Rafael Salmones
EL VIAJE
El
día que tomé conciencia de que la Luna no era solamente un foquito
blanco que servía para que la noche no estuviera tan obscura, era un
niño pequeño; no recuerdo exactamente la edad que tenía cinco o seis
años), algo que pudiera parecer raro, pues mi memoria suele ser
excelente. No sé cuántos años tenía, pero esa mañana jamás la voy a
olvidar... casi pude tocar El Mar De La Tranquilidad.
Estaba allí, delante de mi vista, fueron sólo unos segundos pues había
que cruzar la calle; me esperaba la amiga de mi madre para llevarme a la
escuela.
En
aquella época yo no sabía que ese sitio se llamaba El Mar De La
Tranquilidad, pero hoy sé que eso fue lo que sentí: Tranquilidad. No me
importa lo que puedan decir los grandes dirigentes de la humanidad y de
los superproyectos espaciales. Ese sitio es mío... me pertenece.
Hoy,
al verlo en retrospectiva, pienso que muy probablemente ese hecho fue el
que determinó la fascinación que siento por el cielo y sus objetos.
No
creo ser capaz de describir verbalmente lo que vi... aunque a menudo lo
intente en la soledad de una radio y un procesador de palabras -la mayor
que existe, ésa en la que se escucha a seres humanos con los que no se
puede interactuar y se le cuenta historias a un aparato que no se sabe
quién ensambló-. Intento calcular el diámetro de esa gran esfera
cacariza que vi al final de la calle. No lo logro. Lo único que sé es
que la imagen abarcaba totalmente mi campo visual. Un gran fragmento
gris con lo que evidentemente eran hoyos y montículos. Era como si el
Valle de México estrenara un nuevo centinela.
Momento -fugaz por definición- que inauguró lo paradójico en mi vida:
contemplé El Mar De La Tranquilidad... y, a partir de la primera vez que
lo traté de contar, supe lo que es la ansiedad. Nadie lo creía. Nadie lo
ha creído nunca.
Cuando me harté de que me miraran como a un niño hiperimaginativo,
decidí callar mi experiencia y me prometí que nunca la olvidaría. Con
ello nació un gran deseo: viajar al espacio exterior algún día. ¿Cuál
fue el nexo?, no lo sé, pero la idea me sedujo a tal grado que decidí
que sería capaz hasta de proponerme para un experimento que pretendiera
conocer lo que sucedería con un ser humano al remover la escafandra
protectora del traje de astronauta. No me importa la idea de morir si he
de ser capaz de pisar alguno de los cuerpos celestes que circundan la
Tierra.
Cuando mi adolescencia empezó su retirada, me di cuenta de que muchas de
las ideas mesiánicas y espiritualistas que tenemos los seres humanos se
originan en una deficiente formación científica. Más aún, asumí que mi
educación me había dado la estructura de pensamiento necesaria para
poner en tela de juicio todo aquello que fuera comprobable
objetivamente. Pero desgraciadamente tuve que asumir otra verdad que se
evidenciaba precisamente por esa estructura de pensamiento: mi formación
científica en la etapa en que más receptivo se está a ella, fue muy
deficiente y por lo tanto no tenía argumentos para rebatir de la forma
que yo quería las ideas que me parecían supersticiones. Se me podía
tachar de un analfabeta científico.
Decidí que eso no podía seguir así y procuré allegarme de manera
autodidacta la mayor información científica que el tiempo y mis otras
inquietudes me permitieran adquirir. No puedo decir que me volví un
erudito, pero creo que sí obtuve lo necesario para estar orgulloso del
pensamiento que los seres humanos hemos tenido que pagar a tan altos
costos a lo largo de toda nuestra historia como especie.
Junto
con esa información, creció el sueño de conocer algún día lo que hay
fuera de la atmósfera terrestre. Para mí es como el proceso en el cual
un niño empieza por conocer su cuerpo y de pronto siente la necesidad de
abrir la puerta y enterarse de qué hay más allá de su casa.
Todavía recuerdo el día en que decidí ingresar como oyente a las clases
de astrofísica que impartía Luis F. Rodríguez. No entendí ni una sola
palabra de lo que escuché allí. Definitivamente el conocimiento
científico humano estaba muy por encima de lo que yo podía metabolizar
en esos momentos. Tenía el pensamiento lógico necesario para entender
explicaciones de cierto nivel de abstracción, pero era un neófito en lo
referente a las ecuaciones básicas de la ciencia que pretendía aprender.
El
siguiente paso fue pedir a un amigo seis años menor que yo, que me
enseñara los rudimentos del cálculo diferencial e integral, materia de
la que sólo sabía que Newton la había inventado al mismo tiempo que otro
personaje con menos suerte que él en los reconocimientos de la historia.
