había mantenido guardada hasta ese momento, hasta que la exacerbación la
hubiera consumido y no tuviera otra opción viable para contrarrestar las
constantes molestias que sufría. Otras máscaras mucho más comunes y
risibles habían provocado, cuando ella se las había puesto en otros
lugares, que todos sus compañeros se espantaran y corrieran despavoridos
de donde se encontraran. Pero ella quería algo más, un paro cardiaco o
algo así: quería ver retorcerse de dolor a algún bulto de carne mientras
ella riera incontenible dentro de su conciencia; sólo así se haría
justicia, sólo así estaría en paz.
Algún
tiempo antes había estado ayudando a sus padres a desempacar los objetos
familiares en la nueva casa que habían rentado. Sin embargo, ella se
separó del ajetreó para ir a explorar el lugar, paseando por entre los
silenciosos cuartos y corredores y observando después el vecindario por
las ventanas empolvadas. Había una chimenea en la sala principal de la
casa, y ahí dentro había encontrado la máscara envuelta en un rugoso
papel periódico. Cuando pudo verla bien y descubrió sus cualidades
espeluznantes e increíblemente naturales, supo de inmediato, con una
risa dibujada en sus labios, en dónde la debería utilizar. De ese
momento, a lo que ocurría actualmente dentro del salón de clases, ella
había sufrido una escalofriante inquietud en espera de un momento
adecuado para intervenir.
El profesor
enmudeció al percatarse de lo que acaecía en su clase. Mientras algunas
bolsas de carne gritaban dolorosamente, otras simplemente se
ponían de pie y corrían despavoridas del salón, pero la mayoría se quedó
sin habla, mirando con ojos medrosos y entorpecidos a aquél ser que
callado y sigiloso amenazaba con atacar en cualquier momento.
Ella
disfrutaba enormemente lo que ocurría. Empezó a voltear continuamente a
su alrededor para poder observar ella misma los rostros desencajados,
aterrorizados como pusilánimes alimañas indefensas. A pesar de las
reprimendas que el profesor le injuriaba, ella hacía caso omiso y reía,
reía alegremente como nunca antes dentro de su conciencia.
De pronto
empezó a faltarle el aire completamente, cosa que la incomodó y le hizo
lanzar algunos gemidos imperceptibles de agonía espasmódica. Los
orificios de la máscara se cerraron de repente y ella empezó a
asfixiarse dentro de la careta de plástico que empezaba a adherirse más
y más a su cara. Nadie a su alrededor sabía nada porque todo se veía
transcurriendo como un espanto público normal. De repente ella se
desplomó en el piso ya sin aire en sus pulmones, tiró su butaca y
provocó que todos a su alrededor aumentaran su pánico horriblemente.
Empezó a sufrir espasmos dolorosos en todo su cuerpo al tiempo que
sentía como toda su piel se quemaba y comenzaba a llenársele de materia
extraña, viscosa y con olor de plástico quemado. De repente todo se
detuvo y ella tuvo dominio de sí otra vez, pero esta vez con distintos
ojos: rojos de cólera, hambre y angustia acompañada de un ansia terrible
y asesina. Se puso de pie y sonrió abiertamente a los ahí presentes,
mostrando sus terribles fauces ensangrentadas y sus afilados dientes
incisivos.
Los
suspiros y tartamudeos de los ahí presentes no se hicieron esperar,
algunos se mantenían boquiabiertos con la vista fija y perdida en lo que
estaba frente a ellos; otros, como el profesor, proferían gritos y
amenazas a la figura que los miraba continuamente como vigilando
cualquier movimiento inusitado que pudiera incomodar su tranquilidad
actual. Sin embargo, los más ingenuos, imbéciles e ilusos, aún creían
que se trataba de una broma; uno de ellos grito de pronto: “Qué guapa te
vez, caray, si así te arreglaras diario no te verías tan estúpida y
ruin”. Algunas risas apagaron el silencio. Ella volteó inmediatamente y
vio a la bolsa de carne que le había ofendido, y con una rapidez
inusitada le lanzó un zarpazo en el cuello, con sus poderosas garras que
hasta ese momento ella se daba cuenta que poseía; lo que provocó que el
cuerpo se desplomara débilmente en el piso, llevándose unas butacas
consigo. Sus ojos se llenaron de sangre y todo lo veía rojo. Bajó su
vista y observó detenidamente sus tremendas garras y su cuerpo lleno de
una vellosidad gruesa de color gris brillante. El profesor, mientras
tanto, había conseguido escapar, caminando muy lento y sigiloso, cuando
el incidente anterior ocurría y ella estaba ocupada con la bolsa de
carne. De cualquier manera, él era sólo un bufón para ella, no tenía
la más mínima importancia su escape.
De pronto ella supo, muy en el fondo
de su conciencia dominada por el instinto feroz, que de un momento a
otro empezaría la demorada cacería de ovejas; ahora no había ningún
pastor que la pudiera detener, por lo que reía de forma histérica dentro
de su conciencia y lanzaba aullidos escalofriantes a sus presas
estupefactas.
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