Con
el tiempo pude aprender todo lo necesario para no quedarme con cara de
tonto en la clase de Rodríguez y -al pasar de los años- me convertí en
un buen alumno, incluso llegué a colaborar en ciertos proyectos de
mediana importancia para el observatorio de Tonantzintla, en Puebla.
De
pronto, un día me desperté con la noticia de que Luis F. Rodríguez me
esperaba en el departamento de investigación espectroscópica de la UNAM.
Al llegar, me saludó con una pregunta:
-¿Cuántos años tenías cuando el hombre llegó a la Luna?
Respondí que nací dos años después.
-¿A
qué edad viste por primera vez El Mar De La Tranquilidad?
-
Seis o siete -respondí recordando aquél momento-.
-¿Quieres volver a verlo?
Después de unos segundos en los que pensé que no entendía hacia dónde
iba esa serie de preguntas, le dije -¡como si debiera recordárselo!- que
en ese momento era de día y la Luna se encontraba encima de Japón.
Entonces el dijo:
-Bueno, creo que debí decir ¿Quieres ESTAR en El Mar De La Tranquilidad?
No sé
qué cara hice, pero él me dijo que había una posibilidad de armar un
proyecto espacial mexicano con todo y viajes tripulados. Todo dependía
de las pláticas que sostenía con ciertas autoridades de la NASA sobre
nuevos sistemas de propulsión que él desarrollaba -desde hacía siete
años- y que proponían una alternativa que no requería de nitrógeno ni
oxígeno líquido y que se fundamentaban en ciertas manipulaciones de
campos electromagnéticos susceptibles de ser controlados con procesos
que no requerían gran inversión económica.
Todo
era fascinante... y para colmo de bienes, ¡yo era uno de los integrantes
de la lista propuesta por Rodríguez para realizar el primer viaje! Si
las cosas salían como esperaba, en menos de cinco años los mexicanos
orbitaríamos la Tierra y en siete u ocho pisaríamos la Luna para
realizar investigaciones de germinación en gravedad cero fuera de las
naves espaciales. La idea era llevar semillas de ciertos cereales y
dejarlas allí en cajas herméticas que contuvieran ciertos sistemas de
“lluvias” de aguas previamente suministradas en tanques especiales. Un
año después se regresaría a evaluar las condiciones de la eventual
milpa, todo esto encaminado a lograr una forma de agricultura
autosuficiente para las probables colonias de terrícolas en la Luna que
el futuro tecnológico posibilitaría.
Lógicamente, acepté la proposición de integrarme al grupo de trabajo del
proyecto. Por esos días yo había logrado aislar, sin pretenderlo y
gracias a ciertas necesidades de mi trabajo como pintor, un polímero que
posibilitaría -en teoría- “pintar” con una capa transparente cualquier
superficie y hacerla resistente a la grandes presiones y fricciones, así
que me pareció que podía aportar mi descubrimiento al proyecto. Quizá
tendría aplicación en las cajas que contendrían los cultivos.
Después de unos minutos salí de ahí radiante de esperanzas de lograr -en
un solo proyecto- dos de los sueños más caros de mi vida: conocer la
Luna y servir a la humanidad en cuestiones prácticas y no sólo desde la
subjetividad de las artes.
Abordé mi coche y emprendí el camino hacia mi casa. Tras dos horas de un
tráfico que nunca había afrontado con tanta paciencia, mi estómago
protestó por el ayuno, así que decidí pasar a comer a un restaurante que
estaba frente a mí.
Salí
de Periférico, dejé mi coche en el estacionamiento y entré a comer.
Mientras leía un periódico que tomé en la recepción y bebía el café, oí
que la gente gritaba y pedía auxilio. Me levanté sin pensarlo y fui
hacia donde vi que la gente se levantaba de sus mesas. No había dado
cinco pasos cuando me di cuenta de que se trataba de una pelea entre dos
tipos que vociferaban bastante alterados. Me detuve y les pedí que se
tranquilizaran o salieran a arreglar sus problemas a la calle. Al oírme,
uno de los tipos -el que me daba la espalda- dio media vuelta. De pronto
sentí un calor insoportable en el estómago, pensé en Santiago Nasar y
creo que me desmayé.
Supongo que es normal que en este momento recuerde todo aquello... Así
fue como empezó el sueño más grande de mi vida, el sueño que se cumple
en este momento: ¡ESTOY en El Mar De La Tranquilidad...!
¡Veo
la Tierra...!
Esto
tampoco lo puedo describir con palabras...
Tengo
que grabármelo bien en la memoria...
Creo
que esa raya es la Muralla China...
El
paisaje es fantásticamente hermoso...
Pero... ¿Cómo hicimos para inventar algo que me permitiera respirar sin
escafandra en plena superficie lunar...?
¿Por qué no recuerdo lo
que pasó en estos siete años...?
¿Por qué vine solo...?
¿Dónde está la nave en la que vine...?
¡¿Por
qué no me puedo mover?!
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